El fortalecimiento
del discurso "duro" del kirchnerismo augura malos resultados
para los
conciliadores de la propia fuerza oficial.
Por Marcos Novaro (*) |
Durante varios meses, más precisamente en el período que se
abrió con las elecciones legislativas de 2013, se profundizó con la devaluación
de enero de este año y se cerró cuando la Corte Suprema norteamericana rechazó
la apelación del gobierno argentino por el fallo del juez Griesa, pareció que
íbamos a tener una salida tranquila del ciclo kirchnerista. Pero todo eso quedó
en agua de borrajas en el último mes y medio.
En esos meses de “transición tranquila” el clima de
moderación fue abonado tanto por los movimientos hacia el pragmatismo económico
del Ejecutivo como por la tendencia del grueso del peronismo a acompañar las
jugadas de Scioli hacia una “continuidad con cambios”, que suponía tenderles
puentes de plata a los kirchneristas para que confiaran en una salida sin
sobresaltos del poder, con la posibilidad además de continuar ocupando alguna
porción del mismo o al menos la de volver a ocuparla más adelante.
Una vez que, con la derrota electoral en las legislativas,
quedó del todo claro que el oficialismo no podría evitar un final de ciclo y en
el mejor de los casos le esperaba una transición hacia un nuevo gobierno que,
pudiendo ser más o menos distante del proyecto y el liderazgo de Cristina,
encarnaría necesariamente una cierta discontinuidad, se empezó a abrir en el
gobierno un cada vez más amplio abanico de posiciones respecto a cuál sería la
alternativa más conveniente, y cuál la que tenía más chance de concretarse:
¿candidato propio para perder dignamente?, ¿candidato afín pero no tanto, como
para maximizar el resultado electoral?, ¿listas únicas y controladas por los
más fieles en los cargos legislativos y subnacionales, o colaboración con todos
los presidenciables para que la dirigencia adicta se distribuyera del mejor
modo posible en todas las listas en competencia?, y varias alternativas más.
Todas podían ser más o menos compatibles con la idea de la “transición
tranquila”, y por eso había tensiones y recelos pero no conflicto. O parecía no
haberlo. Pero a medida que pasó el tiempo fue quedando también en claro que,
como ninguna de esas opciones prosperaba demasiado en el incómodo escenario de
una economía en declive y un gobierno cada vez más acosado por las malas
noticias, y con apoyo social y control de la agenda por tanto declinantes, las divisiones
internas se agravarían y la capacidad de imponer a la postre una solución que
satisficiera sino a todos al menos al mayor número iría disminuyendo más y más.
La transición tranquila, en suma, se fue pareciendo
progresivamente, a los ojos de Olivos al menos, a un lento e ineluctable
tránsito hacia el aislamiento y la impotencia. Así que, mal o bien, con buen
criterio o sin él, la presidente decidió dar un golpe de timón. Haciendo que
las apuestas hasta mediados de este año dominantes en el PJ, y que se habían
contagiado en el empresariado y los observadores extranjeros, respecto a la
moderación oficial y el control mínimo de las tensiones económicas y políticas
de aquí a finales de 2015 saltaron por los aires.
El giro emprendido por la presidente puede salir bien o mal,
pero en cualquier caso va a perjudicar principalmente a los moderados del
oficialismo: si sale bien porque los que se fortalecerán serán sus sectores más
duros, que los detestan aún más que los opositores, y si sale mal, porque a
éstos ya no les servirán de nada esos frustrados promotores de la conciliación.
Podría considerarse que la culpa de que la tranquilidad no
haya prosperado es la terquedad de Griesa, la indiferencia de Obama, el
providencialismo de Kicillof o la mala suerte. Pero lo cierto es que desde un
principio había pocas chances de alcanzarla. Por lo menos si consideramos como
antecedentes válidos todas las ocasiones anteriores en que el kirchnerismo se
enfrentó a la opción de pagar costos inmediatos para evitar posibles males
mayores en el futuro: en prácticamente todas esas ocasiones él optó por
postergar los costos, aunque luego se pudieran agravar. Lo hizo no sólo por
comodidad, ceguera ideológica o coyunturalismo. Pesó también la desconfianza en
que sus esfuerzos y sacrificios les fueran luego recompensados.
En particular en este caso puede decirse que en la primera
mitad del año se volvió evidente que lo que los moderados le pedían a Cristina
fue que confiara en algo que ella no podía confiar: que luego de ceder el poder
la seguirían respetando, le garantizarían su impunidad, no le robarían los
legisladores y funcionarios que hubiera dejado sembrados en los intersticios de
la futura elite de poder. Cristina no puede ignorar que, por más que los
aspirantes “oficiales” a la sucesión le reconozcan virtudes a su gobierno, le
ofrezcan participar en la nueva coalición y le aseguren para todos o la mayor
parte de sus fieles, serán los más necesitados de diferenciarse de su legado.
Porque para ganar deberán conquistar a los que dudan de su valía. Es por tanto
más que nada cálculo, más allá de los caprichos, la petulancia y el delirio del
relato, lo que la obliga a radicalizarse, encerrarse en su círculo íntimo, y
dar la última batalla por “la idea”.
La “transición tranquila” apuntaba a lograr que al menos una
porción de los ciudadanos votara agradecido, y para ello trataba emparchar el
barco lo mejor posible, para que se pudiera decir que la herencia era
mayormente reivindicable. Pero apostar todo a que “Cristina terminara lo mejor
posible”, como sostuvo abiertamente Scioli más de una vez, y una nueva mayoría
pudiera dejarse seducir por la fórmula “continuar lo que está bien, cambiar lo
que está mal y hacer lo que falta” suponía digerir el kirchnerismo en el
horizonte más amplio de los mediocres proyectos que pueblan nuestra historia.
No casualmente, esa fórmula se hizo popular con la Alianza, a fines de los años
noventa, aunque ahora sus propaladores no quieran acordarse. Y lo que quedó
ahora en claro es que el kirchnerismo tiene una imagen de sí mismo demasiado
elevada para aceptar tal cosa. Cristina nunca se conformará con que otros le
digan qué ha hecho bien, qué hizo mal y qué no hizo. “No permitiremos que
vuelvan a ser otros los que escriban la historia” ha dicho y repetido
últimamente. De allí que lo que tenemos por delante no se sepa muy bien qué es,
pero lo que es seguro es que no tendrá mucho que ver con los planes de Scioli,
ni de sus socios del peronismo, el sindicalismo y el empresariado, y que no va
a ser para nada tranquilo.
(*) Marcos Novaro es
sociólogo y doctor en filosofía, dirige el Programa de Historia Política del
Instituto Gino Germani y la Red de Archivos Orales de la Argentina
Contemporánea.
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