El cristinismo se
juega todo a evitar la segunda vuelta, mientras que la oposición se debate
entre unidos o dominados.
Por Roberto García |
La segunda vuelta debe ser la primera. Hay que jugar todo
en la primera ronda; será difícil ganar en la segunda. Este criterio, basado en
las encuestas de cualquier origen y pago, expresa el interés cristinista para
los comicios generales del año próximo: alcanzar la presidencia de nuevo, aun
para el no deseado Daniel Scioli, gracias
al enjuague constitucional que amañaron Alfonsín y Menem en el ’94, que
habilita la llegada a la Casa Rosada en la primera vuelta electoral con sólo el
40% de los votos y una diferencia de diez puntos por lo menos con el segundo
aspirante.
Un singular condicionante con dos décadas de historia aún ignorado
para una amplia mayoría que concurre a las urnas bajo el espíritu de que el
futuro mandatario requiere el 50% más uno de las voluntades. Según los sondeos, la
conjunción oficialista podría primerear y eventualmente acceder a ese piso de
40% en la primera vuelta –en el Gobierno lo descuentan con optimismo
adolescente–, pero también reconocen que mejorar ese porcentaje para la segunda
instancia sería arduo, quizás imposible. Por lo tanto, la primera vuelta debe
ser la segunda para Cristina & Cía en la extensión de su dominio y, quizás,
para que los menos sean más.
No es lo único que exige esta desnaturalización previa del ballottage.
Aparte del 40%, demanda que en la primera vuelta se fragmente la oposición con
tanto esmero que el segundo candidato nunca se acerque a menos de diez puntos
del primero (con la fotografía actual, dicen, hoy podría registrarse esa
situación). Por lo tanto, habrá estrategias divergentes entre los tres
candidatos con posibilidades más ciertas, juicio fundado en la capacidad
financiera del trío para sostener una campaña presidencial que nadie cotiza por
debajo de los 60 millones de dólares. Por un lado, el combo cristinista de
Scioli apuntará a una mayor disgregación de las fuerzas opositoras, a que
se presente “una multitud de voces” como si vocearan la obsoleta Ley de Medios,
mientras Sergio Massa y Mauricio Macri avanzan
hacia composiciones políticas más amplias y abiertas. Esas tendencias
obvias, desde que la segunda puede ser la primera, quizás no sean suficientes
de acuerdo con determinadas perspectivas. Ya no se trata de lograr más
adherentes para cada fracción y rebanarle poder al oficialismo (tarea en
exclusiva de Massa); quizás se busque otro tipo de entendimiento –comparable
con el que se planteó para las
elecciones del año pasado, cuando Scioli inesperadamente desertó al
final– si los dos contendientes entran en alerta y confiesan que su mayor
prioridad es frenar la continuidad cristinista. Frente a este cuadro
provisorio, volátil pero adverso, ¿conversan, se reúnen, cruzan emisarios,
negocian, o prefieren el propósito individual, la aventura intrépida? En
resumen, contemplan o no que los más sean los menos.
Si los chinos hablan de oportunidad ante la crisis, en la oposición
algunos dicen que llegó el momento de aprovechar esa condición ante la
posibilidad de que la segunda vuelta sea la primera, como desea el oficialismo.
Y, por lo tanto, la conveniencia de establecer acuerdos para agrupar un
continente alternativo que enfrente al Gobierno y, aunque tal vez no consiga
derrotarlo en la primera etapa, al menos disponga de una distancia necesaria
que no lo aparte constitucionalmente para la segunda, en la que –según la
coincidencia de encuestas– casi con seguridad podría ganar. Hoy son algunos
empresarios quienes más auspician esta nonata alternativa para enfrentar al
Gobierno. Con alguna simpleza característica, no lejos de la puerilidad. Piden,
como ocurrencia, que Massa y Macri vayan a una misma interna y en ella se
decida el destino de ambos, uno al estrellato y el otro al subterráneo, que
quien pierda acompañe. O que uno acepte ir a la vicepresidencia o a la
gobernación de Buenos Aires como premio consuelo o que, entre ellos, se
comprometan a un mecanismo para gobernar más cercanos que juntos y que uno
reemplace al otro cuando finalicen los cuatro años del primero.
La cultura dinástica de los Kirchner provoca ensoñaciones no sólo entre
gente inexperta. Estas iniciativas han comenzado a deambular entre los
dirigentes políticos, no son ignoradas. Se tropieza, claro, con la necesidad de
ubicar gente, figuras, compensar esfuerzos personales; por ahora no forman
parte del Estado, que alberga a cualquiera con méritos o no. En esa dificultad,
sin introducirse entre la primera y segunda vuelta, ingresan esta semana los
radicales: llevan más de seis meses demorando el acuerdo con Macri, dudando
entre contener o apartar propios (Margarita Stolbizer) y extraños (socialistas,
Pino Solanas). Incluso, la tardanza le facilitó el ingenio a Massa, que
comenzó a conquistarles personajes y territorio, de Tucumán a Jujuy o La Rioja.
Ahora, agitados entre otros por Elisa Carrió –curiosamente adherida a un
proyecto que desde las sombras empezó a alumbrar su detestado Enrique
Nosiglia–, se impone la entente por obligación, por temor a otros
desprendimientos. Si ésa es la urgencia, el atraso en las decisiones le agrega
otro requerimiento nuevo: cómo proceder ante la primera y la segunda vuelta,
para que la primera no sea negativa y determinante.
En esta variante superior de las rondas electorales, se incluye una
propuesta de imaginativa ingeniería y compleja resolución: sin que Massa y
Macri abandonen sus aspiraciones personales, algunos sugieren que se integren
en una coincidencia: el aporte común a un solo candidato en ciertos
distritos. Para reforzarse, para contar y controlar los votos, para impedir
que el cristinismo –sobre todo en la provincia de Buenos Aires– se haga tan
fuerte en la primera vuelta que no sea necesaria la segunda. La sola lectura
informativa de los diarios los guía: la Presidenta no sabe aún si se presentará
en la Provincia, pero su hijoMáximo (quien
no podría hacerlo, ya que ni nació ni vive allí, salvo cuando en su
adolescencia pasó un tiempo con su abuela en La Plata) ha empezado a desplegar
una acción con los intendentes prometiendo obras, lugares, fidelidad. Fácil de
advertir, entonces, que la oposición se interrogue sobre una fórmula
conciliada y única para la Provincia, una forma de ganar, empatar o perder por
escaso margen contra el Gobierno, recordando todos que en tiempos normales
–cuando ganó Cristina por primera vez– el voto bonaerense fue decisivo. No en
vano ese ejercicio de seducción siempre fue ejercido por Néstor Kirchner y
acompañado por la billetera estatal de Julio De Vido, al margen de asados
extenuantes y bien rociados. Y de las convicciones.
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