Los vaticanistas
confían en que Francisco modificará la postura de la Iglesia
frente a los
tratados como pecadores.
Por James Neilson |
Para algunos, la fe religiosa ha de ser una roca impermeable
a las corrientes torrenciales de la modernidad que están transformando el
mundo, a menudo con consecuencias devastadoras para aquellas sociedades que no
logran adaptarse a tiempo. Quieren agarrarse a verdades eternas. Otros dicen
que, para sobrevivir, los distintos credos y las instituciones que han generado
tendrán que acompañar los cambios, aun cuando hacerlo les exponga al riesgo de
hundirse en un mar del relativismo, peligro este que había preocupado mucho al
cardenal Joseph Ratzinger antes de que se convirtiera en el papa Benedicto XVI.
Es un dilema que enfrentan todos los cultos religiosos. La
virtual imposibilidad de alejarse de una interpretación literal del Alcorán
para entonces proceder a reformar el islam, “modernizándolo” para que sea
compatible con el pluralismo democrático, está detrás de las convulsiones
sanguinarias que están desgarrando el mundo musulmán y que plantean una amenaza
temible al resto del planeta. Los cristianos lo tienen más fácil. Sus textos
sagrados no fueron dictados por el mismísimo Dios y por lo tanto se prestan a
una multitud de interpretaciones distintas. Así y todo, aunque ciertas iglesias
protestantes tratan la Biblia como una mera recopilación de sugerencias
simpáticas, la Católica Romana y Apostólica se ha acostumbrado a combatir la
tendencia secular de turno. Para ella, evolucionar, como dirían los partidarios
del cambio, siempre ha sido difícil.
Lo entenderá el papa Francisco que, para entusiasmo de sus
admiradores progresistas, está procurando reducir la brecha que separa a la
institución que encabeza de los millones de católicos que se sienten excluidos
por ser homosexuales o divorciados según la ley civil, además, en el caso de
muchos más, de los reacios a tomar en serio las exhortaciones eclesiásticas
acerca de lo irremediablemente malos que son los preservativos y el aborto. Aun
antes de difundirse detalles acerca de la pedofilia de un número sorprendente
de sacerdotes, incluyendo a obispos y arzobispos, como el polaco Josef
Wesolowski, cuya detención fue ordenada hace poco por Francisco, la prédica
obsesiva en tal sentido del Vaticano sólo motivaba extrañeza. Escasean los
católicos que han modificado su propia conducta a pedido de la Iglesia. Al
proliferar los escándalos, su autoridad moral se esfumó.
Sea como fuere, aunque los vaticanistas –en la Argentina ya
se cuentan por centenares de miles–, parecen convencidos de que Francisco
logrará modificar radicalmente la postura de la Iglesia frente a los
tradicionalmente tratados como pecadores o, por los más bondadosos, como
enfermos, el Sínodo Extraordinario sobre la Familia que acaba de celebrarse en
la Santa Sede mostró que las opiniones siguen divididas. Es comprensible. Si
abandonaran las posiciones que sus antecesores habían defendido con tenacidad
durante siglos, los guardianes actuales de lo que suponen es la única fe
verdadera los acusarían de haberse equivocado, lo que plantearía la posibilidad
de que ellos también lo han hecho.
A diferencia de los ejecutivos a cargo de las ventas de una
empresa comercial o los estrategas de una agrupación política, los príncipes de
la Iglesia Católica no pueden señalar que les convendría ser pragmáticos sólo
porque las circunstancias han cambiado. Son forzosamente conservadores: la
Iglesia, cuyas raíces se remontan a la antigüedad grecorromana pasando por el
Medioevo, es premoderna por antonomasia. Y, como Francisco advirtió al iniciar
su pontificado, si cambia demasiado, la Iglesia correría el riesgo de degenerar
en “una ONG piadosa”, de reeditar la experiencia de “niños en la playa, cuando
construyen castillos de arena; todo se viene abajo”.
Los clérigos más conservadores rezan para que el libertinaje
militante que creen es tan característico del Occidente actual resulte ser una
moda pasajera, que pronto las cosas vuelvan a la normalidad de épocas más
severas y menos libidinosas. Es por lo menos factible que algo así ocurra. Nada
es permanente en este valle de lágrimas. Desde que el mundo es mundo, períodos
de puritanismo talibanesco se han alternado con otros en los que casi todo ha
estado permitido, de suerte que dista de ser absurdo esperar que en los
atribulados países occidentales se produzca una reacción muy fuerte contra el
progresismo blando de las últimas décadas. Puede que algo así ya esté en marcha
en Europa, donde en muchos países movimientos políticos derechistas, resueltos
a reivindicar valores presuntamente tradicionales, del tipo que encarna la
Iglesia Católica, están haciendo sentir su presencia con vigor creciente.
Fuera de Europa y partes de América latina, en África y
Asia, la voluntad de Francisco de acoger con “respeto y delicadeza” a “los
hombres y mujeres de tendencias homosexuales”, como se propone en el documento
difundido por el sínodo, no habrá sido recibida con beneplácito por el clero
local y la mayoría de los fieles. En algunos países africanos, los gays son
perseguidos con aún más brutalidad que en la Europa de medio siglo atrás.
Puesto que se trata del continente en que el cristianismo, en especial la
variante católica, está disfrutando de un auge, no sería del interés del
Vaticano privilegiar una apertura que podría ser popular en la Argentina y
Europa pero que dista de serlo en países en los que los cristianos se ven
amenazados por una ofensiva musulmana despiadada que ya ha costado centenares
de miles de vidas. Huelga decir que quienes hoy en día dominan el islam no
tratan a los homosexuales con respeto y delicadeza: tanto en el Irán chiíta
como en los países sunnitas los matan en público.
Cuando Benedicto XVI se animó a aludir, un tanto
elípticamente, al belicismo más que milenario del islam, fue amonestado con
virulencia por los biempensantes de Europa, América del Norte y otras partes
del mundo. Intimidado porque había puesto en peligro a sacerdotes católicos y
monjas que trabajaban en países musulmanes, el alemán optó por guardar silencio
sobre el tema. Francisco quisiera ser igualmente conciliatorio, para no decir
“políticamente correcto”, pero, mal que le pese, no le ha sido dado pasar por
alto las atrocidades perpetradas, con orgullo insolente, por los yihadistas del
autodenominado Estado Islámico que, por desgracia, no son los únicos en el
Oriente Medio o el norte de África que están resueltos a exterminar a todos los
infieles, sean estos cristianos o adherentes de otros credos.
Francisco sabe que a menos que los países occidentales y sus
aliados en la región, de los que sólo los kurdos pueden considerarse
confiables, protejan a las minorías religiosas, comunidades que se formaron
hace casi dos mil años pronto dejarán de existir. Dice que “asistimos a un
fenómeno de terrorismo de dimensiones antes inimaginables” –lo habrá sido para
los no familiarizados con la historia reciente de una región en que se recuerda
muy bien el genocidio armenio y griego de hace apenas un siglo–, contra el cual
“la comunidad internacional” debería responder “adecuadamente”. ¿Está por
proclamar una cruzada? Sería de suponer que no, ya que, como tantos otros,
Francisco quisiera ser un pacifista benévolo que pondría fin a los conflictos
negociando con los violentos, asegurándoles que la guerra nunca sirve para
nada, pero puede que haya llegado a la conclusión de que, frente a yihadistas
que no entienden lo de los derechos humanos, en verdad no hay más alternativa
que la militar.
Antes de sorprendernos con tales declaraciones, Francisco,
lo mismo que los dirigentes de virtualmente todos los países occidentales, más
los intelectuales más influyentes, parecía convencido de que sería
contraproducente maltratar a los enemigos jurados de todo cuanto a su juicio no
es debidamente islámico, ya que por cada terrorista abatido surgirían dos o
tres más decididos a vengarlos. También da por descontado que el terrorismo
yihadista es esencialmente revanchista, la consecuencia previsible de los
crímenes y errores perpetrados por imperialistas europeos y sus sucesores
norteamericanos, de suerte que sería más eficaz pedirles perdón.
Parecería que a quienes piensan así no se les ocurrió que la
renovada militancia islamista se ha debido menos a la prepotencia de
generaciones anteriores de occidentales que a la humildad culposa de la actual
que ha brindado la impresión, nada arbitraria, de que Estados Unidos y la Unión
Europea preferirían rendirse, ofreciéndoles una concesión tras otra, a
defenderse por los únicos medios concebibles. En el mundo nada ideal que nos ha
tocado, las guerras estallan cuando los líderes de un bando tienen buenos
motivos para sospechar que el enemigo es tan débil, aunque sólo fuera
anímicamente, que podrían derrotarlo.
Puesto que islamistas de una facción u otra monopolizan el
poder en Irán, están por triunfar en Afganistán, esperan apoderarse de
Pakistán, están avanzando en Siria e Irak, y cuentan con aliados valiosos en
Turquía, Arabia Saudita y en los grandes enclaves musulmanes de Europa, no es
exactamente sorprendente que se sientan capaces de ganar la guerra que han
emprendido. Seguirán hasta chocar contra una fuerza que esté en condiciones de
frenarlos, si es que una finalmente consiga consolidarse, una eventualidad que,
en vista de la voluntad de los gobiernos occidentales a apostar todo a la paz,
aún parece muy poco probable.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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