La muerte del juez de
la Corte Suprema, Enrique Petracchi, reaviva las internas
por poner un sucesor
afín al Gobierno.
Por James Neilson (*) |
Para los oficialistas más fanatizados, lo ideal sería que
hubiera una Corte Suprema encabezada por su señoría Cristina Fernández de
Kirchner, la que en una oportunidad nos dijo que le encantaría probar suerte
como jueza, e integrada por juristas como Carlos Zannini, Alejandra Gils Garbó,
Norberto Oyarbide y, para variar, un clon de Eugenio Zaffaroni que, además de
ser un amigo, sería capaz de darle una pátina de respetabilidad académica en
otras partes del mundo.
Lo peor sería una conformada por jueces de mentalidad
independiente como, para disgusto de Néstor Kirchner y su cónyuge, resultó ser
la Corte Suprema que se construyó una vez defenestrados –merced a una feroz
ofensiva presidencial que debería haber motivado protestas airadas pero que fue
festejada por casi todos–, los menemistas de la mayoría automática.
Tal y como están las cosas, la Corte Suprema poskirchnerista
se parecerá más a la que figura en las pesadillas de la Presidenta que a la
soñada cuando aún disfrutaba del apoyo entusiasta de una proporción sustancial
del electorado nacional. Como siempre sucede al cambiar el clima político, el
Poder Judicial está adaptándose a las nuevas circunstancias. Por mucho que los
jueces de la Corte Suprema procuren mantenerse por encima de lo meramente
coyuntural, distan de estar indiferentes ante el flujo y reflujo de las
corrientes de opinión que, desde luego, están alejándose cada vez más del
fantasioso “relato” kirchnerista.
Desgraciadamente para Cristina y sus fieles, es de prever
que la vacante dejada a comienzos del año que viene por Zaffaroni que, asegura,
ya está ido, no se vea llenada por un militante incondicional sino por alguien
ajeno al campo nacional y popular. De confiar los kirchneristas en conseguir
los votos de dos tercios de los senadores, Cristina podría nombrar a cualquier
personaje que le parezca debidamente comprometido con su proyecto particular,
pero para alcanzar el número exigido tendría que congraciarse con una decena de
opositores, lo que a esta altura no le sería nada fácil. Por el contrario, al
agravarse con rapidez los problemas en todas las provincias del país, lo más
probable es que el poder del oficialismo en la Cámara Alta disminuya en los
meses próximos.
Los radicales ya se han puesto en pie de guerra, y se supone
que los macristas, los progres de UNEN y los seguidores de Sergio Massa también
se opondrán a cualquier intento de Cristina y los suyos de “democratizar” la
Justicia. El jefe actual de la UCR, el senador Ernesto Sanz, no tardó en
advertir que sus correligionarios quieren que el sucesor de Cristina en la Casa
Rosada se encargue del asunto, lo que significaría que, hasta culminar la
transición, el país tendría que arreglárselas con una Corte de cuatro miembros
a menos que los kirchneristas se resignaran a postular a un candidato
considerado relativamente innocuo, como el ex camarista, ex ministro de
Justicia del gobierno menemista y ex ministro de seguridad bonaerense León
Arslanian. Según Ricardo Lorenzetti, a un tribunal que se ha acostumbrado a
funcionar con seis miembros no le sería del todo difícil hacerlo con cuatro, a
pesar del riesgo de que, a veces, sea imposible que haya una mayoría clara a
favor de un fallo determinado.
Hasta mayo pasado, cuando falleció Carmen Argibay, el
tribunal funcionaba con siete integrantes. Con la muerte de Enrique Petracchi,
un peronista de actitudes por lo común moderadas, se vio reducido a cinco, el
número previsto por la reforma de 2006, pero quedan pocos meses para que
Zaffaroni cumpla los 75 años, que, conforme a la Constitución gerontofóbica que
rige desde 1994, es la edad fijada para que se integre a la llamada clase
pasiva. Mientras tanto, para indignación de Cristina, Carlos Fayt, que fue
nombrado antes de la reforma constitucional y que ya tiene 96 años, no parece
tener demasiado interés en jubilarse.
Aunque los kirchneristas se han esforzado por colonizar
amplias zonas del territorio judicial con la esperanza de ahorrarse la
necesidad ingrata de rendir cuentas ante tribunales hostiles por lo hecho en el
transcurso de la década ganada, no les ha sido dado tomar por asalto la Corte Suprema
que, sin ser un bastión opositor, se ha habituado a obrar con un grado de
ecuanimidad que es excesiva a ojos de una presidenta proclive a despreciar las
tradiciones liberales que tanto han aportado a la Justicia en todos los países
occidentales. Con cierta frecuencia, el tribunal ha fallado a favor de los
amenazados por la arbitrariedad voraz de un gobierno resuelto a ir por todo.
Irónicamente, lo que, a juicio de muchos, fue el aporte más notable del
presidente Kirchner a la consolidación de la democracia luego de los golpes
asestados por la convulsión desatada por la crisis económica que puso fin a la
gestión de Fernando de la Rúa, pronto resultaría ser un obstáculo mayúsculo en
el camino de su viuda y sus partidarios insaciables.
Continuará siéndolo. Al ingresar el país en una etapa nada
tranquila, una de descomposición económica, inseguridad callejera, pobreza en
aumento, aislamiento diplomático y un gobierno en retirada cuyos integrantes
tienen motivos de sobra para desconfiar de la Justicia, quienes temen verse
perjudicados por novedades recientes como la ley de abastecimiento o por los
intentos de amordazar “de oficio” al periodismo crítico, apoderándose de
canales televisivos y debilitando económicamente a diarios o revistas, dan por
descontado que los jueces del tribunal máximo seguirán defendiendo sus derechos
constitucionales como corresponde. Es de prever, pues, que hasta fines del año
que viene por lo menos, la relación del Poder Judicial con el Ejecutivo sea
tirante.
También lo será la del Gobierno nacional con la justicia de
otras latitudes, en especial Estados Unidos, país cuyo sistema judicial siempre
ha incidido mucho en el de la Argentina, donde a menudo los magistrados basan
sus propios veredictos en los de sus homólogos yanquis en circunstancias
similares. Fue por lo tanto lógico que, al aludir Lorenzetti al fallo del juez
municipal neoyorquino Thomas Griesa a favor de los fondos “buitre”, insistiera
en que “las sentencias se tienen que cumplir, en la Argentina y en todos
lados”.
Pero puede que no sólo se trate de que a juicio del
presidente de la Corte Suprema el país no tenga más alternativa que la de
pagarle a Paul Singer los más de mil millones de dólares que está reclamando.
Para ablandar a Cristina, los buitres están recogiendo información en lugares
como las islas Seychelles acerca de “la ruta del dinero K” y temas afines que
podrían permitirles pedir el procesamiento de la Presidenta, o de miembros de
su familia, como Máximo, por “lavado de dinero” en Estados Unidos. Será por temor
a algo así, y no por saberse en desacato, que, para sorpresa de muchos,
Cristina afirmó hace algunas semanas que no le sorprendería que “me pongan
presa la próxima vez que vaya a Nueva York: voy a ir igual”. Demás está decir
que, de concretarse la lúgubre conjetura presidencial, el país entero se vería
involucrado en un embrollo político, jurídico y diplomático apenas concebible,
uno que pondría a prueba la sabiduría de quienes aseveran que todos sin
excepción tienen siempre que subordinarse a la ley.
En países democráticos, es perfectamente legítimo que el
presidente de turno quiera que su propia influencia perdure cuando ya no esté
en el poder ubicando a simpatizantes en la Corte Suprema local, donde podrían
permanecer varias décadas. Por ser los tiempos de la Justicia mucho más lentos
que los de la política, en Estados Unidos, el país que, mal que les pese a
muchos, sigue siendo “rector”, es normal que la Corte Suprema sea más
conservadora o más progresista que el gobierno federal.
No extraña, pues, que, con la excepción esporádica del
“garantista” Zaffaroni, los jueces de la Corte Suprema no sean militantes
kirchneristas, aunque en cierto sentido sí es sorprendente que, a pesar de
tantos años de virtual hegemonía, los comprometidos con el “proyecto”
particular del matrimonio santacruceño no hayan podido crear una que sea a su
medida. El fracaso así supuesto se debe en parte a la buena salud de los
miembros del tribunal que, para frustración de los deseosos de reemplazarlos,
han seguido trabajando hasta una edad que en el sector privado sería
considerada avanzada, y en parte a aquella ley que el Congreso aprobó hace ocho
años para que quedara con cinco miembros.
Puesto que los ya incorporados resultaron ser inamovibles,
el gobierno kirchnerista tuvo que esperar a que el paso del tiempo eliminara a
los presuntamente superfluos antes de encontrarse con una oportunidad para
nominar candidatos propios. El momento tan anhelado se acerca, pero para los
kirchneristas ya es demasiado tarde. De haberse producido una vacante hace un
par de años, Cristina hubiera podido aprovecharla, pero en la actualidad no
parece estar en condiciones de hacer mucho más que quejarse del obstruccionismo
opositor, atribuyéndolo, es de suponer, a las maniobras de los buitres que según
ella son responsables de todos los problemas de un país que, con perversidad,
se niega a adaptarse al gran relato nacional y popular.l
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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