Por Guillermo Piro |
Dicen que para ser científico hay que tener vocación e
ingenio, y si es posible, trabajar en un importante centro de investigación
rodeado de un ambiente intelectual rico, estimulante y de vanguardia. La mayor
parte de los descubrimientos provienen de estos lugares, donde los verdaderos
grandes estudiosos se eligen, se invitan, se intercambian noticias e
informaciones, discuten, polemizan, se hacen mutuamente los cuernos y hasta en
algunos casos llegan a asesinarse. Bien, nada de eso es cierto.
Recientemente,
un importante descubrimiento tuvo como escenario una modestísima universidad de
Estados Unidos. El profesor de Botánica Aplicada Richard Hamilton se encontró
un día –una tarde, para ser más precisos– discutiendo con el alumnado sobre la
creencia enormemente difundida acerca de que a las plantas, para que crezcan
bellas y lozanas, hay que hablarles. Ya se sabe, la creencia de que podemos
comunicarnos con las plantas, que reciben la información sensitiva que les
enviamos y que por tanto pueden reaccionar ante ella. Para acabar de una vez
por todas con las falsas creencias, o para ratificar la existencia de un
aparato de percepción sensitiva en las plantas, el profesor Hamilton propuso
realizar el siguiente experimento. En el pasillo de entrada de la universidad,
bajo idénticas condiciones de luz, humedad y temperatura, hizo poner dos
plantas idénticas (dos diefembaquias), muy cerca una de la otra, en idénticas
macetas, con un cartel que rezaba “Soy linda”, en un caso, y “Soy fea” en el
otro. Hamilton pidió a sus alumnos (e hizo extensiva la colaboración de todos
los asistentes a los cursos en la universidad) que cada vez que pasaran delante
de ellas se detuvieran un instante y les hablaran a las plantas respetando la
consigna del cartel, es decir, diciéndole de todas las maneras posibles (y en
cualquier lengua), a una, que era bella y lozana, y a la otra, que era fea y
despreciable. Al cabo de un mes la planta “bella” lucía extraordinariamente
saludable, mientras que la otra se había secado irremediablemente.
Los escritores reaccionan de manera bastante parecida ante
estímulos semejantes. Pongan dos escritores igualmente malos, en lo posible
argentinos, uno cerca del otro en iguales condiciones de luz, humedad y
temperatura, y cada vez que pasen delante de ellos díganle a uno que escribe
muy bien, que es el mejor representante de la joven narrativa y que esperan
ansiosos la salida de su próximo trabajo. Al otro, en cambio, díganle la
verdad, que debería dedicarse a otra cosa, que lo suyo es ilegible y que su carencia
de imaginación y estilo no sobrepasa la de una liendre, y verán que al cabo de
un mes exacto el primero estará lozano y el segundo padecerá una depresión
lindante al suicidio de la que no lo sacará ni un premio imprevisto o la
invitación a un programa televisivo. Con lo cual queda demostrado que los
escritores son receptivos a la información sensitiva que les enviamos y que por
tanto pueden reaccionar ante ella.
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