Por Guillermo Piro |
No todos nos reímos de las mismas cosas. Eso es una verdad
tan obvia como decir que sobre gustos no hay nada escrito; cosa, esta última,
que al mismo tiempo es una mentira comprobable. Lo que trato de decir es que el
humor encierra un misterio indisoluble, que hace que haya gente que se ríe a
carcajadas viendo a Diego Capusotto –no es mi caso– y gente a quien el cómico
no consigue arrancarle no digo ya una risa, sino siquiera una miserable sonrisa
–ese sí es mi caso–. De chico me pasaba lo mismo con Pepe Biondi: nunca me hizo
la más mínima gracia.
Es llamativo cómo podemos tejer nuestras relaciones
afectivas teniendo opiniones muy distintas referidas a temas diversos, pero de
algún modo una diferencia en aquello que nos hace reír tiñe nuestros vínculos,
los contamina. Alguien que a mi lado se riera a carcajadas de Capusotto sería
para mí irremediablemente un idiota –y viceversa–, y mis amigos pueden ser
cualquier cosa menos idiotas.
El tema es que, aun cuando Capusotto no me cause gracia,
jamás se me ocurriría escribirle para decirle lo que opino de su humor.
Simplemente su humor no es para mí y lo supe desde el primer momento en que lo
vi. Y basta. En cambio, hay gente que se siente con derecho a escribirme para
decirme lo que opina de lo que escribo, como si la cosa me interesara.
Hay un pasaje memorable del documental de Martin Scorsese
sobre Fran Lebowitz, Public Speaking. El film es una larga entrevista a la
genial escritora neoyorquina, con extractos de las conferencias con que se gana
la vida (Fran Lebowitz es una especie de Rulfo moderna, autora de sólo dos
libros memorables, Breve manual de urbanidad y Vida metropolitana). En
determinado momento, al finalizar una de sus conferencias y habilitar el
micrófono a los asistentes para que hagan sus preguntas, alguien, que nunca
falta, en vez de plantear una pregunta concreta, expone. Largamente. Hasta que
Fran Lebowitz interrumpe a esta persona y le dice: “Permítame recordarle que
usted vino a escucharme a mí, no yo a usted”.
El asunto es que cada semana recibo muchos mails de lectores
que pretenden discutir conmigo sobre algún tema tratado en estas columnas, como
si a mí me gustara discutir. No sólo detesto discutir, sino que tampoco me
gusta leer mails que contengan más de tres líneas. Si tienen más de tres
líneas, los considero una invasión a mi privacidad y una falta de respeto.
Cuando tienen tres líneas pero comienzan con un insulto, tampoco los leo –por
las mismas razones–. De modo que pido encarecidamente a los lectores que
desistan y que, si tienen algo que decir respecto de esta columna, le escriban
al ombudsman del diario, Julio Petrarca. Es una persona educada y gentil. No sé
si él los leerá, pero al menos le pagan para eso. Aunque bastante poco,
seguramente.
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