Por Arturo Pérez-Reverte |
Cada mañana desde hace diez o doce años, poco antes de las
nueve, un hombre solitario se detiene ante la barandilla al pie del obelisco
egipcio, frente al palacio de Montecitorio, en Roma, a cincuenta pasos de la
entrada principal del edificio que alberga el Parlamento italiano. Es un
individuo de pelo gris que ya escasea un poco, al que he visto envejecer, pues
con frecuencia paso por ahí a esa hora cuando me encuentro en esta ciudad,
camino del bar donde desayuno en la plaza del Panteón.
Da lo mismo que sea
invierno o verano, que haga sol o que llueva: apenas hay día en que no
aparezca. Siempre va razonablemente vestido, con aspecto de empleado, o de
funcionario. Más bien informal. Y lleva siempre una pequeña mochila, o una
cartera colgada del hombro. En eso ha ido cambiando, porque ahora lo veo más
con la cartera. El procedimiento es rutinario, idéntico cada día. Se detiene
ante la barandilla, frente a la fachada del palacio -supongo que camino del
trabajo-, saca un papel doblado que despliega con parsimonia, y con una voz
sonora y educada utiliza el papel como guión o referencia de citas para el
discurso que viene a continuación, diez o doce minutos de oratoria impecable,
bien hilada. Un breve discurso diario, allí solo, bajo el obelisco, ante la
fachada muda del Parlamento.
A veces me detengo a cierta distancia, por no molestarlo, y
escucho atento. El discurso no suele ser gran cosa, y a menudo repite
conceptos. No insulta, no es agresivo. Por lo general se trata de una especie
de reprensión moral en la que menciona artículos de la Constitución o critica,
casi siempre de modo general, situaciones concretas de la política italiana.
Cosas del tipo «Todo gobernante debe asegurar el derecho al trabajo de los
ciudadanos», o «La corrupción política no es sino el reflejo de la corrupción
moral de una sociedad enferma y a menudo cómplice». De vez en cuando desliza
asuntos personales, injusticias de las que es o ha sido objeto, aunque sin
alejarse nunca del interés común, del enfoque amplio. Siempre es educado,
coherente y sensato. No parece el suyo discurso de un loco, ni expresión
patológica desaforada de una obsesión. Parece sólo un ciudadano que lleva diez
o doce años dolido por lo que ocurre ante sus ojos, y que cada mañana acude
ante el lugar que considera eje principal de esos males, a denunciarlo en voz
alta, con palabras mesuradas y sensatas.
Lo que cada día convierte la escena en conmovedora es que
ese hombre está solo. El lugar, frente a Montecitorio, es escenario habitual de
protestas ciudadanas, y a menudo hay carteles reivindicativos; o algo más
tarde, a la hora de entrada de los diputados, se reúnen cámaras de televisión y
ruidosos grupos de manifestantes que abuchean o vocean consignas. Sin embargo,
a la hora en que nuestro hombre se presenta no hay nadie. Sólo un par de carabinieri que pasean aburridos por la
plaza desierta y algún turista que se asoma, curioso, por la ventana de un hotel
próximo. Y es allí, en aquella soledad, ante la puerta vacía del Parlamento,
donde se alza esa voz serena y desafiante, pronunciando palabras que suenan
clásicas y hermosas: reprensiones morales, llamados a la conciencia, sentencias
que todo ciudadano honrado, todo político decente, deberían tener por su
evangelio. Y después, cada vez, acabado el discurso, nuestro hombre dobla
despacio el papel, lo guarda en la cartera y se va dignamente, en silencio.
Mesurado como un ciudadano de la antigua Roma.
Cada vez, viéndolo marcharse con tan admirable continente,
no puedo evitar pensar en los otros: sus ilustres antecesores. Pensar en los
Gracos, en Cicerón pronunciando ante el Senado su inmortal «Quousque tandem abutere, Catilina, patienta nostra». En Bruto,
Casio y los que ensangrentaron la túnica de César. En los hombres flacos de
sueño inquieto de los que hablaba Shakespeare, cuyos ojos abiertos los hacen
incómodos para los tiranos y los canallas. En los hombres justos de aquella
Roma republicana, embellecida por la Historia, pero cuyos ejemplos formales
tanto influyeron en el mundo, en los derechos y libertades de los hombres que
supieron regirse a sí mismos. En la conciencia moral, superior hasta en las
actitudes -y quizá superior, precisamente, a causa de ellas-, que tanto sigue
necesitando esta Europa miserable y analfabeta, este compadreo de golfos
oportunistas que nos desgobierna y del que también somos responsables, pues de
entre nosotros mismos, de nuestra desidia e incultura, han nacido. En el consuelo
casi analgésico de escuchar cada mañana, todavía, la voz serena de un último
romano.
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