Por Arturo Pérez-Reverte |
He leído estos
días Ieri, oggi e domani, la autobiografía de Sophia Loren: un
libro bien escrito -ignoro quién habrá sido el negro, o anónimo autor material
del asunto- que pasa revista a la vida y las películas de esta bellísima
octogenaria napolitana que, durante medio siglo, encarnó en las pantallas el
prototipo de la mujer italiana, con ese matiz espléndido que la generación de
mi abuelo, y la de mi padre en su juventud, aún definían como una mujer
de bandera. Y debo decir que la lectura de ese libro sereno y agradable me
ha proporcionado momentos de intenso placer. De sonrisa cómplice y agradecida.
Tengo una antigua y
entrañable deuda con Sophia Loren -la Venus latina, en buena
definición de mi amigo Ignacio Camacho-, y a menudo esa deuda sale a relucir en
casa Lucio, cuando Javier Marías y yo, durante alguna cena, mientras él
despacha con parsimonia su habitual filete empanado, pasamos revista a las
mujeres que marcaron nuestra infancia y nuestros primeros recuerdos
cinematográficos. Y por encima de casi todas -Kim Novak, Grace Kelly, Lauren
Bacall, Maureen OHara, Silvana Mangano, principalmente Ava Gardner- figura
siempre Sophia Scicolone, de nombre artístico Lazzaro, primero, y Loren, al
fin. Supongo que eso no resulta fácil de comprender para cinéfilos de reciente
generación, más a tono con señoras plastificadas y pasteurizadas tipo Angelina
Jolie o Nicole Kidman; pero quien de niño o jovencito haya visto a Sophia Loren
salir del mar con la blusa mojada en La sirena y el delfín o
bajar de un autobús por la ventanilla en Matrimonio a la italiana,
sabrá perfectamente a qué me refiero. El matiz de pisar fuerte y de poderío. La
muy abrumadora diferencia.
Me ha gustado mucho
que, en su autobiografía, Sophia Loren haya dedicado un largo párrafo a la
película que, de la mano de Vittorio de Sica, supuso su lanzamiento como
estrella del cine italiano. Se trata de El Oro de Nápoles, que
siempre consideré una obra maestra, donde protagoniza el episodio de la
bellísima donna Sofia la Pizzaiola -«Venite, venite a fa´marenna! Donna
Sofia ha preparato e briosce!»-, que hace creer a su marido que ha perdido
en la masa de la pizza el anillo que realmente olvidó en casa del amante. No es
de extrañar que aquella interpretación espléndida, llena de humor, erotismo y
picardía, cautivara a los espectadores y los dejase atornillados a aquella
mujer durante medio centenar de películas más. Descubrí a la Pizzaiola mucho
más tarde, junto con Peccato che sia una canaglia, que
aquí se tradujo como La ladrona, su padre y el taxista -esa
extraordinaria secuencia de Vittorio de Sica haciéndose amo de la comisaría y
pidiendo café para todos-; y el niño y el jovencito boquiabiertos ante la
pescadora griega de esponjas de La sirena y el delfín, la amante
sin esperanza de La llave o la guerrillera española de Orgullo
y Pasión comprendieron, de ese modo, que aquella hembra espléndida de
1,74 m. de estatura sin tacones, que desbordaba la pantalla con sus ojos
almendrados y su contundente anatomía, era también una actriz formidable, con
un sentido del humor y unas cualidades interpretativas fuera de serie; que le
fueron reconocidas, en la cima de su carrera, por el Oscar con que la Academia
de Cine norteamericana premió su soberbia interpretación en La Ciociara,
que en España, como ustedes saben, se tituló Dos mujeres.
Por todo eso,
leyendo con sumo placer el libro de que les hablo, he recordado, y también me
he recordado a través de sus páginas y las películas que en ellas se mencionan,
incluida Pane, amore e...: aquel film delicioso donde el
brigada de carabineros Antonio Carotenutto -otra vez un formidable Vittorio de
Sica- baila el mambo con donna Sofia la Pescadera en una de las escenas más
graciosas e inolvidables del cine de humor italiano. Y, puestos a recordar, he
rememorado también mi mejor recuerdo personal relacionado con Sophia Loren:
cuando en cierta ocasión, al ir a subir a mi habitación del hotel Vesuvio de
Nápoles, ella apareció en el ascensor, vestida de rojo, bellísima a sus
entonces setenta y cinco años, dejándome estupefacto y paralizado como un
imbécil, obstaculizándole el paso, hasta que me sonrió, y entonces reaccioné al
fin apartándome a un lado con una excusa; y entonces ella pasó por mi lado, muy
cerca, para alejarse por el vestíbulo del hotel, espléndida, gloriosa, eterna
como en sus películas. Y por un instante sentí deseos de aullar a la luna como
un coyote. Como hacía Marcelo Mastroianni mientras Mara, la chica de la piazza
Navona, se quitaba las medias en Ayer, hoy y mañana.
© XL Semanal
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