“Las tiranías del
siglo XX convirtieron
la tragedia en crimen”
Por Carlos Fuentes |
Los niños latinoamericanos, eurolatinos y también, supongo,
francoafricanos y francoasiáticos, estudiamos la historia universal en los
libritos verdes de los señores Malet e Isaac que dividían las épocas muy
nítidamente en Edad Media, Edad Moderna y Edad Contemporánea. La primera se
iniciaba con la consolidación del Cristianismo tras la caída de Roma.
La
segunda, a escoger, entre el Descubrimiento de América y la Caída de Constantinopla.
Y la tercera, qué duda cabe, con la Revolución Francesa de 1789.
Era una historia del Occidente para el Occidente. Pero
detrás del catálogo de fechas y eventos se dibujaban tiempos y espacios más
significativos. El sistema jerárquico medieval, ordenado verticalmente y
fundado en la fe, debió su vitalidad a la tensión política entre el poder
espiritual y el poder temporal. De esta tensión —ausente del mundo bizantino y
ruso— nacería, al cabo, la democracia. El Renacimiento puso fin al fraccionamiento
feudal y vio el nacimiento de los Estados-Nación, impulsados por la tradición
comercial y mancillados por las guerras de religión. La conquista de los
pueblos no europeos admitió a éstos en la historia universal, pero a condición
de dejarse colonizar —es decir, «civilizar», es decir (sin comillas) explotar—.
Fue la era de las monarquías absolutas por derecho divino, socavadas al cabo
por el surgimiento de burguesías industriales y mercantiles cuyos gritos de
emancipación fueron las revoluciones francesa y norteamericana. La era
contemporánea, por último, era presentada como un siglo XIX de desarrollo
material que prometía, al iniciarse el siglo XX, la sinonimia de progreso,
libertad y felicidad: el sueño de la modernidad, el triunfo del optimismo de
Condorcet.
El esquema milenario poseía, de esta manera, un espacio: el
mundo entero colonizado por el Occidente —pero sólo un tiempo, precisamente el
de la historia occidental como medida de lo propiamente humano: Hume, Herder,
Locke. Y qué duda cabe que un milenio occidental escrito por Dante, Cervantes y
Shakespeare, cantado por Bach, Mozart y Beethoven, construido por Brunelleschi,
Fischer von Eriach y Christopher Wren, pintado por Rembrandt, Velázquez y Goya,
pensado por Tomás de Aquino, Spinoza y Pascal, esculpido por Bernini, Miguel
Ángel y Rodin, novelado por Dickens, Balzac y Tolstoy, poetizado por Goethe,
Leopardi y Baudelaire, filmado por Eisenstein, Griffith y Buñuel, y explicado
por Kepler, Galileo y Newton, es un milenio que no sólo le da gloria al
Occidente, sino a la humanidad entera.
¿Cómo es posible ser persa?, se preguntó, irónicamente,
Montesquieu en un Siglo de las Luces que dejaba en la sombra —pese a Vico— a la
mayoría no blanca, no europea, de la humanidad. La conquista o reconquista de
la presencia histórica de los pueblos marginados de Asia, África y América
Latina ha sido uno de los hechos fundamentales del milenio. Resulta que no
había una sola historia. Había muchas historias. No había una sola cultura.
Había muchas culturas.
Llegar con esta conciencia al fin del milenio es uno de los
triunfos del milenio.
En cambio, el tiempo que termina tendrá la marca cainita de
la violencia del hombre contra el hombre. El homo homini lupus de Hobbes maculó
las grandes conquistas científicas y artísticas del milenio. La intolerancia se
desplegó desde los tribunales católicos y protestantes hasta los tribunales de
Vishinsky y de McCarthy. En medio, una historia universal de la violencia
escribió páginas de dolor creciente en la conquista de América, en la Guerra de
los Treinta Años, en la persecución y expulsión de las minorías árabe y judía
de Europa, en el ataque colonial europeo contra el África negra, la India,
China, pero también en la expansión económica gracias al trabajo forzado, al trabajo
infantil, a la esclavitud racial y a la marginación del sexo femenino.
La capacidad del hombre para infligirle dolor al hombre
culminó en nuestro propio, moribundo siglo XX.
Jamás, en toda la historia, murieron tantos seres humanos
tan cruelmente. Súmese los millones de muertos en las dos guerras mundiales y
en las subsecuentes guerras coloniales —Argelia, Vietnam, el Congo, Rhodesia,
Centroamérica— a las víctimas del terror interno, el exterminio ordenado por
Adolf Hitler contra judíos, católicos, comunistas, gitanos, eslavos y
homosexuales; el exterminio sistemático de sus propios camaradas primero y de
millones de ciudadanos después, en las prisiones de Josip Stalin y, en escala
más modesta pero no por ello menos dolorosa, las víctimas de las dictaduras
militares latinoamericanas, prohijadas y protegidas por los gobiernos de los
Estados Unidos de América.
Lo extraordinario de este recuento es que el milenio del
mayor progreso técnico y científico de la historia coincidió con el milenio del
mayor retraso político y moral, comparativamente, de la historia. Ni Atila ni
Nerón ni Torquemada fueron menos crueles que Himmler, Beria o Pinochet. Pero
tampoco tuvieron que medirse con Einstein o Freud. La tragedia del milenio al
morir el milenio es que, contando con todos los medios para asegurar la
felicidad, los hayamos violado empleando los peores métodos para asegurar la
desgracia. Fleming, Salk, Crick y Wasson, Pauling, Marie Curie. Todos los
grandes benefactores del siglo que termina deben convivir para siempre con las
sombras de los verdugos fatales pero innecesarios, los criminales históricos
que no tuvieron necesidad ni justificación alguna para matar a millones de
seres humanos.
La violencia de la tragedia antigua se presentaba como parte
de la lucha ética de la humanidad: somos trágicos porque no somos perfectos.
Las tiranías del siglo XX convirtieron la tragedia en crimen: tal es el crimen
trágico de la historia contemporánea. Los monstruos políticos le negaron a la
historia la oportunidad de redimirse conociéndose. La víctima del Gulag, de
Auschwitz o de las prisiones argentinas fue privada del reconocimiento trágico
para convertirse en cifra de la violencia, víctima número nueve, nueve mil o
nueve millones... El significado profundo de algunos grandes escritores del
siglo que termina —pienso sobre todo en Franz Kafka y en William Faulkner, en
Primo Levi y Jorge Semprún— ha consistido en devolverle dignidad trágica a las
víctimas de una historia criminal.
Criminal o trágica, se nos informó que, al terminar la
guerra fría hace diez años, terminaba también la historia. Las violencias
crecientes en los Balcanes y Chechenia, en Argelia y el África subsahariana, en
la Tierra Santa, más la violencia como norma y no excepción de la vida citadina
contemporánea, debían advertirnos contra una excesiva celebración el último día
de diciembre de 1999 o el primer día de enero del 2000. Ni la grandeza ni la
servidumbre humanas saben de calendarios. En los días luminosos, crearemos
comunicaciones, artes, adelantos médicos asombrosos, y penetraremos los
espacios que aún desconocemos en un universo infinito, sin principio ni fin.
Crearemos amistad y amor. Pero en las noches más turbias, dejaremos que se
muera de hambre la tercera parte de la humanidad, le negaremos escuela a la
mitad de los niños del planeta y le cerraremos el acceso a la libertad corporal
a la mitad del género humano, las mujeres. Continuaremos expoliando a la
naturaleza como si nuestra arrogante saña llegase a negarle al aire, al agua, a
los bosques, el derecho a sobrevivirnos.
Milenio en que la historia dejó de ser una sola —la de
Occidente— para incorporar a muchas historias y a muchas culturas.
Milenio en que el extraordinario progreso científico, material
y técnico no alcanzó a superar el terrible retraso moral y político.
¿Será mejor el que ahora se inicia?
Es la pregunta que me hace mi gran amigo Jean Daniel y se la
contesto con estas palabras:
Querido Jean Daniel,
El siglo XX abrazó por igual la promesa de una
humanidad perfectible y la promesa de una libertad que, para serlo, incluiría
también la libertad para el mal. Siglo de Einstein y Fleming, pero también de
Hitler y Stalin. Siglo de Joyce y de Picasso, pero también de Auschwitz y el Gulag.
Siglo de las luces científicas, pero también de las sombras políticas.
Universalidad de la tecnología, pero también de la violencia. Progreso
inigualado, incluso en su desigualdad. Jamás, en la historia humana, fue mayor
el abismo entre el desarrollo técnico y científico y la barbarie política y
moral. ¿Nos reservará algo mejor el siglo XXI? Tenemos derecho a ser
escépticos. O por lo menos, a definir como Oscar Wilde al pesimismo como un
optimismo bien informado.
© Carlos Fuentes –
“En esto creo” (2002), del Capítulo “Historia”
Selección:
Agensur.info
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