Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace
exactamente veinte años que navego con una biblioteca a bordo. Porque una
biblioteca personal, como saben ustedes, no es un lugar donde se colocan
libros, sino un territorio en el que uno vive rodeado de inmediatez y de
posibilidades. Hay libros que están ahí, sin leerse todavía, aguardando
pacientes su momento, y otros que ya leíste y a cuyas páginas conocidas
retornas en busca de memoria, de utilidad, incluso de consuelo.
A medida que
envejeces, el número de esa segunda clase de libros, los viejos amigos y
conocidos, aumenta respecto a los que aguardan turno; aunque siempre existe la
melancólica certeza de que, por mucho que vivas, nunca acabarás de leerlos
todos; que la vida tiene límites, que siempre habrá libros de los que te
acompañan que apenas abrirás nunca, y que un día, tanto ellos como los ya
leídos caerán en manos de otros lectores: amueblarán otras vidas. Parece algo
triste, pero en realidad no lo es. Porque tales son las reglas. En cierto modo,
más que una vida de lecturas, una biblioteca es un proyecto de vida que nunca
llegará a culminarse del todo. Eso es lo triste, y lo fascinante.
Un velero no siempre deja tiempo para la lectura. A menudo estás atento a la maniobra, al estado de la mar, a la recha en el horizonte, al tráfico de los malditos mercantes que te vienen encima. Pero siempre hay ratos de calma: días tranquilos con marejadilla y quince nudos de viento, con todo el trapo arriba, o fondeos apacibles en lugares sin algas, donde cuarenta metros de cadena permiten dormir algo más tranquilo. Ahí es donde los libros se vuelven compañía perfecta, al sol o a la sombra en verano, abajo en la camareta en invierno, a veces de noche, a la luz de una lámpara, mientras arriba, en la bañera, alguien te releva cuatro horas en la guardia y oyes el vago rumor del canal 16 en la radio.
Durante mucho tiempo, a bordo sólo
llevé libros sobre el mar. Es una vieja costumbre. Quizá porque he leído
demasiados de ellos, hace un par de años empecé a admitir polizones terrícolas
en la biblioteca marinera, donde antes estaban proscritos. Aun así, éstos
siguen siendo pocos, y por lo general se relacionan con la novela que estoy
escribiendo en cada momento. Lo seguro es que vuelvo una y otra vez a los de
siempre, los marinos, releyéndolos a menudo. Hace poco dediqué una temporada a
calzarme por enésima vez todas las novelas de Joseph Conrad que tienen el mar y
a los marinos por protagonistas, empezando por la Línea de sombra y
acabando por el ejemplar de El espejo de mar traducido por
Javier Marías que siempre llevo a bordo. En realidad, la biblioteca del barco
se reparte en tres zonas. Bajo la mesa de la camareta llevo los derroteros y
los libros de señales, faros y mareas, y en las estanterías sobre la entrada al
motor van los libros técnicos e históricos, incluidos los dos derroteros de
Tofiño -es asombroso cómo aún son útiles para un velero, dos siglos y medio
después- y también, lleno de subrayados y notas, el sobado e
imprescindible Navegación con mal tiempo, de Adlard Coles. Con
ellos, entre otros, elDiccionario marítimo de O'Scanlan, dos obras
de Fernández de Navarrete en las que me sumerjo gozoso de vez en cuando (Historia
de la Náutica y los cinco magníficos volúmenes de Viajes y
descubrimientos de los españoles) y varios clásicos lomos amarillos de
Editorial Juventud, entre ellos mis dos favoritos, que también lo fueron de mi
padre: Corsarios alemanes en la Primera Guerra Mundial y Corsarios
alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
Los libros que más se renuevan a
bordo son los de la tercera zona, correspondiente a novelas y otros libros de
ficción que ocupan estantes y armarios en la camareta. Por ahí han pasado, y
regresan de vez en cuando, los 20 volúmenes de la serie Capitán de mar
y guerra, de Patrick O'Brian, así como los de Alexander Kent y C. S.
Forester -los de la serie Ramage de Dudley Pope, sólo
disfrutables por anglosajones cretinos aficionados al tópico, los arrojé hace
años por la borda-. También, por supuesto, con amarre fijo en un estante, Moby
Dick, de Melville, y la trilogía de Nordhoff y Hall sobre la Bounty.
A eso hay que añadir la soberbia novela El cazador de barcos, de
Justin Scott, La Cacería, del gran Alejandro Paternain, El
enigma de las arenas, de R. E. Childers -una de las más hermosas novelas
sobre mar y espionaje que leí nunca-, y la obra maestra sobre la batalla del
Atlántico: Mar Cruel, de Nicholas Monsarrat. Cuya magnífica
película, aunque sólo puede encontrarse en inglés, regalo a mis amigos cada vez
que me la tropiezo.
Libros y mar, en resumen. Memoria,
aventura, navegación. Y la tierra, bien lejos. Les aseguro que no puedo
imaginar combinación más feliz. Situación más perfecta.
© KLSemanal
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