Los cuatro brigadistas muertos en un incendio en Guachipas. (Foto: Defensa. Civil) |
Por Nelson Francisco Muloni
La tragedia siempre rompe al ser humano. Lo desmenuza. Lo
convierte en un descenso permanente hacia un infierno único, irrepetible,
incontrolable. La tragedia transforma la esencia humana. Es casi imposible no
envolverse en esa piel que lastima y que perdura, aun ante posibles nuevas
alegrías. O distancias. Es, de pronto, cuando todo empieza a ser memoria. Es
decir, la muerte es el umbral de la lejanía. Que nos aterroriza.
Cuando la tragedia asume las dimensiones de una espantosa
cotidianeidad, estamos en presencia de la articulación de la necedad, la
infamia y la estulticia de quienes tienen, al menos, la posibilidad de prever
el cauce para que la tragedia no sea tal o para disminuir la dimensión del
terror que ella expande.
¿Cómo explicarle, entonces, a esos responsables cómo (y
cuánto) es la rotura humana cuando la tragedia surge con la fuerza de todos los
pesares?
Así andamos. Dos jóvenes turistas francesas asesinadas y
premios para policías que investigaron el caso que derivó en una burda
composición de mentiras y oquedades. Un niño muerto en una escuela al derrumbarse
una pared. El ‘grado cero’ de la responsabilidad. La supremacía del enjuague de
manos. Una maestra asesinada en los montes y un vendaval de justificaciones. Un
funcionario que mata en la ruta a un joven es designado (vaya paradoja) para cuidar
esas mismas rutas.
No es poca cosa. En el medio, un oficial de policía ‘suicidado’.
Unas maestras ‘culpables’ de las paredes que se caen sobre los niños. Violencia
patoteril en las calles. Inflamación de rabia ciudadana. Marchas pidiendo
justicia. Y el mismo envoltorio de tragedias. Inasibles, ignoradas, encubiertas,
mientras los festivales arrojan una música de falsa algarabía para los
mandamases de turno.
Ahora, incendios que devoran cuatro vidas. En tierras sin
fines sociales. De meras especulaciones de funcionarios que adhieren a la
trivialidad del Gobernante con la misma fruición con la que vienen albergando
sus riquezas mal habidas.
Cuatro jóvenes brigadistas cuyas muertes reinstalaron la
tragedia perdurable. La bocanada cruel del fuego. Del mismo infierno al que
lleva el dolor trágico donde no hay un espejo que devuelva la imagen de la
serenidad o del compromiso porque es un espejo opaco enmarcado en pura desidia
de quienes no asumen la responsabilidad que les cabe. Son funcionarios que
solamente actúan como ejes de un Gobierno descentrado. Apático e inmoral.
Seguirán las tragedias y el espejo no devolverá imágenes ni
símbolos. El azogue del vidrio rajado se ha desgastado vilmente. Y el símbolo
jamás existió.
El espejo está roto y el alma social, también. El Gobernante
guarda silencio. No el respetuoso sino el inconmovible. El vesánico.
En las calles, en los montes, en los cerros, siempre habrá
una nueva boca por donde el infierno devore a los hombres desgajados. Siempre
habrá una sangre que nos aterrorice. Siempre, pero siempre, habrá un Gobernante
con el espejo roto.
© Agensur.info
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