Por Carlos Gabetta (*) |
Al escribirse estas líneas, el viernes 31, el mundo entero
esperaba la decisión final de Brittany Maynard, la joven estadounidense
afectada de un cáncer cerebral terminal. Había anunciado que se suicidaría
legalmente el 1º de noviembre, luego de visitar el Cañón del Colorado y
festejar el cumpleaños de su marido, aunque también dejó entrever que podría
postergarlo “hasta que ya no pueda manejar mi vida”.
El caso es muy conocido. El diagnóstico médico concluyó que
a Brittany le quedan unos pocos meses, durante los que irá perdiendo la
conciencia del mundo exterior, su cuerpo se deformará y sufrirá dolores
atroces. Una larga, cruel y humillante agonía. De modo que Brittany se decidió
por la eutanasia (del griego “buen morir”), prestándose para una campaña de las
asociaciones que bregan por ese derecho, reconocido en sólo cinco estados de su
país.
Las polémicas que el caso ha provocado, expandidas por
internet (https://www.youtube.com/watch?v=W0eVum0weKg), no han hecho sino
actualizar y globalizar un viejo y nada banal asunto, nunca resuelto del todo.
Los antiguos, desde los galos, celtas, vikingos y nórdicos, pasando por los
chinos hasta Grecia y el Imperio Romano, aceptaban o no condenaban el suicidio.
Lo justificaban en diversas circunstancias, como vejez, viudez, desamparo o
mala salud. También por cuestiones de honor, lealtad, una muerte vergonzosa y,
en la India, por razones litúrgicas o religiosas. Despreciaban en cambio el
suicidio sin una causa aparente o por cobardía. Con los matices del caso, los
filósofos estoicos, pitagóricos, epicúreos, platónicos y aristotélicos lo
consideraron justificable.
Hasta que se impusieron las religiones monoteístas y la idea
de que, si hay un Dios que decide sobre la vida y la muerte, quitarse la vida
resulta en pecado mortal. Un absurdo para la razón dado que, si Dios todo lo
decide, por qué no considerar que los seres que por diversas razones se quitan
la vida lo hacen por Su decisión, ya que si así no fuese, no podrían ejecutar
el acto. Reflexión que en última instancia valdría para cualquier crimen,
excusándolo ante las leyes terrenales. En cualquier caso, los miles de millones
de seres que adoptaron esos preceptos instalaron la opinión contraria al
suicidio y hasta consiguieron que las leyes les dieran la razón.
Y aquí estamos. Para la civilización, se trata de legislar
sobre un momento supremo del concepto de libertad: aquel en que un sujeto, por
razones atendibles, reclama ejercer pleno derecho sobre su propia vida.
Brittany es el caso, entre tantísimos, de alguien que en brevísimo plazo morirá
inevitablemente. Esa vida ha escapado por completo al control de la sociedad,
pero no al de la propia Brittany, que sólo tiene una opción: elegir el modo de
morir. Su último acto de decisión propia, de humano ser viviente.
En el fondo, la discusión gira sobre sí misma, ya que si
ninguna ley o precepto puede detener a un suicida decidido, ya sea creyente,
agnóstico o ateo, cada cual arramblará las consecuencias de su actitud. Y
puesto que todos acabarán por morir, vaya uno a saber luego si unos y otros han
ido a parar al infierno, al paraíso o a la pura nada.
El punto es, entonces, cómo vive cada uno su propia muerte;
no en abstracto, sino cuando le toca. Cuando al viejo Heráclito le preguntaron
cómo estaba, respondió: “Aquí, viviendo mi muerte y muriendo mi vida”. Más
cerca en el tiempo y entre nosotros, el médico, psicoanalista y militante
social Fernando Ulloa, en sus últimos días y totalmente consciente de la
inminencia de su muerte, respondió a un amigo, que le pedía que se cuidara, que
dejase de trabajar en un nuevo libro: “Querido, para morirse hay que estar
vivo”.
Cualquiera sea la actitud ante la muerte, lo civilizado es
entender y respetar en cada cual ese momento único, el más íntimo que pueda
imaginarse, de reflexión sobre el sentido de la vida. Algo así como mirarse por
única vez en un espejo interior al que ningún otro puede asomarse.
(*) Periodista y
escritor.
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