Por Jorge Fernández Díaz |
En los fondos de una casa inadvertida del barrio de Almagro
se trenzan diariamente en callada tertulia Evita y el general Perón. Son dos
muñecos hiperrealistas de tamaño natural sentados a un living exclusivo, y hace
un año me juraba su propietario que ya había encargado una réplica del
"compañero Jorge" para que la mítica conversación fuera completa.
El
afable anfitrión, personaje irresistible del folklore político, se refería
entonces a Jorge Bergoglio como un camarada relevante del movimiento nacional
justicialista, y se ufanaba de haber hecho mucho para acercar posiciones entre
Cristina y el papa Francisco. No mentía ni exageraba: esta semana fue
confirmado como el nuevo embajador argentino en el Vaticano. Eduardo Valdés
tiene un estudio de abogacía y en la trastienda, un confortable salón donde
recibe a todo el arco ideológico y mediático. Pero sobre todo tiene un
impresionante museo peronista lleno de objetos, rarezas y antigüedades.
Una breve recorrida permite entender la manera en que el
peronismo se ha ido apropiando de la arqueología popular. Como una aspiradora
famélica fue devorando incluso a figuras, celebridades y sucesos históricos que
no le pertenecen, y logró procesarlos como propios e indivisibles. Para que
"peronismo" y "popular" sean una misma cosa. Esa
impresionante operación no le quita a esa colección personal, sin embargo, su
carácter ilusorio. El verdadero peronismo es aquel que nos traicionó: una casta
poco melancólica y nada vintage formada por intendentes, gobernadores,
diputados, senadores, dirigentes, funcionarios, barracudas y tiburones que
fueron rotando en las distintas administraciones públicas, que vaciaron de
contenido el organismo invertebrado de Perón, que se enriquecieron con la
democracia y que transformaron al Estado en su propiedad privada, su modus
vivendi y su modus operandi. Hubo y hay, claro está, peronistas verdaderamente
honestos e institucionalistas, pero son por lo general los que siempre pierden.
Como esas damas incorregibles que una y otra vez eligen al hombre equivocado,
los justicialistas pudieron haber entronizado en su tiempo a Antonio Cafiero y
a José Octavio Bordón, pero los bajaron en la esquina. Demasiado cultos,
pulcros, cosmopolitas y democráticos.
La muerte de Cafiero, un socialcristiano de convicción
sinceramente pluralista, recuerda el camino que el peronismo se negó a
recorrer: con él hubo por primera y única vez elecciones internas verdaderas, y
la sensación de que el movimiento no actuaba con reflejos anacrónicos de los
años cuarenta ni con trastornos obsesivo-compulsivos de los setenta. Hasta
pareció por un momento que podía transformarse en un partido moderno: era
posible sin perder un ápice de su fuerza ni de su identidad. Pero esa proeza
duró lo que un estornudo en una canasta. Ganó Menem y buscó la perpetuación y
las mayorías automáticas, e instaló la idea de la transgresión, que llevó a una
famosa frase pronunciada por sus acólitos: robo para la corona. Algunos años
más tarde, su ex aliado Néstor Kirchner agregó de su propia cosecha una
consigna civilizadora: no se puede hacer política sin plata. Esta definición,
que bajó como una orden indiscutible a los mandos naturales, podría ser un
llamado al empeño, a la pujanza y a la iniciativa privada, pero se dirigía a
burócratas ubicados en distintos niveles del Estado, con lo cual se tradujo de
manera inequívoca. A ese nuevo apotegma debemos toda clase de escándalos
públicos y judiciales. La caja, que era un órgano auxiliar, se convirtió así en
el corazón del peronismo. En su auténtica razón de ser.
Tal vez no se pueda tener una mera visión honestista de la
política (el término lo acuñó Caparrós), aunque sabemos que sin una cultura de
la honestidad no hay país. Y, de hecho, un periodista es como un inspector de
bromatología: debe dominar el escepticismo y la aversión que le quedan en la
nariz y en el paladar luego de conocer en detalle la cocina del chef. La gran
tentación es ver a la política argentina como una novela negra. O como una
comedia policial de Woody Allen: un grupo de simpáticos boqueteros actúa a las
órdenes de un pastor electrónico que a veces se cree su propio sermón.
Discutimos línea a línea sus postulados, mientras abajo los muchachos se entretienen
con las cajas. Tal vez Lanata y Alconada Mon entiendan la verdadera política
mejor que nosotros. Sus investigaciones sobre la ruta del dinero kirchnerista y
la fortuna de la familia presidencial reciben importantes distinciones y
premios en diferentes partes del mundo. Para esos jurados internacionales, que
miran con objetividad y asombro los documentos y testimonios, se trata de
pequeños Watergates. Para los argentinos, es una mancha más del viejo tigre;
algo fatal e irrelevante que no tiene ni tendrá peso electoral ni castigo.
A veces un columnista político siente en la intimidad que no
acierta con su mirada. Se enreda en los meandros del relato; debate abierta y
apasionadamente los discursos. La patria, el imperialismo, el progresismo, las
instituciones, la economía. Después descubre que la guita y no el sermón mueve
la rueda del peronismo, y entonces siente que libra batallas en la retaguardia
de una nación negadora e imposible. Lo hace entrando al trapo que el torero
dispone y acaso con la filosofía de Borges: un caballero sólo debería defender
causas perdidas. Porque a veces parece que luchar contra la autocracia, la
insensatez, la corrupción y la mentira es una batalla destinada al fracaso. La
Argentina está gravemente intoxicada; a imagen y semejanza de la mayoría
silenciosa del peronismo, es inmune a esos temas menores. De ser cierto lo que
transmiten fuentes muy calificadas, el cristinismo podría llegar a un acuerdo
con los holdouts en los primeros seis meses del año próximo. Disimulado dentro
de ese paquete saldría beneficiado Singer, el buitre multimillonario a quien
Obama teme. El poderoso caballero que mandó a un ejército de detectives,
economistas y técnicos a pesquisar los negocios del matrimonio Kirchner, y las
cuentas de Lázaro Báez y Cristóbal López. De confirmarse este enjuague final,
se acentúa la idea de que la política no se ha convertido en una polémica de
Jauretche, sino en una novela de Mario Puzo (leer sobre todo Los Borgia).
Quienes alguna vez votaron a candidatos peronistas o creímos
como el suscripto que esa alianza social podía superar el pasado e integrarse
genuinamente al formato de la democracia que se fundó en 1983 no esperábamos
que sus caciques gobernaran con impunidad ni que se ocuparan todo el tiempo de
boicotear a sus adversarios. Tampoco que adoptaran ideologías extremas,
antagónicas y contradictorias, y lo hicieran siempre con la fe del converso.
Que no supieran sino vivir por encima de sus posibilidades: uno con deuda y el
otro con maquinita. Que fueran tan malos administradores, unos malvendiendo
nuestro patrimonio y quemando la idea privada; los otros rifando los recursos y
reduciéndonos a un estatismo rapaz. Ni que se transformaran en lo que
combatían: statu quo, vacuos adictos al poder, señores feudales, nueva
oligarquía. El peronismo ha sido funcional a la negligencia de la sociedad, y
sus ineptos opositores fueron funcionales a su hegemonía. El peronismo ha sido
profundamente infiel, y algunos siguen reaccionando como mujeres golpeadas que
lo perdonan. Hasta que no asome algo verdaderamente nuevo, todo seguirá siendo
museo, negociados y sermón. Tertulias vacías entre muñecos sin alma.
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