La frase de Diógenes en
una especie de performance filosófica que sustituía a todos los sesudos
manuales de práctica filosófica.
Por Gabriel Arnaiz
Una de las frases más repetidas de Michel Onfray en su Contrahistoria de la filosofía es que la
reputación de un filósofo “se reduce siempre a la suma de malentendidos que se
acumulan sobre su nombre”. En el caso de los cínicos nos encontramos no solo
ante un caso de incomprensión, sino más bien ante un complot para minimizar su
significación filosófica y borrarlos de la nómina de los filósofos respetables.
Y no podemos olvidar que este “contubernio cristo-platónico” casi ha conseguido
sus propósitos: deslegitimar las corrientes filosóficas opuestas al platonismo
y a la tradición idealista dominante, y, si fuese posible, borrarlos del mapa.
¿Filósofos o payasos?
Los custodios de la tradición filosófica (esos monjes
semicultos que en la Edad Media copiaron los manuscritos de la Antigüedad
grecorromana) filtraron únicamente aquellos textos filosóficos compatibles con
el cristianismo e hicieron desaparecer todas las obras de los filósofos que
fueran incompatibles con su ideología platónico-idealista (pues recordemos que,
como dijo Nietzsche, el cristianismo no es más que platonismo para las masas).
Esa es la razón de que no conservemos ninguna de los numerosos escritos que
escribieron Demócrito (que según Laercio “quiso quemar todos los escritos de
Demócrito que pudiera reunir”), Epicuro (autor de más de 300 rollos), los
sofistas Protágoras y Gorgias, o el triángulo subversivo compuesto por
Antístenes, Aristipo y Diógenes (que entre los tres parece que escribieron más
de cien obras).
Calumnias y
malentendidos
Como parte de esta persistente labor de manipulación
histórica se ha retorcido incluso el sentido original de los términos (cínico,
sofista, hedonista, materialista, etc.). Cuando hoy alguien dice de otro que es
un ‘cínico’, no le está comparando con un héroe filosófico como Diógenes. No
elogia ninguna de las virtudes que le caracterizaban (como su entereza, su
indiferencia frente a las cosas superfluas o su desprecio de las convenciones),
sino que se está refiriendo a una persona profundamente desvergonzada,
impúdica, insolente, procaz, obscena, mentirosa y nihilista, alguien que se
burla de todos los ideales porque no cree en ninguno, es decir, alguien que no
respeta a nada ni a nadie; en suma, un ser despreciable. Y aunque es verdad que
en más de una ocasión los cínicos podían mostrar en público este tipo de
comportamiento, es injusto que su nombre haya pasado a designar toda esta sarta
de vicios, pues precisamente fue su ejemplar estilo de vida (austero, coherente
y disciplinado) el que a los ojos de los antiguos los convirtió en modelos de
virtud y sabiduría.
Por si todo esto fuera poco, algunos psiquiatras poco
informados han decidido bautizar el deseo compulsivo de algunos ancianos por
acumular todo tipo de trastos inútiles en sus casas y la incapacidad de
desprenderse de esos objetos como “síndrome de Diógenes”; lo que, por otra
parte, no puede estar más alejado del modo de vida cínico. El auténtico
Diógenes fue un maestro en el arte de desapego y si en algo insistió fue en que
debíamos desprendernos de todas las cosas inútiles que dominan nuestras vidas,
no solo de los objetos, sino también de las ideas o las costumbres perniciosas.
Su lema es: “Cuanto menos, mejor”.
Performances
filosóficas
Toda la filosofía de estos autores silenciados (sofistas, materialistas,
hedonistas o cínicos), y especialmente la de Antístenes, Aristipo y Diógenes,
no es más que una poderosa maquinaria de guerra contra el platonismo (¿qué otra
cosa es sino la conocida anécdota del pollo desplumado según la que, habiendo
dado Platón la definición de que «el hombre es un bípedo implume», introdujo en
la escuela un pollo desplumado y dijo: «Aquí está el hombre de Platón».
Entonces, añadió a la definición «y de uñas planas»). Como muy bien supo ver
Peter Sloterdijk en su magnífica Crítica de la razón cínica, el cinismo (y no
el aristotelismo) es la antítesis filosófica realista a las teorías de Platón.
“Diógenes y los suyos oponen una reflexión esencialmente plebeya” contra esa
manera tan aristocrática de concebir el saber y de transmitirlo, un tipo de
diálogo (la diatriba) que no excluya a nadie y que todo el mundo pueda
entender. Constituyen la “primera réplica al ateniense idealismo señorial,
réplica que va más allá de refutaciones teóricas”. Diógenes no habla contra el
idealismo platónico, vive contra él.
El cínico prefiere actuar a pronunciar largos discursos (“el
movimiento se demuestra andando”), prefiere provocar a sugerir, la insolencia a
la demostración. “Diógenes refuta el lenguaje de los filósofos con el del
payaso”, dirá Sloterdijk. Y tiene toda la razón. Diógenes utiliza la pantomima
para transmitir ideas filosóficas. Argumenta con todo su cuerpo, no solo con su
lengua. Podríamos decir que es el creador de la performance filosófica, puesto
que, en lugar de convencer a sus interlocutores con argumentos, utiliza una
serie de actos extravagantes para producir en su oyente un fuerte impacto
emocional que cortocircuite su manera de pensar habitual y le ayude a cambiar
de vida. Es decir, lo que los cínicos buscan con estas acciones es propiciar
eso que los psicólogos llaman hoy “una experiencia emocional correctiva”. Para
Sloterdijk, Diógenes es, sin duda, “el filósofo más filantrópico de nuestra
tradición: popular, sensible, esotérico y plebeyo; hasta cierto punto el gran
payaso de la Antigüedad”.
¡Vivan las anécdotas!
De ahí que sus anécdotas sean tan importantes y que sea
necesario un buen trabajo de interpretación para descubrir las gemas que se
camuflan tras estas payasadas, con las que los filósofos serios y respetables
–como Platón y Hegel– nunca han sabido muy bien qué hacer. El cínico argumenta
con su propio cuerpo, responde al idealismo de Platón con la materialidad más
grosera, por eso defeca, mea y se masturba en la plaza pública. Pero no lo hace
porque sí, por llevar la contraria o por el placer de provocar. No; lo hace
para transmitir una idea, para extirpar una creencia falsa.
“¿Por qué se puede hablar en el ágora –se pregunta
Diógenes–, pero uno no puede hacer allí sus necesidades, si tanto unas como
otras son igual de naturales? ¿Por qué está bien que algunos comportamientos se
hagan en público y otros no?”. Y con sus acciones, Diógenes (o Aristipo, que se
atrevió a ponerse un vestido de mujer) quiere poner de manifiesto la
arbitrariedad de nuestras costumbres, que reflexionemos sobre por qué una
determinada sociedad considera unas conductas como “convencionales” y otras
como “naturales”; y en lugar de pronunciar un largo discurso prefiere provocar
un fuerte impacto emocional en sus oyentes a través de sus extrañas pantomimas.
Es necesario, pues, que saque a la luz el mensaje filosófico
que ellas atesoran y restaure la dignidad filosófica no solo de los cínicos
griegos (Antístenes, Diógenes, Crates, Hiparquia, Menandro…), sino también de
todas las otras corrientes filosóficas minoritarias que durante tanto tiempo
han sido vilipendiadas por los biempensantes en filosofía, todos esos
discípulos de Platón y Hegel que dictaminan lo que es filosofía y lo que no. Y
es que estos señores empingorotados que tanto desprecian la ironía, el humor y
la burla no saben que, como nos recuerda Onfray en Las sabidurías de la
Antigüedad, “la anécdota es la vía regia que conduce al epicentro de un
pensamiento”.
Por ejemplo, la anécdota de Diógenes masturbándose en el
ágora es uno de los mejores ejemplos para mostrar uno de los principios
fundamentales del cinismo: la autarquía. No olvidemos que “uno de los
principales pilares en los que se asienta este ideal del sabio helenístico es
la noción de autarquía, al considerarse que el individuo, por sí mismo, es
capaz de alcanzar la felicidad sean cuales sean las circunstancias externas que
le rodean”, explica José Antonio Cuesta en Ecocinismos, uno de los mejores
libros en español sobre esta incomprendida escuela.
“La masturbación –escribe el autor– es un símbolo inequívoco
de autarquía, ya que cumple la satisfacción de una necesidad sin tener que
recurrir a ningún «agente» externo. El paroxismo del ideal de autarquía queda
plasmado en la réplica que Diógenes da a quienes le reprochan su masturbación
pública; “si frotándose el vientre se calmara el hambre como se calma el deseo
sexual, se solucionarían muchos de los peores males que afectan al ser humano”.
Y continúa: “La desvergüenza se manifiesta en el hecho de que la masturbación
se produce en el ágora, el lugar público por excelencia, además de centro de
reunión del gremio filosófico”. De lo que se puede deducir, pues, “que al
masturbarse en el lugar en el que se filosofa, Diógenes está filosofando con la
masturbación, defendiendo la autosuficiencia y la inocencia de un acto natural
frente a los tabúes y eufemismos de la civilización”.
Pero de todas las anécdotas de Diógenes, la que más
trascendencia ha tenido en la historia del pensamiento es la del día en que
Diógenes estaba tomando el sol y se presentó el emperador Alejandro Magno. Este
le dijo: “Pídeme lo que quieras”. El filósofo le respondió: “Que no me hagas
sombra”. Sloterdijk nos recuerda que “esta es la anécdota más conocida referida
a un filósofo de la Antigüedad clásica, y no sin razón. Demuestra de un solo
golpe lo que la Antigüedad entiende bajo el concepto de sabiduría filosófica:
no tanto un saber teórico cuanto, más bien, un espíritu insobornable”.
El héroe filosófico
Y es que para los antiguos griegos y romanos los cínicos eran
un modelo de virtud, y Diógenes, uno de los mejores representantes de la
tradición socrática. Quizás nadie lo ha expuesto de manera tan clara como
Foucault, cuando dice en Discurso y verdad en la antigua Grecia que “Diógenes
era una figura real, histórica, pero su vida se volvió tan legendaria que se
convirtió en una especie de mito cuando anécdotas, escándalos, etc., fueron
añadidos a su vida real. Acerca de su vida no sabemos demasiado, pero está
claro que llegó a ser una especie de héroe filosófico. Platón, Aristóteles,
Zenón de Citia, por ejemplo, eran autores filosóficos y autoridades en
filosofía, pero no eran considerados héroes. Diógenes era fundamentalmente una
figura heroica”. Así lo consideró, por ejemplo, Juliano el Apóstata, emperador
romano del siglo IV d. C, para quien Diógenes representaba la perfección del
ideal de vida filosófica: alguien que era capaz de llevar en todo momento un
modo de vida ejemplar –más incluso que Sócrates– que pudiera servir de
inspiración a otros seres humanos. Diógenes sería algo así como el Hércules de
la filosofía, el atleta máximo de la virtud y el espejo en el que los filósofos
posteriores –y especialmente los estoicos– se mirarían para ser mejores.
A pesar de lo que en un principio pudiera parecer, los cínicos
ejemplifican mejor que nadie el modo de vida esforzado del filósofo, que debe
estar ejercitándose constantemente para superar todo tipo de pruebas físicas y
anímicas. Recordemos uno de sus dichos más famosos: “Nada se consigue en la
vida sin entrenamiento y este es capaz de mejorarlo todo”. Como insiste García
Gual en La secta del perro, “la vía de la verdadera excelencia consiste en no
dejarse dominar por nada, por ningún contratiempo: ni por el hambre, ni por la
sed y el frío, ni por el dolor físico, la pobreza, la humillación o el
destierro, sino ver en todo ello una mera ocasión de probar la propia fuerza
moral y de voluntad, ocasión para el endurecimiento, de «ascesis» en sentido
corporal y anímico”.
La seriedad camuflada
Y es que, en el fondo, “tras la causticidad de Diógenes y su
intención de provocar, percibimos una actitud filosófica seria, tal como puede
haber sido la de Sócrates. Si se dedicó a hacer caer una tras otra las máscaras
de la vida civilizada y a oponer a la hipocresía en boga las costumbres del
«perro», ello se debe a que Diógenes creía que podía proponer a los hombres un
camino que los condujera a la felicidad”, escribe Marie-Odile Goulet-Cazé, la
autora de L'ascèse cynique, a quien Michel Onfray cita en Cinismos: Retrato de
los filósofos llamados “perros”, dos de los filósofos que más se han empeñado
en reivindicar la dignidad filosófica del movimiento cínico.
Pero la mejor descripción de lo que Diógenes significó para
los antiguos es de Máximo de Tiro, filósofo platónico del siglo II d. C.: “Se
despojó de todos los condicionantes del entorno, se liberó de las ataduras y
recorría libre la tierra, al modo de un ave con uso de razón, sin temor al
tirano, sin dejarse constreñir por la ley, ni ocuparse de la política, ni estar
agobiado por la crianza de niños, ni encarcelado por el matrimonio, sino que se
burlaba de todos esos hombres y de sus ocupaciones como nosotros de los niños
pequeños, cuando les vemos tan seriamente ocupados en el juego de las tabas y recibiendo
golpes, ganándolas y perdiéndolas. Llevaba el régimen de vida de un rey, pero
libre y sin temor […]. Fue más excelso que Licurgo, Solón, Atajerjes y
Alejandro y más libre que el propio Sócrates”.
Y hoy, ¿quiénes serían los herederos de los cínicos?
¿Ciorán? ¿Quiénes son los que hoy se atreven a criticar los tópicos más
queridos en los que se asienta nuestra sociedad? ¿Agustín García Calvo? Lo
único claro es que, como dijo D'Alembert hace más de dos siglos, “cada época, y
la nuestra en particular, necesita su Diógenes. Sin embargo, la dificultad
consiste en encontrar a hombres que tengan el coraje de ser Diógenes y asumir
las consecuencias”.
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