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domingo, 19 de octubre de 2014

La dolorosa traición del peronismo

Por Jorge Fernández Díaz
En los fondos de una casa inadvertida del barrio de Almagro se trenzan diariamente en callada tertulia Evita y el general Perón. Son dos muñecos hiperrealistas de tamaño natural sentados a un living exclusivo, y hace un año me juraba su propietario que ya había encargado una réplica del "compañero Jorge" para que la mítica conversación fuera completa. 

El afable anfitrión, personaje irresistible del folklore político, se refería entonces a Jorge Bergoglio como un camarada relevante del movimiento nacional justicialista, y se ufanaba de haber hecho mucho para acercar posiciones entre Cristina y el papa Francisco. No mentía ni exageraba: esta semana fue confirmado como el nuevo embajador argentino en el Vaticano. Eduardo Valdés tiene un estudio de abogacía y en la trastienda, un confortable salón donde recibe a todo el arco ideológico y mediático. Pero sobre todo tiene un impresionante museo peronista lleno de objetos, rarezas y antigüedades.

Una breve recorrida permite entender la manera en que el peronismo se ha ido apropiando de la arqueología popular. Como una aspiradora famélica fue devorando incluso a figuras, celebridades y sucesos históricos que no le pertenecen, y logró procesarlos como propios e indivisibles. Para que "peronismo" y "popular" sean una misma cosa. Esa impresionante operación no le quita a esa colección personal, sin embargo, su carácter ilusorio. El verdadero peronismo es aquel que nos traicionó: una casta poco melancólica y nada vintage formada por intendentes, gobernadores, diputados, senadores, dirigentes, funcionarios, barracudas y tiburones que fueron rotando en las distintas administraciones públicas, que vaciaron de contenido el organismo invertebrado de Perón, que se enriquecieron con la democracia y que transformaron al Estado en su propiedad privada, su modus vivendi y su modus operandi. Hubo y hay, claro está, peronistas verdaderamente honestos e institucionalistas, pero son por lo general los que siempre pierden. Como esas damas incorregibles que una y otra vez eligen al hombre equivocado, los justicialistas pudieron haber entronizado en su tiempo a Antonio Cafiero y a José Octavio Bordón, pero los bajaron en la esquina. Demasiado cultos, pulcros, cosmopolitas y democráticos.

La muerte de Cafiero, un socialcristiano de convicción sinceramente pluralista, recuerda el camino que el peronismo se negó a recorrer: con él hubo por primera y única vez elecciones internas verdaderas, y la sensación de que el movimiento no actuaba con reflejos anacrónicos de los años cuarenta ni con trastornos obsesivo-compulsivos de los setenta. Hasta pareció por un momento que podía transformarse en un partido moderno: era posible sin perder un ápice de su fuerza ni de su identidad. Pero esa proeza duró lo que un estornudo en una canasta. Ganó Menem y buscó la perpetuación y las mayorías automáticas, e instaló la idea de la transgresión, que llevó a una famosa frase pronunciada por sus acólitos: robo para la corona. Algunos años más tarde, su ex aliado Néstor Kirchner agregó de su propia cosecha una consigna civilizadora: no se puede hacer política sin plata. Esta definición, que bajó como una orden indiscutible a los mandos naturales, podría ser un llamado al empeño, a la pujanza y a la iniciativa privada, pero se dirigía a burócratas ubicados en distintos niveles del Estado, con lo cual se tradujo de manera inequívoca. A ese nuevo apotegma debemos toda clase de escándalos públicos y judiciales. La caja, que era un órgano auxiliar, se convirtió así en el corazón del peronismo. En su auténtica razón de ser.

Tal vez no se pueda tener una mera visión honestista de la política (el término lo acuñó Caparrós), aunque sabemos que sin una cultura de la honestidad no hay país. Y, de hecho, un periodista es como un inspector de bromatología: debe dominar el escepticismo y la aversión que le quedan en la nariz y en el paladar luego de conocer en detalle la cocina del chef. La gran tentación es ver a la política argentina como una novela negra. O como una comedia policial de Woody Allen: un grupo de simpáticos boqueteros actúa a las órdenes de un pastor electrónico que a veces se cree su propio sermón. Discutimos línea a línea sus postulados, mientras abajo los muchachos se entretienen con las cajas. Tal vez Lanata y Alconada Mon entiendan la verdadera política mejor que nosotros. Sus investigaciones sobre la ruta del dinero kirchnerista y la fortuna de la familia presidencial reciben importantes distinciones y premios en diferentes partes del mundo. Para esos jurados internacionales, que miran con objetividad y asombro los documentos y testimonios, se trata de pequeños Watergates. Para los argentinos, es una mancha más del viejo tigre; algo fatal e irrelevante que no tiene ni tendrá peso electoral ni castigo.

A veces un columnista político siente en la intimidad que no acierta con su mirada. Se enreda en los meandros del relato; debate abierta y apasionadamente los discursos. La patria, el imperialismo, el progresismo, las instituciones, la economía. Después descubre que la guita y no el sermón mueve la rueda del peronismo, y entonces siente que libra batallas en la retaguardia de una nación negadora e imposible. Lo hace entrando al trapo que el torero dispone y acaso con la filosofía de Borges: un caballero sólo debería defender causas perdidas. Porque a veces parece que luchar contra la autocracia, la insensatez, la corrupción y la mentira es una batalla destinada al fracaso. La Argentina está gravemente intoxicada; a imagen y semejanza de la mayoría silenciosa del peronismo, es inmune a esos temas menores. De ser cierto lo que transmiten fuentes muy calificadas, el cristinismo podría llegar a un acuerdo con los holdouts en los primeros seis meses del año próximo. Disimulado dentro de ese paquete saldría beneficiado Singer, el buitre multimillonario a quien Obama teme. El poderoso caballero que mandó a un ejército de detectives, economistas y técnicos a pesquisar los negocios del matrimonio Kirchner, y las cuentas de Lázaro Báez y Cristóbal López. De confirmarse este enjuague final, se acentúa la idea de que la política no se ha convertido en una polémica de Jauretche, sino en una novela de Mario Puzo (leer sobre todo Los Borgia).

Quienes alguna vez votaron a candidatos peronistas o creímos como el suscripto que esa alianza social podía superar el pasado e integrarse genuinamente al formato de la democracia que se fundó en 1983 no esperábamos que sus caciques gobernaran con impunidad ni que se ocuparan todo el tiempo de boicotear a sus adversarios. Tampoco que adoptaran ideologías extremas, antagónicas y contradictorias, y lo hicieran siempre con la fe del converso. Que no supieran sino vivir por encima de sus posibilidades: uno con deuda y el otro con maquinita. Que fueran tan malos administradores, unos malvendiendo nuestro patrimonio y quemando la idea privada; los otros rifando los recursos y reduciéndonos a un estatismo rapaz. Ni que se transformaran en lo que combatían: statu quo, vacuos adictos al poder, señores feudales, nueva oligarquía. El peronismo ha sido funcional a la negligencia de la sociedad, y sus ineptos opositores fueron funcionales a su hegemonía. El peronismo ha sido profundamente infiel, y algunos siguen reaccionando como mujeres golpeadas que lo perdonan. Hasta que no asome algo verdaderamente nuevo, todo seguirá siendo museo, negociados y sermón. Tertulias vacías entre muñecos sin alma.

© La Nación

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