Por Gabriela Pousa |
Así somos, dogmáticos, vanguardistas, desconfiados, altruistas… La
sociedad argentina no es sencilla. De ella emerge la dirigencia, razón por la
cual, criticarla puede ser tomado, conscientemente o no, como una especie de
autocrítica.
Hablamos del pueblo siempre como un sujeto ajeno.
El pueblo son los demás, los que votaron a Cristina, los que prefieren
el subsidio al trabajo, los que no comprenden las consecuencias a largo plazo
de ciertas “panaceas”. El pueblo es el ignorante. Pero cuando
sobreviene un fin de semana largo, no dudamos en irnos a la costa ni ls
recordamos a nuestros hijos qué fecha patria se está dejando de conmemorar como
es debido. Es decir, no somos “el pueblo” pero actuamos idéntico. En
lenguaje vulgar, se nos llamaría “chantas”, y la primera piedra quedaría sin
ser arrojada.
El populismo manipula las masas pero nunca nosotros estamos masificados. Asumir
que se es parte del rebaño parece ser un pecado capital, o tal vez represente
una carga emocional difícil de sobrellevar. Eso que suele llamarse
“culpa” y que usualmente es de los demás. ¿A quién nos hace acordar?
“La gente no sabe votar”, decimos con la misma impunidad que asiste a
la Presidente en su actuar. En ese sentido, las distancias se acortan, y la
brecha entre el vértice y la base de la pirámide tienden a acercarse. Los
dirigentes no tienen los mismos intereses que sus representados pero se
asemejan a ellos de manera fatal.
Digerir esta realidad causa escozor porque no deja espacio para
vislumbrar un cambio sin la sombra de “Il Gatopardo”. ¿Quiere decirse entonces
que ya estamos condenados? Depende. Depende no sólo de la conducta de los
ciudadanos un domingo en el calendario, depende de una transformación muchísimo
más profunda que poco tiene que ver con las ideologías, los ismos, quién
encabece las encuestas o resulte ganador en un comicio. Depende de la
valentía y las ganas de vivir distinto que haya en la gente. Y al decir gente
digo usted, yo, el vecino…
Creer que la Argentina cambiará si gana tal o cual candidato es de un
simplismo y una banalidad inaceptable. Nadie es garantía absoluta del
regreso a lo que, alguna vez, Argentina supo ser. Pretender que una persona
modifique lo que han deshecho millones es utopía e injusticia también. ¿Cómo
se sale de este círculo vicioso en el cual todos señalamos con el dedo a otros?
En su ensayo “El poder de los sin poder”, Václav Havel
orienta el accionar cívico rescatando la imposibilidad de progresar en lo
político sin hacerlo simultáneamente, en el plano espiritual y ético.
Habla del pluralismo, de la necesidad de que existan grupos que compitan
entre sí, limiten las acciones de los otros, y cooperen para beneficio mutuo.
No grietas que dividan en dos a la ciudadanía, sino adversarios que se
enriquezcan entre si. Estima que “no puede existir una democracia
sin demócratas“, y este es el problema que tenemos aquí.
¿Hasta qué punto los argentinos somos democráticos? ¿No será que
convertimos la democracia en una palabra que repetimos porque es políticamente
correcto hacerlo? Si no es así, difícil es explicar por qué después del 2003 la
olvidamos y dejamos librada al abuso de los gobiernos de turno.
Sabemos que los Kirchner fueron y siguen yendo por todo. El idioma fue
lo primero que se apoderaron para instalar slogans que convirtieron en dogma.
En ese trance, Cristina limitó el alcance de algunos conceptos.
“Demócratas” quedó reducido a su círculo íntimo y sus militantes rentados. El
resto de la sociedad es destituyente, tirano.
Lo que pretende en realidad, es armar un tablero donde sólo ellos sean
los buenos, y presentarlo como el único escenario cierto para atraer adeptos. ¿Quién
elegiría pertenecer al grupo sobre el cual recaerá castigo y culpabilidad? Al
populismo le gusta encolumnarse tras el demagogo de turno. Y el pueblo
argentino tiene ADN populista, no podemos negarlo.
En rigor, lo que cuenta, no es que un día determinado se haya
votado sino que, a pesar del desgaste cotidiano y de la indiferencia de la
dirigencia, se siga “votando”. Con esto no estamos diciendo que hay
que salir a tomar la Casa de Gobierno, sino que debe continuar activo el rol de
ciudadanos: custodiando, no delegando.
“El poder de los sin poder” no se agota en el tiempo, está siempre en
acto. El ex mandatario checo observó que aquellos que viven sometidos bajo
un gobierno que los asfixia, tienen en sus manos un poder inexpugnable: “vivir
en la verdad“. Dicho así, parece la predica de un pastor pero en su
análisis, considera que decir la verdad y vivir honestamente, en un
contexto de realidades fingidas, es en sí mismo una actitud de cambio altamente
productiva.
Cuando Havel escribía estos lineamientos, había pasado la Primavera de
Praga y los partidos políticos eran estructuras frágiles, incapaces de
canalizar las demandas sociales. En esta Primavera de Argentina el
escenario no es diferente. El pueblo está huérfano y la orfandad, una vez
puesta en evidencia, hace que afloren los aspirantes a tutores. De allí al
liderazgo de un tirano hay apenas un paso. Y ya lo hemos dado.
La caída del Muro y las movilizaciones populares en los países del Este,
marcaron el principio de una nueva era, y le proporcionaron a la gente la
oportunidad de erigirse protagonistas de la política y de sus propias vidas.
Ahora bien, veamos – con el ejemplo que este utilizó en su ensayo – de qué
manera se produce la liberación de un pueblo asfixiado.
Havel cuenta que una mañana, un verdulero abre su negocio, saca
los cajones de frutas a la calle y pone un cartel que dice: ¡Proletarios del
mundo, uníos!< En verdad, los proletarios del mundo ni le van ni le
vienen, pero estaba obligado por el sistema a hacerlo. Son órdenes, la ley
así lo ha había establecido.
En síntesis, el gobierno había establecido un método para
perpetuarse. Un día, el frutero decide no colgar el letrero. Ese hecho
que hoy puede parecer insignificante marcó todo un suceso. El hombre estaba
asumiendo las consecuencias de actuar libremente, ese gesto era una
reivindicación de la verdad. Obviamente comienza a ser perseguido
porque al no cumplir el rito salió de la apariencia, de la mentira, y arrojó
luz sobre la realidad que le rodeaba. Salió del sistema, se liberó a sí
mismo.
“La ideología como coartada-puente entre el sistema y el hombre,
llena el abismo que hay entre los planes del gobierno y los planes de los
ciudadanos“. Los ideólogos del poder hegemónico dan a entender que lo
realizado es para paliar necesidades sociales, pero son meras apariencias,
diatribas de atril, cadenas…
Siguiendo este argumento, los argentinos podrían dejar de callar
por miedo, los empresarios de rendirse a los pies del tirano por prebendas, los
aplaudidores de hacerlo si no están de acuerdo. Y sobre todo habría que
desarmar el vocabulario antojadizo que creó a su conveniencia el Ejecutivo.
Hay que despojarse de las etiquetas “derecha”, “izquierda”, clase alta,
clase media, neoliberales, golpistas, anti-patria, cipayos, agoreros del mal o
voceros del desánimo. Así se evitarían las divisiones sociales maniqueas. Viviendo
la realidad tal cual es, lo falso queda en evidencia. Si por el
contrario, seguimos comprando los eufemismos del gobierno y aceptamos sin
chistar que un mal rendimiento en la escuela es “estigmatizar”; que un
asesino es una víctima marginal; que un militante es un maestro o que otros
países sean conspiradores por señalarnos errores, nada ha de variar.
Si aceptamos que evolucionamos porque ahora uno puede divorciarse más
rápido o porque nos vendieron la “igualdad” como algo dogmático cuando las
jerarquías, desde que el mundo es mundo, han marcado diferencias esenciales
para la existencia de la humanidad, el problema no es el gobierno, el problema
es la sociedad. Esta administración ya no va a cambiar, probemos
hacerlo nosotros.
La letra del Himno Nacional da la respuesta con supina claridad. Si
se quiere entonar sus estrofas y decir “oíd el ruido de rotas cadenas”,
hay que romperlas. Porque las cadenas de ayer podían ser de índole colonial
pero las de hoy son cadenas que nos atan las ideas y nos roban el derecho más
preciado, el derecho a la libertad.
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