Por Natalio Botana |
La democracia no está bien en el mundo. Para desilusión de
los autoritarios, no se trata de una crisis terminal, sino más bien de un
decaimiento prolongado con respecto a cuatro valores centrales.
Primero, los éxitos derivados del crecimiento económico de
las últimas décadas se centran en el ascenso vertiginoso de China, en lugar de
hacerlo, como era habitual, en el cuadrante occidental.
En segundo lugar, la
democracia ha perdido capacidad para respaldar una legitimidad de resultados;
vale decir, la aptitud de un régimen que impulsa el crecimiento económico, el
pleno empleo y la movilidad social, que obtiene sólidos resultados fiscales y,
con todo eso, garantiza la vigencia de los derechos civiles, políticos y
sociales. Esta nueva forma de declinación, vinculada también a la esclerosis
demográfica, es ostensible en muchos países europeos, en particular en los más
cercanos a nosotros (España, Italia y Francia), que no pueden superar un
estancamiento económico que ya lleva más de un lustro de duración y que, por
otra parte, pone en tela de juicio el gran proyecto civilizatorio de la Unión
Europea.
En tercer lugar, esta arremetida de la economía contra las
instituciones políticas está provocando en Europa una crisis de representación
que conlleva un renacimiento del nacionalismo con sus reivindicaciones de
independencia -por ejemplo ahora en Cataluña, antes en Escocia- e impugnaciones
a la Unión Europea. Es un repliegue hacia el localismo y, en su forma extrema,
hacia una suerte de hartazgo tribal a causa de la distancia e indiferencia con
que operan las instituciones supranacionales y los mismos Estados nacionales en
relación con las demandas concretas de la ciudadanía (en particular, de los
jóvenes). Salvo las excepciones de los países escandinavos, de Alemania y de
algunos pocos casos más, los partidos tradicionales, que transformaron el
escenario europeo de muerte y destrucción en un oasis de "paz perpetua",
no son ya lo que eran en medio de la crisis económica y de la fáustica
transformación tecnológica que nos envuelve.
Como si esto fuera poco, de la mano de sucesivos escándalos
de corrupción, a la fatiga en cuanto a los resultados de las democracias la
acompaña un apagón de su tonalidad ética con su secuela de descreimiento y de
adhesión a los cantos de sirena de los nuevos populismos forjados en el seno de
las redes sociales (cualquiera que sea la orientación ideológica de esos
liderazgos iracundos que hacen manifiesta una sorda indignación colectiva con
el statu quo). En una clave inesperada, si nos atenemos a la larga experiencia
que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial, la agresiva reparación
del populismo en Europa nos lo muestra como lo que es, como un bastardo
producto del desconcierto predominante acerca de los principios de la ética
pública, de las concepciones del rendimiento económico con justicia y de los
sentimientos de proximidad e identidad que, en democracias bien implantadas, deberían
vincular a gobernantes y gobernados. Hoy ya no lo hacen.
En cuarto lugar, las dudas e incertidumbres con respecto a
la representación política y a los partidos que deberían mediar entre el Estado
y la ciudadanía están erosionando las bases de un consenso que, con mucho
esfuerzo, se fue estableciendo en los países centrales en el curso de las
últimas décadas. Este mínimo de concordia provenía del hecho de que los
partidos, desde la izquierda y la derecha, concurrían merced a un
comportamiento moderado hacia un espacio de centro en cuyo seno se pactaban
políticas y se apoyaban decisiones cruciales.
Gracias a ese consenso, el régimen presidencialista de los
Estados Unidos, que nosotros en parte heredamos, pudo funcionar sin
alteraciones bruscas aun en las circunstancias de "gobiernos
divididos" (situaciones en las cuales un partido controla la presidencia y
el Congreso permanece en manos de la oposición). Esta atmósfera está
actualmente nublada porque ambos partidos, el Demócrata y el Republicano, se han
fugado hacia los extremos en lugar de moverse hacia el centro.
Si bien los Estados Unidos han navegado la crisis financiera
con mucha más pericia que los europeos debido a la soberanía monetaria que
ellos ejercen (mientras los europeos la han delegado en el euro), a la
confianza planetaria en el dólar y al impactante aumento de productividad de su
economía inducido por la innovación tecnológica, esta fractura del tradicional
consenso de la política norteamericana ha prendido luces de alarma en la opinión
internacional. The Economist, por
ejemplo, ya no habla de "gobierno dividido", sino de "gobierno
quebrado". Obama es, en este sentido, una paradoja viviente: la
presidencia histórica que introdujo en el más alto cargo de la Casa Blanca el
color de los esclavos que la construyeron no pudo hasta este momento suturar el
sistema de partidos y reconstruir el consenso perdido.
Como suele ocurrir en nuestro país, estos comentarios pueden
sonar a eco lejano mientras nos ocupamos de la salud física y judicial de los
que mandan, de las denuncias furibundas que embisten contra todo, de la erosión
de la moneda y de la expansión de la inseguridad, del crimen organizado y del
desempleo (esto es lo que crece, y no la economía). Sin embargo, estas
carencias no son más que síntomas de un malestar más profundo hacia la forma en
que nos gobernamos y practicamos la democracia. El populismo está condenado al
fracaso, lo cual no significa que sepamos reemplazarlo con alternativas
viables.
Aunque se empeñe en replegarse sobre sí misma, la Argentina
está inmersa en el mundo y, al recibir las ráfagas del clima de la época en que
nos toca vivir -una mutación histórica de alcance imprevisible-, hacemos aún
más evidentes los graves desajustes en la economía, las falencias en la representación
política que no cesan desde hace ya más de una década, y la incompetencia de
los partidos para cimentar las bases del consenso en lugar de abonar
constantemente la confrontación. El apetito por confrontar proviene sin duda
del oficialismo, pero también radica en algunos personajes regeneracionistas
ubicados en los rangos de la oposición. Eso sí: nos consolamos apostando a
favor de una relación especial con China, la superpotencia al mismo tiempo
milenaria y novedosa, cuyo perfil imperialista todavía es difuso y, por tanto,
difícil de columbrar debido a que su proyección geopolítica recién comienza.
Si nos preguntáramos cómo contener estas corrientes
negativas, que se esparcen por el mundo, podríamos concluir que prevalecerán
los países con macroeconomías responsables y con partidos fuertes y
convergentes. Cultivando su propia inutilidad, la Argentina sigue
desperdiciando estos factores del buen gobierno democrático.
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