Por Octavio Paz |
En abril de 1991,
Octavio Paz publicó un artículo en el que hizo referencia a la libertad de las
sociedades de América Latina y la búsqueda de la legitimidad en medio de las
convulsiones históricas de este continente. El absolutismo y su desaparición
con la independencia y con la instauración del sistema republicano y la
democracia representativa pero oculto bajo distintas máscaras ideológicas.
Las raíces de nuestros pueblos son antiguas y profundas.
Antes del descubrimiento de nuestro continente ya existían complejas
civilizaciones en Perú, Bolivia, América Central y México. Estas civilizaciones
vivieron aisladas durante milenios; sólo hasta el siglo XVI nuestro continente
rompió su inmensa soledad histórica y los pueblos americanos penetraron por
primera vez en el río tumultuoso de la historia universal. Un río hecho de la
confluencia de muchas y distintas culturas, religiones y tradiciones.
Confluencia, pero también contienda. Sin embargo, el aislamiento no desapareció
completamente. Durante los siglos en que fuimos parte del imperio de España y,
en el caso de Brasil, de Portugal, nuestra relación con el mundo estuvo
limitada por la peculiar posición de esas (los grandes naciones frente al
movimiento general de las ideas, las nuevas instituciones que iban creando los
otros pueblos europeos. Somos los hijos de la Contrarreforma. Estas
circunstancias, así como la influencia de las culturas prehispánicas, han sido
determinantes en nuestra historia y explican las dificultades que hemos
experimentado para penetrar en la modernidad. Creo que esto ha sido
particularmente cierto en los casos de los dos grandes virreinatos: Perú y
México.El régimen colonial nos aisló de los grandes movimientos que crearon el
mundo moderno; la independencia fue nuestra primera gran tentativa por unirnos
a ese mundo. Doble ruptura: con España, pero asimismo con nuestro pasado. La
ruptura fue dolorosa., y la herida ha tardado más de un siglo en cicatrizar.
Desde la independencia, América Latina ha sido el teatro de incontables
experimentos políticos. Todos nuestros países han ensayado distintas formas de
gobierno, muchas veces efímeras. El gran número de Constituciones que se han
dado nuestras naciones revela, por una parte, nuestra fe en las abstracciones
jurídicas y políticas, herencia secularizada de la teología virreinal; por
otra, la inestabilidad de nuestras sociedades. La inestabilidad, dolencia
endémica de América Latina, ha sido el resultado de un hecho poco examinado: la
independencia cambió nuestro régimen político, pero no cambió nuestras
sociedades.
A través de todas las convulsiones de nuestra historia no es
difícil percibir, como tema o motivo central, la búsqueda de la legitimidad. La
sociedad colonial estaba fundada en un principio a un tiempo intemporal y
sagrado: la monarquía por derecho divino. La nueva legitimidad histórica fue
temporal: el pacto social. Los súbditos se convirtieron en ciudadanos. Pero la
nueva legitimidad democrática y republicana fue la obra de las elites
ilustradas; no tenía raíces en nuestro pasado y no correspondía a la realidad de
nuestras sociedades. Hubo una hendedura entre las ideas y las costumbres, es
decir, entre los códigos constitucionales y el sistema de creencias y valores
heredados. Las instituciones políticas y jurídicas eran modernas; la economía,
las jerarquías sociales y la ni oral pública eran tradicionales y premodernas.
Las leyes eran nuevas, viejas las sociedades.
La contradicción entre los dos órdenes, el ideal y el real,
el abstracto de las Constituciones y el concreto e irregular de la historia,
provocó una y otra vez conflictos internos, anarquía y, fatalmente, el
surgimiento de regímenes de excepción. El caudillismo, herencia hispanoárabe,
se convirtió en un rasgo distintivo de nuestra vida política. Así se frustró
una de las finalidades del movimiento de independencia, quizá el central:
nuestro ingreso en el mundo moderno.
No faltaron, sin embargo, distintas tentativas dirigidas a
cambiar las estructuras sociales, las costumbres y las mentalidades. A la
modernización por las leyes sucedió la modernización por decreto gubernamental.
A lo largo del siglo XIX surgieron dictadores y caudillos que reprodujeron en
nuestras tierras un fenómeno político que Europa había conocido un siglo antes:
el despotismo ilustrado. Los caudillos eran a veces liberales y otras conservadores
-las dos grandes facciones ideológicas que se disputaron las conciencias y el
poder en el siglo pasado-, pero todos ellos creían firmemente que era posible
cambíar a las sociedades, e incluso a los individuos, desde arriba, por la
combinación de disposiciones administrativas y medidas de coerción. El
catecismo y el látigo. Fue la traducción a la política y al gobierno del viejo
y bárbaro precepto: la letra, con sangre entra.
Todas esas tentativas de reforma terminaron, natural y
fatalmente, en fracasos. La razón es clara: el caudillismo latinoamericano ha
sido el resultado, primordialmente, de la contradicción entre el arcaísmo de la
realidad social y la modernidad meramente formal de las Constituciones; así
pues, los caudi.llos y los jefes revolucionarios, por razón de la naturaleza de
su poder, excepcional y de facto, están orgánicamente incapacitados para
transformar de manera durable una sociedad. Para cambiar la sociedad tendrían
antes que cambiar ellos mismos: desaparecer como dictadores, transformar el
régimen de excepción en legitimidad democrática.
Aunque los métodos autoritarios han fracasado en sus
propósitos de reforma, han prolongado en nuestras naciones la tradición del
Estado patrimonialista. El patrimonialismo es tan antiguo probablemente como el
poder político. Se caracteriza por la fusión de lo privado y lo público: el
príncipe o el presidente manejan los asuntos colectivos como si fuesen los de
su casa. El Estado se convierte en una proyección de la familia. El
patrimonialismo es paternalista, a ratos dadivoso e indulgente, otros despótico
y siempre arbitrario. En Europa se identificó y confundió con la monarquía
absoluta; trasplantado a América durante el periodo virreinal, ha sobrevivido
después de la independencia porque logró incrustarse en el presidencialismo y
el caudillismo. No podía ser de otro modo: los Gobiernos autoritarios y
personalistas tienden a adoptar espontáneamente la ética y las prácticas del
régimen patrimonial.
La modernidad comienza, precisamente, con la abolición de
los privilegios, las prerrogativas y las franquicias del sistema feudal,
heredados y codificados por la monarquía absoluta. Pero no basta con declarar
la desaparición de los privilegios; para que no renazcan es indispensable
romper la conexión entre absolutismo y patrimonialismo. Por eso, uno de los
primeros actos de la Asamblea Constituyente de 1789, durante la Revolución
Francesa, fue ins- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior
tituir un régimen que salvaguardase los derechos humanos e impidiese la
concentración excesiva del poder en una persona o en un grupo. Ese régimen es
la democracia, y su complemento, la división de poderes. Es el único medio
conocido para evitar los abusos y la arbitrariedad del poder personal. ,
En nuestros países, el absolutismo desapareció con la
independencia y con la instauración del sistema republicano y la democracia
representativa. Desapareció como institución, no como realidad, oculta bajo
distintas máscaras ideológicas. Realidad oculta y, no obstante, poderosa,
activa, siempre presente. Con el absolutismo, ahora republicano y personalista,
se ha prolongado entre nosotros el patrimonialismo. Ha sido y es la plaga de
los Gobiernos latinoamericanos del siglo XX. A él le debemos, en buena parte,
el desastroso estado de nuestras finanzas y el peso enorme de la deuda, piedra
atada al cuello de nuestros pueblos.
Una y otra vez se ha denunciado la corrupción, la venalidad,
el enjuague, el chanchullo y el estraperlo (¡cuántos nombres!) como males
endémicos de la Administración pública en América Latina. Incluso algunos
críticos atribuyen estos vicios a una suerte de inmoralidad consustancial a la
condición de latinoamericano. Muy pocos han reparado que estas prácticas
-corrientes en las cortes europeas en los siglos XVI, XVII y XVIII- son
supervivencias, rasgos premodernos que todavía desfiguran nuestras sociedades. Son
una excrecencia de los regímenes personalistas, cualquiera que sea su filiación
ideológica, trátese del monarca por derecho divino, del presidente populista o
del líder revolucionario que gobierna en nombre de un partido que se ostenta
como vanguardia del proletariado.
Los vicios tradicionales del patrimonialismo -la corrupción,
los favoritismos, la arbitrariedad- se han combinado, en la segunda mitad del
siglo XX, con dos supersticiones seudomodernas: el estatismo y el populismo. El
estatismo pretende corregir los excesos y fallas del mercado, pero no ha
logrado sino paralizar nuestras economías, hundidas bajo el peso de enormes,
incompetentes y ávidas burocracias. El populismo ha derrochado el tesoro
público y ha empobrecido a aquellos que intentaba beneficiar y proteger: los
desposeídos. El estatismo latinoamericano ha sido el resultado de una mecánica
y casi siempre infiel interpretación de algunas ideas económicas en boga antes
de la II Guerra Mundial. Así, por ejemplo, las de Keynes, que fueron diseñadas
como remedios de urgencia y que tenían por propósito no dirigir el mercado,
sino justamente lo contrario: devolverle su dinamismo. En realidad, a pesar de
sus afeites modernos, el estatismo latinoamericano no ha sido sino la
resurrección del viejo patrimonialismo colonial. Desenmascararlo es parte de
esa gran tarea de higiene política que han emprendido algunos latinoamericanos,
como Mario Vargas Llosa.
Las dictaduras latinoamericanas han sido siempre regímenes
de excepción. Quiero decir: se han presentado como sistemas transitorios de
gobierno, frente a. una situación de emergencia, y destinados a desaparecer
apenas se restablezca la normalidad. Esta actitud de los dictadores, a veces
explícita y otras implícita, confirma que la legitimidad histórica de nuestros
sistemas de gobierno, desaparecida la monarquía española, ha sido la democracia
representativa republicana. Este sistema ha tenido variantes que registra la
historia, pero, funda mentalmente, ha sido el mismo desde la independencia. Por
su puesto, las desviaciones, las violaciones y las deformaciones han sido, como
ya dije, frecuentes y numerosas. Pero han sido eso: infracciones, y, en
consecuencia, confirmaciones de la regla general.
La verdadera excepción ha sido el régimen cubano. No se presenta
como un régimen transitorio de excepción, como las dictaduras militares de
nuestro continente. Frente a los regímenes fundados en la democracia, la
división de poderes y un sistema de garantías individuales, afirma una
legitimidad de orden distinto: no la que consagra una elección popular, sino la
de un movimiento revolucionario que toma el poder en nombre del proletariado.
Fidel Castro gobierna en nombre del partido que es la vanguardia de la clase
universal que encarna en nuestro tiempo el movimiento histórico. Castro
gobierna en nombre de la historia. Fantasía ideológica que, a pesar de su crudo
simplismo, sedujo a muchos, y entre ellos a no pocos intelectuales
latinoamericanos. Fantasía que hoy la historia barre y deshace como el viento
un poco de niebla que obstruye el horizonte.
Para un hombre de mi generación, nuestro siglo ha, sido un
largo combate intelectual y político en defensa de la libertad: primero, en
favor de la República Española, abandonada por las democracias de Occidente;
después, en contra del nazismo y el fascismo; más tarde, frente al estalinismo.
La crítica de este último me llevó a un examen más radical y riguroso de la
ideología bolchevique. Desde hace más de 30 años rompí con el
marxismo-leninismo. Al mismo tiempo empecé a descubrir -mejor dicho, a
redescubrir la tradición liberal y democrática. En algún momento sentí
atracción hacia el pensamiento libertario; aún lo respeto, pero mis afinidades
más ciertas y profundas están con la herencia liberal. Con todos sus innegables
defectos, la democracia representativa es el único régimen capaz de asegurar
una convivencia civilizada, a condición de que esté acompañado por un sistema
de garantías individuales y sociales y fundado en una clara división de
poderes. Pienso, finalmente, que las nuevas generaciones tendrán que elaborar
pronto una filosofía política que recoja la doble herencia del socialismo y el
liberalismo.
Asistimos ahora a la quiebra de la última ideología con
pretensiones absolutistas. En 1917, los líderes bolcheviques prometieron
enterrar la democracia representativa, que les parecía una fachada de la
opresión capitalista y de la agresión imperialista. Ahora presenciamos el
entierro de su ideología. Los enterradores no son sus rivales de Occidente,
sino sus descendientes y sus víctimas: los pueblos soviéticos y de Europa
central.
En América Latina vivimos también el ocaso de las dictaduras
militares. Primero fue en Argentina, Brasil y Uruguay. Más tarde, el general
Pinochet se ha visto obligado a dejar el poder después de unas elecciones
democráticas libres. En la pequeña Nicaragua, un grupo de revolucionarios había
confiscado la revolución popular que derrocó al tirano Somoza y se propuso
establecer un régimen afín al de Cuba. Ahora, otra vez en elecciones libres, el
pueblo ha elegido a una candidata de la oposición democrática, Violeta
Chamorro. En México se han dado avances hacia el pluralismo democrático;
debemos insistir para que la transición pacífica hacia una democracia moderna
prosiga y se acelere. En suma, con algunas excepciones -la más notable y
flagrante es la de Cuba-, nuestra América comienza a ser un continente de
pueblos libres. Es verdad que la pobreza nos ahoga, pero ahora sabemos que la
libertad -aunque no es una panacea universal, como el bálsamo de Fierabrás para
Don Quijote- es un camino hacia la prosperidad. El desarrollo económico no se
realiza por decreto de un césar revolucionario ayudado por una policía poderosa
y un tribunal de inquisidores; la economía es un campo, como la política y la
cultura, en donde se despliega libremente la inteligencia, el esfuerzo y la
voluntad de los hombres.
Al hablar de la libertad pienso, como todos ustedes, en un
hombre que desde hace años la encarna con dignidad, coherencia y valentía:
Mario Vargas Llosa. Le conozco y admiro desde hace muchos años. Primero me
interesó el escritor, autor de admirables novelas; después, el pensador
político y el combatiente por la libertad. Cuando hace dos años me confió su
decisión de aceptar su candidatura a la presidencia de Perú, confieso que mi
primer impulso fue disuadirlo. Pensé que perderíamos un gran escritor en una
lucha dudosa e incierta como todas las luchas políticas. Estaba equivocado: un
hombre se debe a sus convicciones. El poeta Heine dijo alguna vez que prefería
ser recordado no por su pluma y sus poemas, sino por sus combates en defensa de
la libertad. Estoy seguro de que mañana nuestros hijos y nietos recordarán a
Mario Vargas Llosa, al novelista, al creador de mundos tan reales y fantásticos
como la realidad misma, pero igualmente al combatiente civil y al demócrata.
Saludo en él a la rara síntesis de la imaginación literaria y la moral pública.
Recopilación: El País
(España)
Selección:
Agensur.info
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