Por Román Lejtman |
En Roma aún no pueden discernir si no entendió el mensaje o
jugó sus fichas consciente del daño que provocaría al Papa. Durante el largo
almuerzo en Santa Marta, Francisco describió a Cristina su mirada sobre la
situación mundial y su perspectiva sobre la crisis económica y social que
estrangula al país. CFK pareció comprender los argumentos del anfitrión y
exhibió su compromiso de evitar acciones políticas que multiplicarán la
debilidad política de la Argentina.
Francisco sabía que su cónclave con CFK dividió la opinión
pública nacional y alentaba las conspiraciones de la facción más oscura del
Vaticano, protagonista mundial de casos de pedofilia, negocios bancarios y
tráfico de influencia. Pero no le importó: era un sacrificio conciente que
servía para enviar un mensaje diáfano a los jugadores más importantes del país.
Cristina en New York sonrió con placer cuando comprendió que
la foto de Francisco con la remera de La Cámpora había causado una conmoción
política en la Argentina. A diferencia del Papa, que entendió la imagen con el Cuervo Larroque como un gesto de
tolerancia, CFK dispuso de ese instante protocolar para convertir a su
personalismo en la religión oficial.
Francisco almorzó con Cristina para atenuar sus gestos
irascibles, achicar sus errores políticos y revelar que su Presidencia termina
en diciembre de 2015, cuando asuma un nuevo jefe de Estado. CFK abandonó Santa
Marta, viajó a Manhattan, se peleó con Occidente y transformó a La Cámpora en
su única palanca de gobierno.
El Papa quedó paralizado por la respuesta de CFK: había
traicionado su mensaje y su espíritu. Había transformado su gesto pastoral, en
un presunto aval ante las Naciones Unidas y la cocina política del país. El
daño estaba hecho y ahora Francisco debía recuperar su centro de gravedad
institucional.
Tras ese objetivo personal y político, el Papa abandonó a
sus habituales interlocutores y reescribió su manual para tratar la situación
nacional y sus eventuales circunstancias futuras. Sólo dejó en pie su intención
de evitar saltos institucionales y seguirá apostando a la continuidad de
Cristina hasta el 10 de diciembre de 2015.
Pero ya no hará constantes tertulias en Santa Marta. Y allí,
para que se entiendan sus gestos, apenas recibirá a los amigos del alma y a sus
fieles sin cálculo previo, como sucedió con Gustavo Vera y Víctor Fernández, un
legislador y un arzobispo que viajan seguido a Roma. Vera y Fernández saben de
la tristeza y la bronca que tiene el Papa con la Presidente.
Francisco se hará cargo de las pujas palaciegas en el
Vaticano y ya comprobó que su imagen internacional está intacta, pese a los
peculiares discursos de CFK en la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas. Sin duda, maneja su agenda mundial con menos sobresaltos que
la compleja situación política de la Argentina.
El Papa pidió a CFK cautela y gestos de distensión. Cristina
denunció una conspiración en su contra, se blindó con La Cámpora e insiste con
un programa económico que se asemeja a la hoja de ruta del Titanic. Francisco
enfrió su relación con la Casa Rosada y emite mensajes claros a la oposición,
que exhibió su desconcierto ante el almuerzo con CFK y la foto con La Cámpora.
Los mensajes que llegan desde Roma son simples y fáciles de
ejecutar: la estabilidad del gobierno es prioridad, no se puede negociar el
límite judicial de la corrupción pública, el juego no es socio de la política
ni de los comicios presidenciales y el viaje al Vaticano no implica la
absolución de los pecados y el triunfo en las elecciones.
Cristina maltrató a Francisco, que aún no sabe si fue pura
inconciencia o deliberada traición. El Papa teme a la respuesta definitiva.
Debería recordar la fábula del sapo y el escorpión.
© EC
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