Lilita y la
Presidenta no sólo tienen en común su retórica extrema. El análisis
del porqué
del portazo.
Por Roberto García |
Cuando no está una,
aparece la otra. Así lamentan los políticos esas incursiones orales y
denigrantes que en ocasiones protagonizan Cristina de Kirchner y, esta semana,
Elisa Carrió, dos alborotadoras de la
actividad a quienes el universo masculino desearía aplicarles las normas de
la violencia de género. En rigor, los damnificados no saben cómo responder, sea
porque algunas imputaciones rozan la verosimilitud o debido a cierta
incapacidad propia de los hombres para enfrentar a las mujeres exageradas.
En esta ocasión, la diputada emprendió su raid frenético hasta
con aquellos que la acompañaban en un mismo espacio partidario (UNEN), colegas
y compañeros que repentinamente se volvieron enemigos públicos bajo la excusa de “salvar la República”.
Casi la antipatria, según la denunciante, versión o copia de otra mujer con los
mismos ejercicios. Un síntoma de la pérdida del centro inhibitorio, fenómeno
que se revela en ciertas figuras del poder y que más de una autoridad –no solo
médica, alguna casi celestial– también le endosa a Cristina. Además del
diagnóstico, dicen poseer el remedio: hay que cuidarlas, contenerlas, expresan.
No es la única semejanza entre ambas, sobre todo en su ira
contra aquellos que no piensan en determinado momento como ellas o que no advierten, desalmados, que ellas están
solas luchando contra el mundo cruel. Se computa un rosario presidencial
contra los destituyentes, lista interminable de agraviados y hasta quizá
culpables, casi como aquel período en que Lilita abrumó –gracias a Clarín, que fogoneaba la campaña por su
competencia de intereses contra el empresario Raúl Moneta –con las denuncias de
las “carpetas”, el poder hegemónico de ciertos bancos, la complicidad menemista
y la intervención de la Justicia y el Congreso de los Estados Unidos. Casi nada
de todo aquello quedó en el cedazo, ni alcanzó a una operación de emergencia
jurídica que evitó incluir entre los imputados al propio Néstor Kirchner, cuya
esposa integraba la misma comisión de Lilita y, por supuesto, no disfrutaba
entonces de la fama incordiosa que luego le transfirió Lázaro Báez. O
viceversa. Los lastimados, antes y ahora, no atinan con una respuesta, siempre
temerosos acuden inútilmente a profesionales de la asesoría, prefieren
esconderse y no polemizar, aguardan impávidos que pase el aguacero y, como
algunos esposos, apelan al “sí, querida” o al “como vos digas”. Destino común.
A pesar de que Lilita, a rivales característicos, les ha imputado dramáticas perversiones que
ensucian a sus familias, ni éstas han contestado. A Daniel Scioli, por
ejemplo, lo condenó por “recibir plata todos los fines de semana del jefe de la
Policía Bonaerense”, mientras que a Sergio Massa lo volvió a complicar por
“representar capitales de la droga”. Y a vecinos momentáneamente queridos hasta
hace unas horas los enchastró con furia letal: al socialista Hermes Binner
(“alberga al narcotráfico en Santa Fe” ) y a Julio Cobos, con quien hace un par
de meses compartió la presentación de un libro, le achacó no sólo ser un
traidor radical sino haber llegado a la vicepresidencia de la Nación, con
Cristina, gracias a los “aportes de los
traficantes de efedrina”. Cargos tanto o más desdorosos que los vertidos por
Cristina cuando alguna vez atacó a su presunto delfín, Scioli, o hace menos
de dos meses le atribuyó connivencia con la corrupción a su propio titular del
Banco Central, Juan Carlos Fábrega, provocando su dimisión.
Extraña sintonía entre las damas en sus airadas denuncias,
tanto como sus debilidades por jóvenes
prometedores, a quienes renuevan en sus preferencias, antes Carrió con
Alfonso Prat-Gay, Graciela Ocaña o Adrián Pérez, y Cristina con Amado Boudou o
José López. Tanto que, sin lucubrar con exceso, Axel Kicillof viene a ser para
la Presidenta lo que Martín Lousteau es ahora para Lilita. Una corte de
elegidos y abastecedores de sangre intelectual –en algunos casos– que
metafóricamente podrían incluirse en aquella graciosa anécdota protagonizada
por el irónico escritor Manuel Mujica Lainez: en una reunión social tropezó con
un amigo vergonzante que presentó al efebo que lo acompañaba como su “sobrino”,
a lo que replicó el autor de Bomarzo: “Sí, lo conozco, era mi sobrino el año
pasado”.
Tan semejantes entonces que, sin dudas, algunos periodistas especializados van a deslomarse por encontrarles
síndromes, complejos o enfermedades a Carrió como habitualmente suelen
hacer con Cristina, pensando, gracias a la justificación de los médicos, que
son ajenas a un género, a una comunidad distinta, irrepetibles. Con Savonarola
debía ocurrir lo mismo.
Necesitaba tal vez Carrió esa cortina de humo excesiva, con
formas desinhibidas y algo vulgares, de dudoso fundamento. Justifica otra
inquietud central, personal y manifiesta: sin asistencias ajenas –a las cuales,
curiosamente, no les revisa los papeles–, el conglomerado UNEN que integra está
condenado a ser un apéndice del cuerpo político en 2015. Al menos, frente a la
persistencia del sciolismo cristinista, la intrepidez de Massa y el
convencimiento todopoderoso de Macri. Advertencia que había recogido el
radicalismo, vía Ernesto Sanz, hace más de seis meses, cuando empezó a reunirse
con el PRO.
Pero, en todo este tiempo, incluso en la convención
partidaria de esta semana, la UCR optó finalmente por demorar rupturas,
mantener o mejorar sus porotos territoriales, satisfacer la naturaleza
partidaria –cuando uno se afilia al radicalismo, lo hace en términos federales,
pertenece al distrito que lo acoge y representa, no al genérico de la sigla– y
atrasar definiciones nacionales. O sea, ocuparse de capturar gobernaciones con
cualquier tipo de socio y postergar la pretensión presidencial de 2015 debido a
la falta de candidatos. Para Lilita,
negarse por ahora a Macri y no jugar en las ligas mayores es una deserción,
la entrega de espacios y poder a la continuidad de Cristina o a la picardía de
Massa.
Entonces, la furia, el desenfreno, aunque esa actitud
revulsiva parece impostada, no espontánea: mucho antes de su explosión, en la
tele, su preferido capitalino dijo –en un intervalo del programa de Fantino– lo
que ella ya había decidido: “Chau,
UNEN”. Quizá con demasiada tardanza, ya que tanto Carrió como Sanz tienen
cada vez menos piezas para negociar con Macri, sólo les queda acoplarse. Aunque
aparezcan en todas las tapas de los diarios y se dude del centro inhibitorio de
la mujer.
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