Por Alberto Salcedo
Ramos
Hay alimentos para pobres, como el guarapo de panela, y
alimentos para ricos, como el salmón al ajillo.
Otros se dejan comer tanto en
la casucha como en el palacete. Es el caso de la empanada.
La empanada es generosa. Llega a las manos del indigente, al
regazo de la vendedora ambulante, a la fiambrera del albañil, al banquete del
empresario, al plato del sibarita, al mantel del gobernante.
Los alimentos, además, tienen sus nacionalidades: el chivito
es uruguayo, la reina pepiada es venezolana, los raviolis son italianos, el
taco al pastor es mexicano, el gazpacho es español, y así.
La empanada no tiene nacionalidad: es de todos esos países y
de ninguno en particular. Es chilena, es argentina, es colombiana, es panameña,
es griega, es rusa, es paraguaya, es ecuatoriana, es peruana, es cubana.
Puede que en un lugar la rellenen con picadillo de verduras,
y en otro, con carne molida; puede que algunos pueblos la preparen con masa de
maíz y otros, con harina de trigo. Pero la empanada siempre es única aunque sea
distinta, un bocadillo universal que no conoce fronteras.
En estos tiempos ruines se han agrandado las brechas entre
pobres y ricos. Según el Programa Mundial de Alimentos, el mundo tiene 842
millones de habitantes que carecen de lo suficiente para comer. Y según la ONG
Intermón Oxfam, el 1% de las familias del planeta poseen el 46% de la riqueza
mundial.
Los menesterosos comen cuando pueden, simplemente para
sobrevivir. Los millonarios comen aunque no tengan hambre, y han convertido el
acto de comer en un placer cada vez más suntuoso. Gracias a semejante dislate,
los restaurantes caros son ahora más abundantes que las iglesias.
En esos restaurantes, según me contó el chef Sumito Estévez,
se desperdicia el 32% de los alimentos que se cuecen diariamente, bien sea
porque las raciones son excesivas o porque se emplean muchas provisiones con
fines meramente estéticos.
La alta cocina es hoy un lujo sofisticado. Algunos platos no
parecen salidos del fogón de un cocinero sino del cuadro de un pintor: son más bonitos
que sabrosos. Uno no sabe si comérselos o llevarlos a una marquetería.
La empanada siempre estará a salvo de tales artificios
porque es auténtica. Es cocinada por la abuelita que ya crió a sus hijos y
ahora quiere malcriar a sus nietos, es amasada por la fritanguera de brazos
rollizos que nos vio crecer en el barrio.
El hombre primitivo comía para llenarse el estómago. Empezó
a comer con el alma cuando descubrió el fuego y se puso a fusionar los
alimentos. Luego aprendió, por fin, a comer con la inteligencia: fue cuando
entendió que no todos los víveres son compatibles.
La masa y su relleno lo son, y por eso las empanadas nos
resultan tan naturales aunque sean producto de una invención.
Mi tía Fanny come empanadas, mi vecino Asdrúval come empanadas,
yo como empanadas. Los tres sabemos que su grasa podría taponarnos las
arterias, pero también desconfiamos profundamente de todo aquello que no nos
mata.
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