viernes, 31 de octubre de 2014

Francisco frente a la modernidad

Los vaticanistas confían en que Francisco modificará la postura de la Iglesia 
frente a los tratados como pecadores.

Por James Neilson
Para algunos, la fe religiosa ha de ser una roca impermeable a las corrientes torrenciales de la modernidad que están transformando el mundo, a menudo con consecuencias devastadoras para aquellas sociedades que no logran adaptarse a tiempo. Quieren agarrarse a verdades eternas. Otros dicen que, para sobrevivir, los distintos credos y las instituciones que han generado tendrán que acompañar los cambios, aun cuando hacerlo les exponga al riesgo de hundirse en un mar del relativismo, peligro este que había preocupado mucho al cardenal Joseph Ratzinger antes de que se convirtiera en el papa Benedicto XVI.

Es un dilema que enfrentan todos los cultos religiosos. La virtual imposibilidad de alejarse de una interpretación literal del Alcorán para entonces proceder a reformar el islam, “modernizándolo” para que sea compatible con el pluralismo democrático, está detrás de las convulsiones sanguinarias que están desgarrando el mundo musulmán y que plantean una amenaza temible al resto del planeta. Los cristianos lo tienen más fácil. Sus textos sagrados no fueron dictados por el mismísimo Dios y por lo tanto se prestan a una multitud de interpretaciones distintas. Así y todo, aunque ciertas iglesias protestantes tratan la Biblia como una mera recopilación de sugerencias simpáticas, la Católica Romana y Apostólica se ha acostumbrado a combatir la tendencia secular de turno. Para ella, evolucionar, como dirían los partidarios del cambio, siempre ha sido difícil.

Lo entenderá el papa Francisco que, para entusiasmo de sus admiradores progresistas, está procurando reducir la brecha que separa a la institución que encabeza de los millones de católicos que se sienten excluidos por ser homosexuales o divorciados según la ley civil, además, en el caso de muchos más, de los reacios a tomar en serio las exhortaciones eclesiásticas acerca de lo irremediablemente malos que son los preservativos y el aborto. Aun antes de difundirse detalles acerca de la pedofilia de un número sorprendente de sacerdotes, incluyendo a obispos y arzobispos, como el polaco Josef Wesolowski, cuya detención fue ordenada hace poco por Francisco, la prédica obsesiva en tal sentido del Vaticano sólo motivaba extrañeza. Escasean los católicos que han modificado su propia conducta a pedido de la Iglesia. Al proliferar los escándalos, su autoridad moral se esfumó.

Sea como fuere, aunque los vaticanistas –en la Argentina ya se cuentan por centenares de miles–, parecen convencidos de que Francisco logrará modificar radicalmente la postura de la Iglesia frente a los tradicionalmente tratados como pecadores o, por los más bondadosos, como enfermos, el Sínodo Extraordinario sobre la Familia que acaba de celebrarse en la Santa Sede mostró que las opiniones siguen divididas. Es comprensible. Si abandonaran las posiciones que sus antecesores habían defendido con tenacidad durante siglos, los guardianes actuales de lo que suponen es la única fe verdadera los acusarían de haberse equivocado, lo que plantearía la posibilidad de que ellos también lo han hecho.

A diferencia de los ejecutivos a cargo de las ventas de una empresa comercial o los estrategas de una agrupación política, los príncipes de la Iglesia Católica no pueden señalar que les convendría ser pragmáticos sólo porque las circunstancias han cambiado. Son forzosamente conservadores: la Iglesia, cuyas raíces se remontan a la antigüedad grecorromana pasando por el Medioevo, es premoderna por antonomasia. Y, como Francisco advirtió al iniciar su pontificado, si cambia demasiado, la Iglesia correría el riesgo de degenerar en “una ONG piadosa”, de reeditar la experiencia de “niños en la playa, cuando construyen castillos de arena; todo se viene abajo”.

Los clérigos más conservadores rezan para que el libertinaje militante que creen es tan característico del Occidente actual resulte ser una moda pasajera, que pronto las cosas vuelvan a la normalidad de épocas más severas y menos libidinosas. Es por lo menos factible que algo así ocurra. Nada es permanente en este valle de lágrimas. Desde que el mundo es mundo, períodos de puritanismo talibanesco se han alternado con otros en los que casi todo ha estado permitido, de suerte que dista de ser absurdo esperar que en los atribulados países occidentales se produzca una reacción muy fuerte contra el progresismo blando de las últimas décadas. Puede que algo así ya esté en marcha en Europa, donde en muchos países movimientos políticos derechistas, resueltos a reivindicar valores presuntamente tradicionales, del tipo que encarna la Iglesia Católica, están haciendo sentir su presencia con vigor creciente.

Fuera de Europa y partes de América latina, en África y Asia, la voluntad de Francisco de acoger con “respeto y delicadeza” a “los hombres y mujeres de tendencias homosexuales”, como se propone en el documento difundido por el sínodo, no habrá sido recibida con beneplácito por el clero local y la mayoría de los fieles. En algunos países africanos, los gays son perseguidos con aún más brutalidad que en la Europa de medio siglo atrás. Puesto que se trata del continente en que el cristianismo, en especial la variante católica, está disfrutando de un auge, no sería del interés del Vaticano privilegiar una apertura que podría ser popular en la Argentina y Europa pero que dista de serlo en países en los que los cristianos se ven amenazados por una ofensiva musulmana despiadada que ya ha costado centenares de miles de vidas. Huelga decir que quienes hoy en día dominan el islam no tratan a los homosexuales con respeto y delicadeza: tanto en el Irán chiíta como en los países sunnitas los matan en público.

Cuando Benedicto XVI se animó a aludir, un tanto elípticamente, al belicismo más que milenario del islam, fue amonestado con virulencia por los biempensantes de Europa, América del Norte y otras partes del mundo. Intimidado porque había puesto en peligro a sacerdotes católicos y monjas que trabajaban en países musulmanes, el alemán optó por guardar silencio sobre el tema. Francisco quisiera ser igualmente conciliatorio, para no decir “políticamente correcto”, pero, mal que le pese, no le ha sido dado pasar por alto las atrocidades perpetradas, con orgullo insolente, por los yihadistas del autodenominado Estado Islámico que, por desgracia, no son los únicos en el Oriente Medio o el norte de África que están resueltos a exterminar a todos los infieles, sean estos cristianos o adherentes de otros credos.

Francisco sabe que a menos que los países occidentales y sus aliados en la región, de los que sólo los kurdos pueden considerarse confiables, protejan a las minorías religiosas, comunidades que se formaron hace casi dos mil años pronto dejarán de existir. Dice que “asistimos a un fenómeno de terrorismo de dimensiones antes inimaginables” –lo habrá sido para los no familiarizados con la historia reciente de una región en que se recuerda muy bien el genocidio armenio y griego de hace apenas un siglo–, contra el cual “la comunidad internacional” debería responder “adecuadamente”. ¿Está por proclamar una cruzada? Sería de suponer que no, ya que, como tantos otros, Francisco quisiera ser un pacifista benévolo que pondría fin a los conflictos negociando con los violentos, asegurándoles que la guerra nunca sirve para nada, pero puede que haya llegado a la conclusión de que, frente a yihadistas que no entienden lo de los derechos humanos, en verdad no hay más alternativa que la militar.

Antes de sorprendernos con tales declaraciones, Francisco, lo mismo que los dirigentes de virtualmente todos los países occidentales, más los intelectuales más influyentes, parecía convencido de que sería contraproducente maltratar a los enemigos jurados de todo cuanto a su juicio no es debidamente islámico, ya que por cada terrorista abatido surgirían dos o tres más decididos a vengarlos. También da por descontado que el terrorismo yihadista es esencialmente revanchista, la consecuencia previsible de los crímenes y errores perpetrados por imperialistas europeos y sus sucesores norteamericanos, de suerte que sería más eficaz pedirles perdón.

Parecería que a quienes piensan así no se les ocurrió que la renovada militancia islamista se ha debido menos a la prepotencia de generaciones anteriores de occidentales que a la humildad culposa de la actual que ha brindado la impresión, nada arbitraria, de que Estados Unidos y la Unión Europea preferirían rendirse, ofreciéndoles una concesión tras otra, a defenderse por los únicos medios concebibles. En el mundo nada ideal que nos ha tocado, las guerras estallan cuando los líderes de un bando tienen buenos motivos para sospechar que el enemigo es tan débil, aunque sólo fuera anímicamente, que podrían derrotarlo.

Puesto que islamistas de una facción u otra monopolizan el poder en Irán, están por triunfar en Afganistán, esperan apoderarse de Pakistán, están avanzando en Siria e Irak, y cuentan con aliados valiosos en Turquía, Arabia Saudita y en los grandes enclaves musulmanes de Europa, no es exactamente sorprendente que se sientan capaces de ganar la guerra que han emprendido. Seguirán hasta chocar contra una fuerza que esté en condiciones de frenarlos, si es que una finalmente consiga consolidarse, una eventualidad que, en vista de la voluntad de los gobiernos occidentales a apostar todo a la paz, aún parece muy poco probable.

(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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