Esta crónica fue
redactada por José Martí (1853–1895) en Nueva York y enviada al “El Partido
Liberal” donde se publicó en 1887. En ella Martí elogia el talento del creador
de “Leaves of Grass” (Hojas de Hierba) en un texto que es un acercamiento a la
propia poética martiana ya que, tras analizar partes de la creación de Walt
Whitman (1819-1892), las frases de Martí se expanden a un horizonte propio,
definitivo.
El poeta Walt Whitman
Por José Martí
«Parecía un dios anoche, sentado en un sillón de terciopelo
rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, las cejas como un
bosque, la mano en un cayado.» Esto dice un diario de hoy del poeta Walt
Whitman, anciano de setenta años a quien los críticos profundos, que siempre
son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de
su época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina
comparable, por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos
y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo,
cuyo libro pasmoso está prohibido.
¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y
latines han puesto a los hombres de manera que ya no se conocen; en vez de
echarse unos en brazos de los otros, atraídos por lo esencial y eterno, se
apartan, piropeándose como placeras, por diferencias de mero accidente; como el
budín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro
enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo: las
escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogollan a los hombres, como
al lacayo la librea; los hombres se dejan marcar, como los caballos y los
toros, y van por el mundo ostentando su hierro; de modo que, cuando se ven
delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente -del hombre que
camina que ama, que pelea, que rema-, del hombre que, sin dejarse cegar por la
desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del
mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico Walt Whitman,
huyen como de su propia conciencia y se resisten a reconocer en esta humanidad
fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada,
amuñecada.
Dice el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable,
Gladstone, acababa de aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la
justicia de conceder un gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastín
pujante, erguido sin rival entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de
dogos. Así parece Whitman, con su «persona natural», con su «naturaleza sin
freno en original energía», con sus «miríadas de mancebos hermosos y gigantes»,
con su creencia en que «el más breve retoño demuestra que en realidad no hay
muerte», con el recuento formidable de pueblos y razas en su Saludo al mundo,
con su determinación de «callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a
admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas»;
así parece Whitman, «el que no dice estas poesías por su peso»; el que «está
satisfecho, y ve, baila, canta y ríe»; el que «no tiene cátedra, ni púlpito, ni
escuela», cuando se le compra a esos poetas y filósofos de un detalle o de un
solo aspecto; poetas de aguamiel, de patrón, de libro; figurines filosóficos o
literarios.
Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto,
es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de
madera, que casi está al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de
luto, el retrato de Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le
echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de los que
ven las raíces de las cosas, envía, desde su silla de roble en Inglaterra,
ternísimos mensajes al «gran viejo»; Robert Buchanan, el inglés de palabra
briosa, «¿qué habéis de saber de letras -grita a los norteamericanos-, si
estáis dejando correr, sin los honores eminentes que le corresponden, la vejez
de vuestro colosal Walt Whitman?».
La verdad es que su poesía, aunque al principio causa
asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una
sensación deleitosa de convalecencia. El se crea su gramática y su lógica. El
lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja. «¡Ése que limpia suciedades de
vuestra casa, ése es mi hermano!» Su irregularidad aparente, que en el primer
momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso
extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres
sobre el horizonte.
El no vive en Nueva York, su «Manhattan querida», su
«Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies», a donde se asoma cuando
quiere entonar «el canto de lo que ve a la Libertad»; vive, cuidado por
«amantes amigos», pues sus libros y conferencias apenas le producen para
comprar pan, en una casita arrinconada en una ameno recodo del campo, de donde
en su carruaje de anciano le llevan los caballos que ama a ver a los «jóvenes
forzudos» en sus diversiones viriles, a los «camaradas» que no temen codearse
con este iconoclasta que quiere establecer «la institución de la camaradería»,
a ver los campos que crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las
parejas de novios, alegres y vivaces como las codornices. El lo dice en sus
Calamus, el libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: «Ni
orgías, ni ostentosas paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las
ventanas atestadas de comercios, ni la conversación con los eruditos me
satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los ojos que encuentro me
ofrezcan amor; amantes, continuos amantes es lo único que me satisface.» Es él
como lo ancianos que anuncia al fin su libro prohibido, sus Hojas de yerba:
«Anuncio miríadas de mancebos gigantescos, hermosos y de fina sangre; anuncio
una raza de ancianos salvajes y espléndidos.»
Vive en el campo, donde el hombre natural labra al sol que
lo curte, junto a sus caballos plácidos, la tierra libre; mas no lejos de la
ciudad amable y férvida, con sus ruidos de vida, su trabajo graneado, su
múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo de las fábricas jadeantes, el
sol que lo ve todo, «los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de
ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de
un andamio, la mujer sorprendida en medio de turba por la fatiga augusta de la
maternidad». Pero ayer vino Whitman del campo para recitar, ante un concurso de
leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande
y dulce, «aquella poderosa estrella muerta del Oeste», aquel Abraham Lincoln.
Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática
resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, tonos vibrantes, hímnica fuga,
olímpica familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados
a leche latina, académica o francesa, no podrían, acaso, entender aquella gracia
heroica. La vida libre y decorosa del hombre en un continente nuevo ha creado
una filosofía sana y robusta que está saliendo al mundo en epodos atléticos. A
la mayor suma de hombres libres y trabajadores que vio jamás la tierra,
corresponde una poesía de conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se
levanta, como el sol del mar, incendiando las nubes; bordeando de fuego las
crestas de las olas; despertando en las selvas fecundas de la orilla las flores
fatigadas y los nidos. Vuela el polen; los picos cambian besos; se aparejan las
ramas; buscan el sol las hojas, exhala todo música; con ese lenguaje de luz
ruda habló Whitman de Lincoln.
Acaso una de la producciones más bellas de la poesía
contemporánea es la mística trenodia que Whitman compuso a la muerte de
Lincoln. La naturaleza entera acompaña en su viaje a la sepultura el féretro
llorando. Los astros lo predijeron. Las nubes venían ennegreciéndose un mes
antes. Un pájaro gris cantaba en el pantano un canto de desolación. Entre el
pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos
conmovidos, como entre los campaneros. Con arte de músico agrupa, esconde y
reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo. Parece,
al acabar la poesía, como si la tierra toda estuviese vestida de negro, y el
muerto la cubriera desde un mar al otro. Se ven las nubes, la luna cargada que
anuncia la catástrofe, las alas largas del pájaro gris. Es mucho más hermoso,
extraño y profundo que El cuervo de Poe. El poeta trae al féretro un gajo de
lilas.
Su obra entera es eso.
Ya sobre las tumbas no gimen los sauces; la muerte es «la
cosecha, la que abre la puerta, la gran reveladora»; lo que está siendo, fue y
volverá a ser; en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y
penas aparentes; un hueso es una flor. Se oye de cerca el ruido de los soles
que buscan con majestuoso movimiento su puesto definitivo en el espacio; la
vida es un himno; la muerte es una forma oculta de la vida; santo es el sudor y
el entozoario es santo; los hombres, al pasar, deben besarse en la mejilla;
abrácense los vivos en amor inefable; amen la yerba, el animal, el aire, el
mar, el dolor, la muerte; el sufrimiento es menos para las almas que el amor
posee; la vida no tiene dolores para el que entiende a tiempo su sentido; del
mismo germen son la miel, la luz y el beso; ¡en la sombra que resplandece en
paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con música suavísima, por
sobre los mundos dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de
lilas!
Cada estado social trae su expresión a la literatura, de tal
modo que, por las diversas fases de ella, pudiera contarse la historia de los
pueblos con más verdad que por sus cronicones y sus décadas. No puede haber
contradicciones en la naturaleza; la misma aspiración humana a hallar en el
amor, durante la existencia, y en lo ignorado después de la muerte, un tipo
perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de ajustarse
con gozo los elementos que en la porción actual de vida que atravesamos parecen
desunidos y hostiles. La literatura que anuncie y propague el concierto final y
dichoso de las contradicciones aparentes; la literatura que, como espontáneo
consejo y enseñanza de la naturaleza, promulgue la identidad en una paz
superior de los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los
pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que inculquen en el espíritu
espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y
belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las
descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más cercano a la
perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente la razón y
la gracia, proveerá a la humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la
religión que confusamente aguarda desde que conoció la oquedad e insuficiencia
de sus antiguos credos.
¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es
indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen
que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega,
que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a
los hombre la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria
misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les
da el deseo y la fuerza de la vida. ¿Adónde irá un pueblo de hombres que hayan
perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?
Los mejores, los que unge la naturaleza con el sacro deseo de lo futuro, perderán,
en un aniquilamiento doloroso y sordo, todo estímulo para sobrellevar las
fealdades humanas; y la masa, lo vulgar, la gente de apetitos, los comunes,
procrearán sin santidad hijos vacíos, elevarán a facultades esenciales las que
deben servirles de meros instrumentos y aturdirán con el bullicio de una
prosperidad siempre incompleta la aflicción irremediable del alma, que sólo se
complace en lo bello y grandioso.
La libertad debe ser, fuera de otras razones, bendecida,
porque su goce, inspira al hombre moderno -privado a su aparición de la calma,
estímulo y poesía de la existencia- aquella paz suprema y bienestar religioso
que produce el orden del mundo en los que viven en él con la arrogancia y
serenidad de su albedrío. Ved sobre los montes, poetas que regáis con lágrimas
pueriles los altares desiertos.
Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma
sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La
libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo.
Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y explica el
propósito inefable y seductora bondad del universo.
Oíd lo que canta este pueblo trabajador y satisfecho; oíd a
Walt Whitman. El ejercicio de sí lo encumbra a la majestad, la tolerancia a la
justicia y el orden a la dicha. El que vive en un credo autocrático es lo mismo
que una ostra en su concha, que sólo ve la prisión que la encierra y cree, en
la oscuridad, que aquello es el mundo; la libertad pone alas a la ostra. Y lo
que, oído en lo interior de la concha, parecía portentosa contienda, resulta a
la luz del aire ser el natural movimiento de la savia en el pulso enérgico del
mundo.
El mundo, para Walt Whitman, fue siempre como es hoy. Basta
con que una cosa sea para que haya debido ser, y cuando ya no deba ser, no
será. Lo que ya no es, lo que no se ve, se prueba por lo que es y se está
viendo; porque todo está en todo, y lo uno explica lo otro; y cuando lo que es
ahora no sea, se probará a su vez por lo otro; y cuando lo que es ahora no sea,
se probará a su vez por lo que esté siendo entonces. Lo infinitésimo colabora
para lo infinito, y todo está en su puesto, la tortuga, el buey, los pájaros,
«propósitos alados». Tanta fortuna es morir como nacer, porque los muertos
están vivos: «¡nadie puede decir lo tranquilo que está él sobre Dios y la
muerte!». Se ríe de lo que llaman desilusión, y conoce la amplitud del tiempo;
él acepta absolutamente el tiempo. En su persona se contiene todo: todo él está
en todo; donde uno se degrada, él se degrada; él es la marea, el flujo y
reflujo; ¿cómo no ha de tener orgullo en sí, si se siente parte viva e
inteligente de la naturaleza? ¿Qué le importa a él volver al seno de donde
partió y convertirse, al amor de la tierra húmeda, en vegetal útil, en flor
bella? Nutrirá a los hombres, después de haberlos amado. Su deber es crear; el
átomo que crea es de esencia divina; el acto en que se crea es exquisito y
sagrado. Convencido de la identidad del universo, entona el «Canto de mí mismo».
De todo teje el canto de sí: de los credos que contienden y pasan, del hombre
que procrea y labora, de los animales que le ayudan, ¡ah!, de los animales,
entre quienes «ninguno se arrodilla ante otro, ni es superior al otro, ni se
queja». Él se ve como heredero del mundo.
Nada le es extraño, y lo toma en cuenta todo, el caracol que
se arrastra, el buey que con sus ojos misteriosos lo mira, el sacerdote que
defiende una parte de la verdad como si fuese la verdad entera. El hombre debe
abrir los brazos, y apretarlo todo contra su corazón, la virtud lo mismo que el
delito, la suciedad lo mismo que la limpieza, la ignorancia lo mismo que la
sabiduría; debe fundirlo en su corazón, como en un horno; sobre todo, debe
dejar caer la barba blanca. Pero, eso sí, «ya se ha denunciado y tonteado
bastante»; regaña a los incrédulos, a los sofistas, a los habladores; ¡procreen
en vez de querellarse y añadan al mundo! ¡Créese con aquel respeto con que una
devota besa la escalera del altar!
Él es de todas las castas, credos y profesiones, y en todas
encuentra justicia y poesía. Mide las religiones sin ira; pero cree que la
religión perfecta está en la naturaleza. La religión y la vida están en la
naturaleza. Si hay un enfermo, «idos -dice al médico y al cura- , ya me apegaré
a él, abriré las ventanas, le amaré, le hablaré al oído; ya veréis como sana;
vosotros sois palabra y yerba, pero yo puedo más que vosotros, porque soy
amor». El Creador es «el verdadero amante, el camarada perfecto»; los hombres
son «camaradas», y valen más mientras más aman y creen, aunque todo lo que
ocupe su lugar y su tiempo vale tanto como cualquiera: mas vean todos el mundo
por sí, porque él, Walt Whitman, que siente en sí el mundo desde que éste fue
creado, sabe, por lo que el sol y el aire libre le enseñan, que una salida de
sol le revela más que el mejor libro. Piensa en los orbes, apetece a las
mujeres, se siente poseído de amor universal y frenético; oye levantarse de las
escenas de la creación y de los oficios del hombre un concierto que le inunda
de ventura, y cuando se asoma el río, a la hora en que se cierran los talleres
y el Sol de puesta enciende el agua, siente que tiene cita con el Creador,
reconoce que el hombre es definitivamente bueno y ve que de su cabeza reflejada
en la corriente, surgen aspas de luz.
Pero ¿qué dará idea de su vasto y ardientísimo amor? Con el
fuego de Safo ama este hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho
gigantesco. El lecho es para él un altar. «Yo haré ilustres, dice, las palabras
y las ideas que los hombres han prostituido con su sigilo y su falsa vergüenza;
yo canto y consagro lo que consagraba el Egipto.» Una de las fuentes de su
originalidad es la fuerza hercúlea con que postra a las ideas como si fuera a
violarlas, cuando sólo va a darles un beso, con la pasión de un santo. Otra
fuente es la forma material, brutal, corpórea, con que expresa sus más
delicadas idealidades. Ese lenguaje ha parecido lascivo a los que son incapaces
de entender su grandeza; imbéciles ha habido que cuando celebra en Calamus, con
las imágenes más ardientes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron
ver, con remilgos de colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de
Virgilio por Cebetes y de Horacio por Giges y Licisco. Y cuando canta en Los
hijos de Adán el pecado divino, en cuadros ante los cuales palidecen los más
calurosos del Cantar de los cantares, tiembla, se encoge, se vierte y dilata,
enloquece de orgullo y virilidad satisfecha, recuerda al dios del Amazonas, que
cruzaba sobre los bosques y los ríos esparciendo por la tierra las semillas de
la vida: «¡mi deber es crear!» «Yo canto al cuerpo eléctrico», dice en Los
hijos de Adán; y es preciso haber leído en hebreo las genealogías patriarcales
del Génesis; es preciso haber seguido por las selvas no holladas las comitivas
desnudas y carnívoras de los primeros hombres para hallar semejanza apropiada a
la enumeración de satánica fuerza en que describe, como un héroe hambriento que
se relame los labios sanguinosos, las pertenencias del cuerpo femenino. ¿Y decís
que este hombre es brutal? Oíd esta composición que, como muchas suyas, no
tiene más que dos versos: Mujeres hermosas. «Las mujeres se sientan y se mueven
de un lado para otro, jóvenes algunas, algunas viejas; las jóvenes son
hermosas, pero las viejas son más hermosas que las jóvenes.» Y esta otra: Madre
y niño. Ve el niño que duerme anidado en el regazo de su madre. La madre que
duerme, y el niño: ¡silencio! Los estudió largamente, largamente. El prevé que,
así como ya se juntan en grado extremo la virilidad y la ternura en los hombres
de genio superior, en la paz deleitosa en que descansará la vida han de
juntarse, con solemnidad y júbilo dignos del Universo, las dos energías que han
necesitado dividirse para continuar la faena de la creación.
Si entra en la yerba, dice que la yerba le acaricia, que «ya
siente mover sus coyunturas»; y el más inquieto novicio no tendría palabras tan
fogosas para describir la alegría de su cuerpo, que él mira como parte de su
alma, al sentirse abrasado por el mar. Todo lo que vive le ama: la tierra, la
noche, el mar le aman; «¡penétrame, oh mar, de humedad amorosa!» Paladea el
aire. Se ofrece a la atmósfera como un novio trémulo. Quiere puertas sin
cerradura y cuerpos en su belleza natural; cree que santifica cuanto toca o le
toca, y halla virtud a todo lo corpóreo; él es «Walt Whitman, un cosmos, el
hijo de Manhattan, turbulento, sensual, carnoso, que come, bebe y engendra», ni
más ni menos que todos los demás. Pinta a la verdad como una amante frenética,
que invade su cuerpo y, ansiosa de poseerle, lo liberta de sus ropas. Pero
cuando en la clara medianoche, libre el alma de ocupaciones y de libros, emerge
entera, silenciosa y contemplativa del día noblemente empleado, medita en los
temas que más le complacen: en la noche, el sueño t la muerte; en el canto de
lo universal, para beneficio del hombre común; en que «es muy dulce morir
avanzando» y caer al pie del árbol primitivo, mordido por la última serpiente
del bosque, con el hacha en las manos.
Imagínese qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje
henchido de animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los
hombres. Recuerda en una composición del Calamus los goces más vivos que debe a
la naturaleza y a la patria; pero sólo a las olas de océano halla dignidad de
corear, a la luz de la luna, su dicha al ver dormido junto a sí al amigo que
ama. El ama a los humildes, a los caídos, a los heridos, hasta a los malvados.
No desdeña a los grandes, porque para él son grandes los útiles. Echa el brazo
por el hombro a los carreros, a los marineros, a los labradores. Caza y pesca
con ellos, y en la siega sube con ellos al tope del carro cargado. Más bello
que un emperador triunfante le parece el negro vigoroso que, apoyado en la
lanza detrás de sus percherones, guía su carro sereno por el revuelto Broadway.
El entiende todas las virtudes, recibe todos los premios, trabaja en todos los
oficios, sufre con todos los dolores. Siente un placer heroico cuando se
detiene en el umbral de una herrería y ve que los mancebos, con el torso
desnudo, revuelan por sobre sus cabezas los martillos, y dan cada uno a su
turno. El es el esclavo, el preso, el que pelea, el que cae, el mendigo. Cuando
el esclavo llega a sus puertas perseguido y sudoroso, le llena la bañadera, lo
sienta a su mesa; en el rincón tiene cargada la escopeta para defenderlo; si se
lo vienen a atacar, matará a su perseguidor y volverá a sentarse a la mesa,
¡como si hubiera matado una víbora!
Walt Whitman, pues, está satisfecho; ¿qué orgullo le ha de
punzar, si sabe que se para en yerba o en flor? ¿qué orgullo tiene un clavel,
una hoja de salvia, una madreselva?, ¿cómo no ha de mirar él con tranquilidad
los dolores humanos, si sabe que por sobre ellos está un ser inacabable a quien
aguarda la inmersión venturosa en la naturaleza? ¿cómo no ha de mirar él con
tranquilidad los dolores humanos, si sabe que por sobre ellos está un ser
inacabable a quien aguarda la inmersión venturosa en la naturaleza? ¿Qué prisa
le ha de azuzar, si cree que todo está donde debe, y que la voluntad de un
hombre no ha de desviar el camino del mundo? Padece, sí, padece; pero mira como
un ser menor y acabadizo al que en él sufre, y siente por sobre las fatigas, y
miserias a otro ser que no puede sufrir, porque conoce la universal grandeza.
Ser como es le es bastante y asiste impasible y alegre al curso, silencioso o
loado, de su vida. De un solo bote echa a un lado, como excrescencia inútil, la
lamentación romántica: «¡no he de pedirle al cielo que baje a la tierra para
hacer mi voluntad!» Y qué majestad no hay en aquella frase en que dice que ama
a los animales «porque no se quejan». La verdad es que ya sobran los
acobardadores; urge ver cómo es el mundo para no convertir en montes las
hormigas; dese fuerzas a los hombres, en vez de quitarles con lamentos las
pocas que el dolor les deja; pues los llagados ¿van por las calles enseñando
sus llagas? Ni las dudas ni la ciencia le mortifican. «Vosotros sois los
primeros, dice a los científicos; pero la ciencia no es más que un departamento
de mi morada, no es toda mi morada; ¡qué pobres parecen las argucias ante un
hecho heroico! A la ciencia, salve y salve al alma, que está por sobre toda la
ciencia.» Pero donde su filosofía ha domado enteramente el odio, como mandan
los magos, es en la frase, no exenta de la melancolía de los vencidos, con que
arranca de raíz toda razón de envidia: ¿por qué tendría yo celos, dice, de
aquel de mis hermanos que haga lo que yo no puedo hacer? «Aquel que cerca de mí
muestra un pecho más ancho que el mío, demuestra la anchura del mío.» «¡Penetre
el sol la tierra, hasta que toda ella sea luz clara y dulce, como mi sangre.
Sea universal el goce. Yo canto la eternidad de la existencia, la dicha de
nuestra vida y la hermosura implacable del universo. Yo uso zapato de becerro,
un cuello espacioso y un bastón hecho de una rama de árbol!»
Y todo eso lo dice en frase apocalíptica. ¿Rimas o acentos?
¡Oh no!, su ritmo está en las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos
aparente de frases superpuestas y convulsas, por una sabia composición que
distribuye en grandes grupos musicales las ideas, como la natural forma poética
de un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a enormes bloqueadas.
El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado
hasta hoy por los poetas, corresponde, por la extrañeza y pujanza, a su cíclica
poesía y a la humanidad nueva, congregada como un continente fecundo con
portentos tales que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados. Ya
no se trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la
queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la vida, ni
la discreción que conviene a los cobardes. No de rimillas se trata, y dolores
de alcoba, sino del nacimiento de una era, del alba de la religión definitiva y
de la renovación del hombre; trátase de una fe que ha de sustituir a la que ha
muerto y surge con un claro radiante de la arrogante paz del hombre redimido;
trátase de escribir los libros sagrados de un pueblo que reúne, al caer del
mundo antiguo, todas las fuerzas vírgenes de la libertad a las ubres y pompas
ciclópeas de la salvaje naturaleza; trátase de reflejar en palabras el ruido de
las muchedumbres que se asientan, de las ciudades que trabajan y de los mares
domados y los ríos esclavos. ¿Apareará consonantes Walt Whitman y pondrá en
mansos dísticos estas montañas de mercaderías, bosques de espinas, pueblos de
barcos, combates donde se acuestan a abonar el derecho millones de hombres y
sol que en todo impera, y se derrama con límpido fuego por el vasto paisaje?
¡Oh!, no: Walt Whitman habla en versículos, sin música
aparente, aunque a poco de oírla se percibe que aquello suena como el casco de
la tierra cuando vienen por él, descalzos y gloriosos, los ejércitos
triunfantes. En ocasiones parece el lenguaje de Whitman el frente colgado de
reses de una carnicería; otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro,
con la suave tristeza del mundo a la hora en que el humo se pierde en las
nubes; suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el
chasquido del cuero reseco que revienta al sol; pero jamás pierde la frase su
movimiento rítmico de ola. El mismo dice cómo hable: «en alaridos proféticos»;
«éstas son, dice unas pocas palabras indicadoras de lo futuro». Eso es su
poesía, índice; el sentido de lo universal pervade el libro y le da, en la
confusión superficial, una regularidad grandiosa; pero sus frases desligadas,
flagelantes, incompletas, sueltas, más que expresan, emiten: «lanzo mis
imaginaciones sobre las canosas montañas»; «di, tierra viejo nudo montuoso, ¿qué
quieres de mí?»; «hago mi bárbara fanfarria sobre los techos del mundo».
No es él, no, de los que echan a andar un pensamiento
pordiosero, que va tropezando y arrastrando bajo la opulencia visible de sus
vestiduras regias. El no infla tomeguines para que parezcan águilas; él riega
águilas, cada vez que abre el puño, como un sembrador riega granos. Un verso
tiene cinco sílabas; el que le sigue cuarenta y diez el que le sigue. El no
esfuerza la comparación, y en verdad no compara, sino que dice lo que ve o recuerda
con un complemento gráfico e incisivo, y dueño seguro de la impresión de
conjunto que se dispone a crear, emplea su arte, que oculta por entero, en
reproducir los elementos de su cuadro con el mismo desorden con que los observó
en la naturaleza. Si desvaría, no disuena, porque así vaga la mente sin orden
ni esclavitud de un asunto a sus análogos; mas luego, como si sólo hubiese
aflojado las riendas sin soltarlas, recógelas de súbito y guía de cerca, de
puño de domador, la cuadriga encabritada, sus versos van galopando, y como
engullendo la tierra a cada movimiento; unas veces relinchan ganosos, como
cargados sementales; otras, espumantes y blancos, ponen el casco sobre las
nubes; otras se hunden, osados y negros, en lo interior de la tierra y se oye por
largo tiempo el ruido. Esboza; pero dijérase que con fuego. En cinco líneas
agrupa, como un haz de huesos recién roídos, todos los horrores de la guerra.
Un adverbio le basta para dilatar o recoger la frase, y un adjetivo para
sublimarla. Su método ha de ser grande, puesto que su efecto lo es; pero
pudiera creerse que procede sin método alguno; sobre todo en el uso de las
palabras, que mezcla con nunca visto atrevimiento, poniendo las augustas y casi
divinas al lado de las que pasan por menos apropiadas y decentes. Ciertos
cuadros no los pinta con epítetos, que en él son siempre vivaces y profundos,
sino por sonidos, que compone y desvanece con destreza cabal, sosteniendo así
con el turno de los procedimientos el interés que la monotonía de un modo exclusivo
pondría en riesgo.
Por repeticiones atrae la melancolía, como los salvajes. Su
censura, inesperada y cabalgante, cambia sin cesar, y sin conformidad a regla
alguna, aunque se percibe un orden sabio en sus evoluciones, paradas y
quiebros. Acumular le parece el mejor modo de describir, y su raciocinio no
toma jamás las formas pedestres del argumento ni las altisonantes de la
oratoria, sino el misterio de la insinuación, el fervor de La certidumbre y el
giro ígneo de la profecía. A cada paso se hallan en su libro estas palabras
nuestras: vida, camarada, libertad, americanos. Pero ¿qué pinta mejor su
carácter que las voces francesas que, con arrobo perceptible y como para
dilatar su significación, incrusta en sus versos?: ami, exalté, accoucheur,
nonchalant, ensemble; ensemble, sobre todo, le seduce, porque él ve el cielo de
la vida de los pueblos, y de los mundos. Al italiano ha tomado una palabra:
¡bravura!
Así, celebrando el músculo y el arrojo; invitando a los
transeúntes a que pongan en él, sin miedo, su mano al pasas; oyendo, con las
palmas abiertas al aire, el canto de las cosas; sorprendiendo y proclamando con
deleite fecundidades gigantescas; recogiendo en versículos épicos las semillas,
las batallas y los robles; señalando a los tiempos pasmados las colmenas
radiantes de hombres que por los valles y cumbres americanos se extienden y
rozan con sus alas de abeja la fimbria de la vigilante libertad; pastoreando
los siglos amigos hacia el remanso de la calma eterna, aguarda Walt Whitman,
mientras sus amigos le sirven en manteles campestres la primera pesca de la
primavera rociada con champaña, la hora feliz en que lo material sea aparte de
él, después de haber revelado al mundo un hombre veraz, sonoro y amoroso, y en
que, abandonado a los aires purificadores, germine y arome en sus ondas,
«¡desembarazado, triunfante, muerto!».
HOJAS DE HIERBA (fragmento) –
Walt Whitman
Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de
los astros
y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de
arena...
y que el escuerzo es una obra de arte para los gustos más
exigentes...
y que la articulación más pequeña de mi mano es un escarnio
para todas las máquinas.
Quédate conmigo este día y esta noche y poseerás el origen
de todos los poemas.
Creo en ti alma mía, el otro que soy no debe humillarse ante
ti
ni tú debes humillarte ante el otro.
Retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu
garganta.
(...)
Creo que podría retornar y vivir con los animales, son tan
plácidos y autónomos.
Me detengo y los observo largamente.
Ellos no se impacientan, ni se lamentan de su situación.
No lloran sus pecados en la oscuridad del cuarto.
No me fastidian con sus discusiones sobre sus deberes hacia
Dios.
Ninguno está descontento. Ninguno padece la manía de poseer
objetos.
Ninguno se arrodilla ante otro ni ante los antepasados que
vivieron hace milenios.
Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la
tierra.
Así me muestran su relación conmigo y yo la acepto.
(...)
No pregunto quién eres, eso carece de importancia para mí.
No puedes hacer ni ser más que aquello que yo te inculco.
"
Y tú, mar... También a ti me entrego. Adivino lo que quieres
decirme,
Desde la playa veo tus dedos que me invitan,
Y pienso que no quieres marcharte sin haberme besado.
Debemos estar un rato juntos: me desnudo y me llevas muy
lejos de la costa,
Arrúllame y durmiendo al vaivén de tus olas,
Salpícame de espuma enamorada, que yo sabré pagarte.
Mar violento, tenaz y embravecido,
Mar de respiros profundos y revueltos,
Mar de la sal de la vida, de sepulcros dispuestos aunque no
estén cavados,
Rugiente mar que, a capricho, generas tempestades o calmas,
También soy como tú: con uno y muchos rostros
Partícipe del flujo y del reflujo, cantor soy de los odios y
de la dulce paz,
Cantor de los amantes que duermen abrazados
También doy testimonio del amor a mis prójimos:
¿Haré sólo inventario de todos mis objetos olvidando la casa
que los tiene y cobija?
No soy sólo el poeta de la bondad, acepto también serlo de
lo inicuo y lo malvado,
¿Qué son esos discursos que nos cuentan de vicios y
virtudes?
El mal me sugestiona, y lo mismo la reforma del mal, mas
sigo imperturbable.
¿Soy un inquisidor, un hombre que desprecia cuanto encuentra
a su paso?
No soy más que aquel hombre que riega las raíces de todo lo
que crece.
¿Te temes que la terca preñez sólo engendre tumores?
¿Pensabas que las leyes que rigen a los astros admiten ser
cambiadas?
Encuentro el equilibrio en un lado lo mismo que en su
opuesto.
Las doctrinas flexibles nos ayudan lo mismo que ayudan las
más firmes,
Las ideas y acciones del presente nos despiertan y mueven,
Ningún tiempo es más bueno para mí que este ahora que me
viene a lo largo de millones de siglos.
No hay nada de asombroso en las acciones buenas de antes o
de ahora,
Lo asombroso es que siempre existan los malvados o los
hombres sin fe.
Se borran el pasado y el presente, pues ya los he colmado y
vaciado,
Ahora me dispongo a cumplir mi papel en el futuro.
Tú, que me escuchas allá arriba: ¿Qué tienes que decirme?
Mírame de frente mientras siento el olor de la tarde,
(Háblame con franqueza, no te oyen y sólo estaré contigo
unos momentos.)
¿Que yo me contradigo?
Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?
(Yo soy inmenso, contengo multitudes.)
Me dirijo a quienes tengo cerca y aguardo en el umbral:
¿Quién ha acabado su trabajo del día? ¿Quién terminó su
cena?
¿Quién desea venirse a caminar conmigo?
¿Os vais a hablar después que me haya ido, cuando ya sea muy
tarde para todo?
Selección y
transcripción: Agensur.info
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