Infidencias de
supuestas predilecciones políticas complicaron
a Bergoglio tras la reunión con
CFK.
Por Roberto García |
Desde que trascendió su presunto secreto o su obligada reasignación,al
Bergoglio papa lo domina el enojo con más de uno de los que lo han visitado como
atracción turística, voluntad deportiva, tráfico de influencias o sincera
espiritualidad. Le afectó la versión, confesada por varios infidentes
de su confianza, de que inclinaba sus favores por la candidatura presidencial
de Daniel Scioli más
que por la de Sergio Massa o Mauricio Macri. Hasta se
le atribuían críticas diferentes al dúo que más de uno también se las puede
endosar al gobernador bonaerense.
De la superficialidad a las inconductas
personales. Poco sutil, entonces, para un jefe de Estado esa dedicación. En
tren de reparación, optó por aclarar, cuando la tradición gauchesca no lo
recomienda: instruyó al cura Karcher, de imprudencias previas en un litigio con
Timerman, Parrilli y Cristina, que lo desligara de esa versión comprometida
afirmando que el Sumo Pontífice se involucra solamente en la política
con mayúsculas, no con sus menudencias. Otra puerilidad recurrente del
funcionario vaticano, un entusiasta de la comunicación que falló en su
propósito al tiempo que evitó pronunciarse sobre la solidaridad papal en el
discurso de la dama contra los buitres y el neoliberalismo. Tampoco pudo explicar
la escasa voluntad para conceder ciertas audiencias (Massa, Moyano, quizá
Carrió) ni la presta movilidad de Cristina para rodear al postulante Scioli con
La Cámpora y Kicillof apenas terminó su entrevista con Francisco. Ni hablar de
los acuerdos implícitos por no incluir el aborto en el Código Civil o el
cuidado a los subsidios que el Estado otorga a los colegios religiosos. Si
hasta flaqueó la oficina vaticana con el engorro del recibimiento privilegiado
a los quintillizos camporistas, hubo quienes insinuaron avasallamiento sobre el
anfitrión cuando se sabe que sólo el Papa determinó la bienvenida, el diálogo y
la duración. Bendito tú eres.
Típicos de jesuita, su congregación, los deslices políticos: esa
influyente orden de historia convulsa, con brillos y sombras y unas 30 mil
almas adheridas, siempre fue imputada por hacer política, por “provocar
lío” en cada territorio al que accedía. Era un sino de conciencia. De ahí
que los expulsaran y ciertos reyes lograran, por ejemplo, suprimir la Compañía
de Jesús luego de presionar al papa Clemente XIV. Volvieron más tarde a la
legalidad católica y, en los últimos tiempos, ya con Jorge
Bergoglio en la nómina, atravesaron condenas y marginaciones
por generar acciones sociales en América Latina y en Filipinas. Y desarrollar
otro poder alternativo en la Iglesia, progresista, encarnado en el “papa negro”
(monseñor Arrupe), opuesto al dominante Opus Dei. Tanto que Juan Pablo
II hasta les impuso un interventor, humillante medida de la cual se han
rescatado ahora con la llegada del argentino al trono vaticano, por primera
vez, en 500 años, y luego de varias décadas de sumisión absoluta a la
estructura papal. Eran contestatarios, claro, pero también soldados,
verticalistas, estoicos seguidores del cuarto voto (fidelidad especial al
Papa), que crearon para sumar a los habituales pobreza, castidad y obediencia. Esa
prueba de fe final también la atravesó Bergoglio en el país, compartiendo
cuarto con uno de los obispos más conservadores, Emilio Ogñenovich, para luego
ser elegido inesperadamente por el propio Antonio Quarracino –no menos
conservador y populista– como su sucesor en el Arzobispado de Buenos Aires, en
una misión impensada también que le arrancó al Papa en Castelgandolfo el ex
banquero Francisco Truzzo Hijo.
Los devaneos en su relación con Cristina, entre otros ejemplos, revelan
cierta incompetencia en la política terrenal. Si así no fuera, no habría tantas
aclaraciones insostenibles. Ni hablar de algunos elegidos que, luego de haber
sido recibidos, vuelven como voceros. Quizá lleva Bergoglio el sello
voluntarioso de un berretín peronista de juventud o el merodeo por Guardia de
Hierro –una logia justicialista de mínima bibliografía, curiosas actitudes y
que reconoce orígenes en la Rumania de los años 20, cuando algunos pretendían
mezclarse con el mundo latino–, no tanto con personajes como Alejandro Alvarez,
De la Sota, Joga, Insfrán o Mazzon, sino con discretos adherentes tipo Aldo
Carreras, ex funcionario menor en tiempos menemistas, quizás hoy la clave en el
vínculo entre Francisco y Scioli (o Ricardo Romano, correveidile con una carta
entre Roma y China). Escribe tantas cartas como Arrupe y ha sido austero como
el prepósito general que lo siguió, el políglota Peter Kolvenbach, de quien
heredó la pasión franciscana. Como ellos, se abrirá a la pobreza, el trabajo,
los refugiados, la inculturización, los matrimonios mixtos, el ecumenismo y el
fin de las fronteras (Turquía-Armenia, por ejemplo). Pero en lo doméstico de la
política no se puede despegar de los antecedentes de la compañía: hacen
lío en los lugares que participan. Los antecedentes cuentan.
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