Por Luis Alberto Romero |
La conmemoración del Día de la Soberanía Nacional, celebrado
ayer, renueva las discusiones sobre el Combate de Obligado de 1845 y el mito
que ha generado. Pero además, el énfasis que el gobierno actual pone en la
recordación de esa fecha, y los argumentos que esgrime, lleva a otra pregunta,
no ya sobre el pasado sino sobre el presente y el futuro: ¿qué significa en el
siglo XXI la soberanía nacional?
Hay un mito con el combate de la Vuelta de Obligado. No fue
una victoria sino una derrota. Para detener a la flota inglesa, Rosas cerró con
cadenas el río Paraná e instaló dos baterías. Los ingleses cortaron las
cadenas, hubo cañonazos de ambos lados, algunos muertos ingleses y varios
centenares entre los soldados bonaerenses. Muertes inútiles, pues los buques llegaron
hasta Corrientes. Tampoco es completamente cierto que Rosas defendió los
intereses nacionales contra la agresión imperialista. Esto último es correcto,
pero los supuestos "intereses nacionales" son algo muy discutible.
Por entonces no existía un Estado argentino unificado, sino provincias en
guerra, alineadas en bandos políticos y divididas por cuestiones económicas.
¿Dónde estaba la Nación? Corrientes quería comerciar directamente con los
británicos y Rosas defendió el monopolio comercial porteño. El antiimperialismo
fue acotado, pues el episodio no enturbió una larga historia de relaciones
entre Buenos Aires y Gran Bretaña, mutuamente beneficiosas. En 1852, caído
Rosas, todas las provincias aceptaron el principio de la libre navegación de
los ríos, incorporado a la Constitución.
Este mito de la Vuelta de Obligado, creado por el
revisionismo histórico, forma parte de la nueva "historia oficial",
difundida de manera sistemática y abrumadora en la escuela y en los medios. En
2010 se estableció el Día de la Soberanía Nacional, con feriado móvil. Pero
además, las consignas revisionistas ocupan un lugar importante en los discursos
de la Presidenta, tan abundantes como contundentes. Más allá de la crítica
fácil, sus argumentos merecen consideración, pues hablan también sobre quienes
la escuchan y la votan.
La Presidenta acude frecuentemente a ejemplos históricos,
elegidos de manera un poco desconcertante: para un historiador no es fácil
vincular a Monteagudo, Artigas, Dorrego y Rosas, pues en su tiempo casi todos
se detestaron. Pero esta desordenada evocación no pretende organizar un
discurso histórico. A diferencia del peronismo militante de los años 60, que se
colocaba en la culminación de un largo proceso de luchas nacionales y
populares, el kirchnerismo no se considera heredero de nadie, ni siquiera de
Perón. Son fundadores, y el pasado sólo les interesa como un depósito de hechos
memorables que, adecuadamente interpretados, operan como presagios de su
llegada y su pasión. En el caso de Obligado aparecen los grandes poderes de
siempre conspirando en contra de la Argentina y de su jefe, como hoy lo hacen
los buitres. Los cañonazos que entonces dividieron al país son similares a los
que hoy separan a los defensores de la nación de sus enemigos. La gesta de
Obligado ilustra sobre una lucha eterna, en la que una derrota ocasional
anuncia la victoria final.
Parada en el presente, la Presidenta invita a adecuar idea
de soberanía a las luchas de hoy. La nación soberana ha de sobrevivir en un
mundo que se derrumba, del cual debemos mantenernos saludablemente separados.
La economía soberana debe dar inclusión, empleo y prosperidad a los argentinos.
La soberanía ideológica consiste en consolidar la unidad de los argentinos y
protegerlos de las ideas foráneas, otro instrumento de la gran conspiración.
Todos estos tópicos forman parte de un conjunto discursivo y
simbólico compacto y enterrado en nuestro subconsciente, al que la Presidenta
interpela con éxito, como lo hicieron tantos otros antes que ella. La soberanía
ideológica alude a la conocida "cultura nacional", más postulada que
definida. En realidad, todos nuestros productos culturales, hasta el pericón,
son resultado de una mezcla, o una adecuación local de lo foráneo. Nuestros
pensadores nacionales, igual que los llamados cosmopolitas, leyeron y adaptaron
libros que también leían los franceses o los alemanes. La misma idea de una
cultura nacional es una traducción del nacionalismo romántico alemán del siglo
XIX. En definitiva, las ideas ignoran las fronteras políticas.
La soberanía económica -vieja idea del mercantilismo- fue
una aspiración común en el mundo de las guerras mundiales. La autarquía
entusiasmó a los planificadores económicos y a los militares. El país debía
contener todo lo que necesitaba y cerrarse al mundo, siempre hostil; así, el
"hecho en la Argentina" justificó sacrificar la eficiencia y los
beneficios del intercambio. Es sabido que desde la segunda posguerra el mundo
marcha por otro lado. Las economías crecen sobre la base de la interdependencia
y la integración, y el "made
in" ha perdido todo sentido. La idea cerril de la soberanía económica
cultivada por el Gobierno no aporta nada para facilitar la integración en un
mundo donde todos dan y reciben, ni para pensar cuáles son hoy las cuestiones
específicas donde un interés de la comunidad nacional debe ser defendido.
Tampoco la soberanía política es hoy un valor absoluto, como
lo fue en el pasado. Desde la creación de las Naciones Unidas, esta idea es
revisada y matizada por quienes quieren construir instituciones y regulaciones
supraestatales, una empresa tan noble como llena de dificultades. Para quienes
vivimos en la Argentina, la cuestión de la soberanía estatal tiene una
dimensión más acuciante, pues nuestro Estado de Derecho retrocede ante
gobiernos arbitrarios, que arrasan con todo lo que los limita. Ante estos
avances, las limitaciones y controles internacionales, que el gobierno actual
desafía en nombre de la soberanía, constituyen el último recurso de quienes no
encuentran amparo en la justicia local. Esto incluye a la Corte de La Haya o a
la de Costa Rica, y hasta al modesto juez de Nueva York, que desconoce nuestros
folklóricos usos de la justicia.
Todas estas cuestiones sobre la soberanía, que debemos
discutir, derivan de la idea de nación. ¿Qué es la nación? No tenemos un
conocimiento directo y experiencial. Creemos en ella, afirmamos que es de una
cierta manera y construimos representaciones, con palabras o símbolos. Pero a
diferencia de una religión, no hay un texto sagrado que consagre una verdad al
que remitirse. Se trata de una cuestión opinable, que es de la más alta
importancia. Por ejemplo, algunos creen en una nación plural y diversa,
tolerante e institucional, y otros, con igual convicción, en una nación
homogénea y unida, que se expresa en un liderazgo fuerte.
Esta segunda creencia ha predominado en la Argentina en el
siglo XX. En ella confluyeron las ideas del nacionalismo, la Iglesia
integrista, las Fuerzas Armadas y los movimientos nacionales y populares. Todos
coincidieron en que cada uno de ellos representaba a la nación unida y
soberana, y que fuera de ella solo había enemigos, externos e internos,
consagrados a conspirar contra la nación. Algo de eso decía Rosas en 1845,
cuando convirtió la defensa de intereses sectoriales en una gesta nacional, en
la que estaba en juego la soberanía. Es lo mismo que hace el gobierno actual,
apelando a la unidad, sobreactuando sus conflictos con parecida intensidad, y
con mucha menos preocupación por la coincidencia entre sus dichos y sus
prácticas reales.
© La Nación
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