El escenario de fin de ciclo kirchnerista frente a los
resultados electorales
de los países vecinos.
Por James Neilson (*) |
Los kirchneristas quieren creerse militantes de un gran
movimiento latinoamericano que lucha por liberar la región del imperialismo
yanqui, el capitalismo y otros flagelos de origen foráneo que, a su juicio, son
ajenos al ser regional. Para los soldados de Cristina, los triunfos electorales
anotados últimamente por los compañeros Dilma, Evo y Michelle, además de la
probabilidad de que el 30 de noviembre los emule Tabaré, confirman que los
vientos siguen soplando a favor de los buenos y en contra de los malos, o sea,
de aquellos “poderes concentrados” que harían cualquier cosa para mantener
esclavizada a la gente, razón por la cual se sienten con derecho a festejar los
logros de sus presuntos correligionarios como si fueran propios.
Dicen los kirchneristas más entusiastas que, de no ser por
aquella constitución liberal que lo impide, Cristina ganaría las próximas
elecciones presidenciales, y las siguientes, ya que nada podrá frenar la marcha
de los latinoamericanos hacia un futuro más inclusivo y más popular. Hablan así
porque saben que no habrá posibilidad alguna de una re-reelección, de suerte
que las palabras en tal sentido sólo sirven para molestar a los muchos que
aguardan, con una mezcla de impaciencia e inquietud, el final de una aventura
populista que amenaza con dejar al país vaciado, terriblemente empobrecido y
agobiado por deudas impagables.
La prolongación ad infinitum de la hegemonía kirchnerista es
una ilusión, claro está. También lo es suponer que el oficialismo local se ve
reflejado en los espejos vecinos. A quienes gobiernan Brasil, Chile y Uruguay,
les horrorizaría que sus compatriotas los supusieran afines a los
kirchneristas. Puede que el chavista Nicolás Maduro, el hombre del pajarito
mágico y las declaraciones descabelladas que se cree rodeado de conspiradores
siniestros, se ufane de contar con la aprobación de Cristina, pero extrañaría
que a Evo le gustara ser comparado con la señora: si bien el boliviano habla
como un rebelde contra todo lo extranjero y, para subrayar sus sentimientos
indigenistas, quiere que en su feudo los relojes giren al revés, ha manejado la
pequeña economía de su país con un grado de parsimonia que sería digno de un
calvinista suizo; no sorprendería que, dentro de un año, las reservas de Bolivia
superaran a las de la Argentina, lo que sería una hazaña histórica.
Fuera de los cenáculos kirchneristas, es rutinario
distinguir entre el progresismo sensato, el de Chile, Brasil y Uruguay, por un
lado y, bien por el otro, la variante loca protagonizada por Venezuela y la
Argentina, dos países que están corriendo jubilosamente hacia el abismo. Lo
mismo que los social demócratas de Europa, los centroizquierdistas chilenos,
brasileños y uruguayos entienden que les convendría procurar colaborar con “los
mercados”, ya que la alternativa sería más pobreza para todos salvo los
integrantes de una elite reducida que, si bien incluiría a muchos profesionales
de la política, les parecería injusta. En cambio, sus putativos
correligionarios venezolanos y argentinos no quieren saber nada de los malditos
mercados que, aseguran, están infestados de golpistas, oligarcas y otras
bestias inmundas. En ambos países, los militantes progre están librando una
guerra sin cuartel contra los números; una guerra que, desgraciadamente para
los pobres y lo que todavía queda de la clase media, están ganando.
Aunque la izquierda light ha logrado renovar sus
credenciales en Brasil, donde Dilma Rousseff se impuso por un margen muy
estrecho al retador Aécio Neves, y se prevé que en Uruguay Tabaré Vázquez
derrote en el ballottage a Luis Lacalle Pou que, de todos modos, jura que no
pensaría en privar a los pobres de nada, en adelante los gobiernos de nuestros
vecinos tendrán que pactar con la mitad del electorado que, a juzgar por los resultados
de la primera vuelta, preferiría algo un tanto distinto. Cuando los “mercados”
brasileños reaccionaron con despecho frente a su triunfo, Dilma contestó
asegurando que privilegiaría el diálogo “con todos los sectores” y
comprometiéndose a tomar muy en serio los reclamos de que haga lo necesario
para que la economía recupere el dinamismo perdido. Asimismo, el casi
presidente electo Tabaré comprende que sería peor que inútil tratar a sus
adversarios como enemigos. Un demócrata cabal, sabe que su país es una empresa
colectiva y que por lo tanto le corresponde respetar a todos los opositores,
con la eventual excepción de los extremistas irremediables.
Sea como fuere, para Dilma y Tabaré los años próximos no
serán tan fáciles como los que fueron dominados por el boom de las commodities,
aquel “viento de cola” que, al proporcionar ingresos abultados a países dotados
de recursos naturales abundantes, permitió que los gobiernos emprendieran
programas sociales generosos sin tener que preocuparse demasiado por los
costos. En términos humanitarios, dichos programas han sido exitosos. Se estima
que, gracias a ellos, en Brasil 40 millones de personas se vieron incorporadas
a la clase media. Sin embargo, para mantenerlos con el viento en contra, sería
necesario que los así beneficiados consiguieran hacer un aporte económico
positivo. Algunos sí estarán en condiciones de contribuir a la parte más
moderna de la economía, pero otros continuarán dependiendo de los subsidios a
los que se han acostumbrado y que, como siempre sucede, toman por un derecho
adquirido.
En Brasil, las zonas socioeconómicas más avanzadas, como el
estado de San Pablo, que tiene una población que es equivalente a aquella de la
Argentina y un producto bruto que es mayor, votaron por Aécio, pero en el norte
atrasado Dilma triunfó con comodidad abrumadora. El temor a perder lo
conseguido resultó ser un poco más poderoso que la conciencia de que, para
seguir desarrollándose a un ritmo satisfactorio, Brasil tendría que adaptarse a
circunstancias cada vez más más exigentes, más “neoliberales”, que las
imperantes hasta hace algunos años. Se trataba, pues, de una victoria
conservadora en que los contrarios al cambio lograron mantener a raya las
reformas propuestas por Aécio y sus simpatizantes.
Si todo dependiera de la voluntad mayoritaria, los asustados
por la idea de que Brasil necesite cambiar para hacerse más “competitivo”
podrían dormir tranquilos, pero, como Dilma misma sabe muy bien, el asunto no
es tan sencillo. A menos que la economía despierte de su letargo, los
brasileños tendrían que resignarse a un futuro decididamente mediocre muy
distinto del vaticinado por los profetas del destino manifiesto nacional.
Por lo demás, por izquierdista que sea el Gobierno, para no
verse constreñido a desmantelar algunos programas sociales y modificar otros,
le será preciso contar con más recursos financieros que los derivados de la
venta a China de materias primas y productos agrícolas. Si resultan estar en lo
cierto los agoreros que pronostican que en adelante los chinos compren menos,
Brasil estará entre los países más perjudicados. Huelga decir que los
resultados electorales no pusieron fin al debate en torno a la mejor forma de
afrontar el desafío planteado por la evolución de la economía internacional. Si
bien las huestes del Partido de los Trabajadores encabezadas por Dilma ganaron
en las urnas, la oposición logró instalar la convicción de que algunos cambios
sustanciales sí serán imprescindibles.
La situación es parecida en Uruguay y Chile. Las diferencias
entre los movimientos de centro-izquierda y centro-derecha que disputan la
primacía no son tan grandes como procuran hacer pensar los dirigentes
políticos, para no hablar de los militantes esforzados que viven en un mundo
blanco y negro sin demasiados matices. Si andando el tiempo regresa “la
derecha” al poder, a lo sumo eliminaría algunos programas claramente
clientelistas y trataría de mejorar el clima de negocios con el propósito de
seducir a más inversores. El consenso en tales países se caracteriza por el
pragmatismo; escasean los tentados por la idea de un fracaso principista que
tanto fascina a los kirchneristas y sus conmilitones tropicales. A juzgar por
los resultados de su gestión, hasta Evo tiene más en común con su homólogo
uruguayo José “Pepe” Mujica, un mandatario que se ha hecho mundialmente célebre
por su locuacidad pero que ha gobernado con realismo, que con Cristina y su
amigo chavista, Maduro.
En la Argentina y Venezuela, países cuyos gobernantes
actuales han jugado a todo o nada, no puede haber consenso. Aun cuando los
eventuales sucesores de Cristina y Maduro apostaran a cierta continuidad para
no alarmar a los pasajeramente beneficiados por la largueza populista, no les
sería dado seguir por el mismo rumbo. Felizmente para Brasil, Uruguay, Chile y
Bolivia, es de prever que los problemas que enfrentarán sus gobernantes en los
años próximos sean mucho menos angustiantes que los que aguardan a los
mandatarios futuros de la Argentina y Venezuela. Puesto que ya se han agotado
los recursos, podrían tratar de hacer menos dolorosa la miseria multitudinaria
organizando protestas callejeras y gritando insultos contra los hipotéticos
responsables del desastre descomunal que los venezolanos ya están viviendo y
que podría estar por experimentar la Argentina. No serviría para nada, pero
para gobiernos que, por un rato acaso muy largo, sólo podrán repartir
sacrificios, no habrá muchas alternativas.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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