miércoles, 12 de noviembre de 2014

Hablar con los escritores

Por Guillermo Piro
Dicen que para ser científico hay que tener vocación e ingenio, y si es posible, trabajar en un importante centro de investigación rodeado de un ambiente intelectual rico, estimulante y de vanguardia. La mayor parte de los descubrimientos provienen de estos lugares, donde los verdaderos grandes estudiosos se eligen, se invitan, se intercambian noticias e informaciones, discuten, polemizan, se hacen mutuamente los cuernos y hasta en algunos casos llegan a asesinarse. Bien, nada de eso es cierto.
Recientemente, un importante descubrimiento tuvo como escenario una modestísima universidad de Estados Unidos. El profesor de Botánica Aplicada Richard Hamilton se encontró un día –una tarde, para ser más precisos– discutiendo con el alumnado sobre la creencia enormemente difundida acerca de que a las plantas, para que crezcan bellas y lozanas, hay que hablarles. Ya se sabe, la creencia de que podemos comunicarnos con las plantas, que reciben la información sensitiva que les enviamos y que por tanto pueden reaccionar ante ella. Para acabar de una vez por todas con las falsas creencias, o para ratificar la existencia de un aparato de percepción sensitiva en las plantas, el profesor Hamilton propuso realizar el siguiente experimento. En el pasillo de entrada de la universidad, bajo idénticas condiciones de luz, humedad y temperatura, hizo poner dos plantas idénticas (dos diefembaquias), muy cerca una de la otra, en idénticas macetas, con un cartel que rezaba “Soy linda”, en un caso, y “Soy fea” en el otro. Hamilton pidió a sus alumnos (e hizo extensiva la colaboración de todos los asistentes a los cursos en la universidad) que cada vez que pasaran delante de ellas se detuvieran un instante y les hablaran a las plantas respetando la consigna del cartel, es decir, diciéndole de todas las maneras posibles (y en cualquier lengua), a una, que era bella y lozana, y a la otra, que era fea y despreciable. Al cabo de un mes la planta “bella” lucía extraordinariamente saludable, mientras que la otra se había secado irremediablemente.

Los escritores reaccionan de manera bastante parecida ante estímulos semejantes. Pongan dos escritores igualmente malos, en lo posible argentinos, uno cerca del otro en iguales condiciones de luz, humedad y temperatura, y cada vez que pasen delante de ellos díganle a uno que escribe muy bien, que es el mejor representante de la joven narrativa y que esperan ansiosos la salida de su próximo trabajo. Al otro, en cambio, díganle la verdad, que debería dedicarse a otra cosa, que lo suyo es ilegible y que su carencia de imaginación y estilo no sobrepasa la de una liendre, y verán que al cabo de un mes exacto el primero estará lozano y el segundo padecerá una depresión lindante al suicidio de la que no lo sacará ni un premio imprevisto o la invitación a un programa televisivo. Con lo cual queda demostrado que los escritores son receptivos a la información sensitiva que les enviamos y que por tanto pueden reaccionar ante ella.

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