Por Guillermo Piro |
La historia es conocida, pero la cuento para aquellos que
llegaron tarde. Una tarde, Lucio V. Mansilla fumaba un puro repantigado en uno
de los cómodos sillones del Jockey Club cuando apareció Bartolomé Mitre,
visiblemente feliz, y le dijo: “Felicitame, Lucio, acabo de terminar de
traducir La divina comedia”, a lo que Mansilla respondió: “¡Muy bien,
Bartolomé, a estos gringos hay que cagarlos!”.
No hizo falta que Mansilla se
tomara el trabajo de leer la traducción de Mitre, porque Mansilla sabía lo que
saben todos, menos los traductores de Dante, esto es, que La divina comedia no
se puede traducir. O, mejor dicho, que no se puede traducir con éxito. O, mejor
dicho, que no se puede traducir con éxito en verso (hay algunas versiones en
español en prosa que dan una idea vaga de qué se trata y no provocan tantas
náuseas). La razón es sencilla, pero por eso mismo plantea un desafío que pocos
traductores consiguen rechazar: hay que ser Dante para reescribir al Dante. En
realidad, esa frustración no es solamente aplicable a La divina comedia: la
traducción es, dentro de las variadas tareas ligadas a la literatura, la más
noble, la más bella y la más frustrante. Nunca las cosas quedan como hubiera
sido justo que quedaran, pero en el caso de Dante la frustración se multiplica,
digamos, por 152. Lo intentaron, antes de Bartolomé Mitre, Enrique de Villena,
Manuel Aranda San Juan, Pedro Puigbó, Enrique de Montalbán y muchos otros
(todos en España), y luego de Bartolomé, Angel Crespo (su trabajo obtuvo en
España el Premio Nacional a la Mejor Traducción, prueba de cuán insufrible es),
Luis Martínez de Merlo, Abilio Echeverría y Nicolás González Ruiz. En Argentina
volvieron a intentarlo Angel Battistessa, Antonio Milano y Jorge Aulicino, cuya
traducción del Infierno se publicó en 2011 y de quien Edhasa prometió la
versión completa (debería decir “su perversión”) antes de fin de año. Todos
ellos tienen hacia el Dante un comportamiento similar al de Ricardo Arjona
cuando se pone a tejer versos: por momentos emprenden vuelo, pero siempre algo
los hace caer en picada y morir aplastados, dejando en el suelo el bajorrelieve
de sus siluetas. Me pregunto quién hubiera sido capaz de conseguirlo. Pienso
que Borges tal vez hubiera podido. Pero no. Mi mejor candidato es Octavio Paz.
De hecho afrontó uno de los más grandes desafíos para un traductor, como es El
soneto en ix, de Mallarmé. Claro que Paz fue tal vez un poeta mayor que
Mallarmé. Será por esa razón que, hasta donde sé, Octavio Paz nunca quiso
traducir La divina comedia: él no era un poeta mayor que Dante. Nadie es un
poeta mayor que Dante.
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