Por Guillermo Piro |
Hace muchos años yo vivía en Milán, y diariamente nada
argentino acudía a mi mente (ni el mate, ni el dulce de leche ni el asado)
salvo, claro está, los sándwiches de miga, imposibles de manufacturar en
Italia. Los sándwiches de miga no existen, a menos que llamemos así a los
ridículos tramezzini, que no son otra cosa que sándwiches hechos con pan lactal
y partidos al medio.
Cierto día, de camino a París, un amigo pensaba viajar
desde Buenos Aires a Milán y yo me ofrecí a ir a buscarlo. Milán posee dos aeropuertos:
Linate, que quedaba a menos de 15 minutos de mi casa, y Malpensa, insertado en
la provincia de Varese, cerca de Gallarate, a 35 kilómetros de Milán. Su vuelo
llegaba a las 5 de la mañana. Tanto esfuerzo de mi parte requería una mínima
recompensa, y lo que le pedí fue, justamente, media docena de triples de miga.
Nada de esa porquería envasada que se compra en los
quioscos, sino simples y verdaderos triples de miga.
Me levanté temprano y salí en auto a buscarlo, mucho más
interesado en comerme los triples de miga que en verlo a él, digamos la verdad.
Llegué a tiempo, lo esperé, y cuando apareció arrastrando su valija lo primero
que le pregunté fue por los triples. “No me vas a creer, pero me olvidé. Culpa
del estrés de viajar en avión. Pero me acordé en Ezeiza y te compré esto...”, y
lo que sacó fueron esos paquetes de sándwiches miserables, que ipso facto tiré
en un tacho de basura.
Lo cierto es que no había modo de que pudiera ocultar mi mal
humor. Era un mal humor visceral, total, brutal. Me sentía traicionado,
vilipendiado, decepcionado, estuprado. Mi amigo no sabía cómo remediar aquello. Recorrimos la ruta hasta Milán en
completo silencio, reprimiendo yo las ganas de estrellar el auto contra la
columna de un puente y sacrificar mi propia vida para cobrarme la vida del que
viajaba a mi lado; tanto era el odio que sentía.
Ir a comer no calmó la cosa, pero para entonces ya al menos
mi musculatura facial se había relajado y yo podía articular algunas palabras
decorosamente. Lo llevé a conocer la galería Vittorio Emanuele, pisó con
religiosidad turística las bolas del toro que forman parte del mosaico del
suelo y seguimos camino hacia el teatro de La Scala. Pero en el camino nos
detuvimos en una librería, y allí mi amigo tomó dos libros: uno de Pascal
Quignard y otro de Louis-René des Forêts. El de Quignard era Le scale di
Chambord, pero era un libro demasiado exquisitamente francés para mi gusto.
El otro, en cambio, era Il
chiacchierone, que años después se tradujo en España como El charlatán. El narrador
describe tres o cuatro episodios en los que él mismo se ve involucrado en
ciertos problemas a causa de sus ataques de logorrea. Pero al final introduce
la duda de si todo lo dicho no es más que una mentira y su verdadera intención
fuera meramente la de hablar por hablar. Maravilloso libro. Amigo mío, si estás
leyendo esto, estás disculpado.
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