Por J. Valeriano Colque (*) |
Hasta el año pasado, bastaba con una publicidad de 12 cuotas
sin interés para atraer consumidores dispuestos a cambiar el televisor, hacer
un viaje, comprarse una tablet , o un nuevo celular. Pero ahora está cada vez
más difícil. Las cadenas de electrodomésticos difunden ofertas de 18 pagos por
“tiempo limitado” pero el repunte de las ventas es mínimo.
¿Qué cambió? Es obvio que, si uno necesita comprar una
computadora, sigue siendo conveniente (y lo es más aún con la suba de precios)
pagarla hasta un año después al mismo precio de contado. Entonces, tener
disponibles 12 cuotas puede ayudar a quienes ya tenían pensado el gasto.
El problema es que ahora este incentivo ya no lleva a la
gente a consumir más. Lo que pesa en el ánimo de los consumidores ya no es la
conveniencia en el precio sino la expectativa sobre su nivel de ingresos. Y hay
tres razones que hacen que esta sea negativa.
Primero, la inflación este año fue tan alta (con algunos
picos como en enero y febrero que luego no fueron compensados por los aumentos
salariales) que cada vez más familias tienen dificultades para llegar a fin de
mes. Si el dinero no les alcanza, tienen que recortar gastos y los primeros
rubros son aquellos menos necesarios. Así, postergan el cambio del auto,
mantienen el mismo televisor o esperan un poco para el nuevo celular. Y quienes
hoy tienen algún saldo de ingresos, tienen temor de que el dinero no les
alcance más adelante. Entonces, en lugar de embarcarse en una cuota que no
saben si podrán pagar, la guardan.
Segundo, las tasas de interés pegaron un salto importante en
febrero y no volvieron a bajar. Esto no sólo impacta en los créditos personales
o en el financiamiento de tarjetas con recargo. También lo hacen en los planes
sin interés, porque este costo financiero está implícito en el precio de
contado.
Los productos se encarecieron tanto que acceder a ellos,
incluso en cuotas, es cada vez más difícil.
Por último, impacta la situación del mercado laboral. Las
suspensiones y despidos afectan sobre todo a la industria, un sector con
salarios mayores que el resto de la economía, pero también se extienden a otros
rubros. La incertidumbre sobre cuánto y cómo se va a cobrar de sueldo es, sin
duda, otro freno al consumo.
Debería ser todo al revés. Pero no lo es
Entre enero y agosto, el gobierno nacional gastó en
subsidiar a los colectivos de todo el país 11.580 millones de pesos. Significa
que, en lo que va del año, el gobierno de Cristina Fernández gastó
aproximadamente 290 pesos en subsidiar el transporte de cada uno de los 40 millones
de argentinos. Es una simplificación: en buena parte del país ni siquiera hay
un transporte público al cual subsidiar. Pero retenga esa cifra: 290 pesos por
cabeza. Por otra parte, además, el Gobierno gastó:
4.500 millones de pesos en pagar los sueldos de los
empleados de los ferrocarriles que sólo corren en Capital Federal y el
conurbano bonaerense, o sea, el Gran Buenos Aires.
2.360 millones en subsidiar otros gastos de funcionamiento
de esos mismos ferrocarriles del Gran Bueno Aires
Y 1.820 millones en comprar los vagones y locomotoras
nuevos–también para el Gran Buenos Aires–que usted ve que pone en marcha cada
tanto el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo. Ese gasto de
fondos públicos es la base de la campaña política de Randazzo. Quiere ser
presidente.
Sumemos: son 8.680 millones de pesos. Si los dividimos por
cabeza, nos da 556 pesos por cada habitante del Gran Buenos Aires.
Claro que ellos también usan colectivos, así que reciben
además los 290 pesos mencionados al principio, en su condición de argentinos,
que también lo son.
Conclusión: el Gobierno de Cristina Fernández, en lo que va
del año, ha gastado en servicios de transporte 846 pesos por cada habitante del
Gran Buenos Aires. En cambio, por cada habitante del resto del país ha gastado
sólo 290 pesos.
846 contra 290. Es un 190 % más, casi el triple. Esa es la
diferencia entre un ciudadano del Gran Buenos Aires y un mero siervo del
interior del país.
La cosa es más grave todavía. Porque estamos hablando de
gastos de transporte. Como resulta obvio, el costo del transporte de pasajeros
es, entre otras cosas, directamente proporcional a las distancias que se deben
cubrir e inversamente proporcional a las densidades de población. O sea: cuanto
más territorio hay que cubrir, más caro resulta. Y cuanto más densa es la
población, más eficiente resulta (hay mayores posibilidades de que, por
ejemplo, los colectivos circulen llenos, etc.).
Sin embargo, aproximadamente el 65 % de los subsidios
nacionales al transporte público están volcados en una superficie–el Gran
Buenos Aires–que no abarca mucho más que el 1 % del territorio nacional. Y
donde vive aproximadamente el 39 % de la población. Debería ser todo al revés.
Pero no lo es.
Todos los datos surgen del último informe de la Asociación
Argentina de Presupuesto (Asap).
Más que negar la realidad, lo mejor es buscar soluciones
Los funcionarios del Gobierno nacional parecen haber
adoptado una estrategia común ante los problemas: negar la realidad. Durante
años, descartaron que existiera inflación en la Argentina, pese a que–como
contrapartida–autorizaban aumentos que intentaban corregir en parte la pérdida
del poder de compra de sueldos y jubilaciones.
También los principales exponentes de la administración
nacional negaron la inseguridad, que desde hace tiempo preocupa a los
argentinos. Hasta Aníbal Fernández, entonces jefe de Gabinete y hoy senador
nacional por la provincia de Buenos Aires, llegó a hablar de que en realidad
existía “una sensación de inseguridad”.
El relato de estas peripecias no ha concluido, porque ahora
otros funcionarios se han dado a la tarea de negar que exista pobreza y miseria
en la Argentina y acuden, en cambio, a comparar los actuales indicadores con
los que se registraban en la crisis de 2001-2002, pese a que el kirchnerismo
lleva ya más de una década en el poder.
El cuarto informe del Barómetro de la Deuda Social de la
Infancia elaborado por la Universidad Católica Argentina (UCA) advirtió que el
38,8 % de los niños y jóvenes se encuentra en situación de pobreza, en tanto 1
de cada 4 de ellos vive en hogares con necesidades básicas insatisfechas (NBI);
es decir que, además de la carencia de alimentos y servicios esenciales, no
poseen un ambiente físico adecuado para su desarrollo humano. El informe puso de relieve que el 17,5 % de
ese grupo etario reside en viviendas precarias en la Argentina; el 44 % convive
con algún problema de saneamiento y el 19 % se halla en hogares en condiciones
de hacinamiento. El Barómetro destacó, no obstante, que esos tres indicadores habían
experimentado progresos significativos.
De inmediato, el actual jefe de Gabinete, Jorge Capitanich,
y el ministro de Economía de la Nación, Axel Kicillof, desacreditaron el
informe, sin brindar datos oficiales. El Gobierno se niega a proporcionar las
cifras de pobreza desde enero último, cuando modificó el índice de precios al
consumidor. Capitanich, quien días atrás aseguró que casi se había erradicado
la pobreza, insistió en sus conceptos y sostuvo que “la reducción de la pobreza
en la Argentina ha sido abrupta e intensa”. Una expresión que está lejos de una
realidad palpable en su provincia natal, Chaco, y en la vecina Formosa, donde
según los indicadores oficiales casi no existen pobladores con hambre, mientras
que recientes informes periodísticos mostraron cuadros dramáticos de
subsistencia.
Más que negar la realidad, lo mejor que puede hacer el
Gobierno es buscar soluciones, con apoyo de los diversos estamentos del Estado
y de las organizaciones sociales. Lo contrario aleja las posibilidades de una
solución duradera.
La banalización de la
pobreza
La eliminación de la pobreza es una deuda pendiente de todos
los gobiernos desde la recuperación democrática. No hay registros, en los
últimos 30 años, de un nivel de pobreza inferior al 16 %. Demasiado alto para
la historia y los recursos del país.
La pobreza fue muy alta al final del gobierno de Raúl
Alfonsín, como consecuencia de la hiperinflación (47,3 % en octubre de 1989).
La década del ‘90 comenzó con pobreza en torno al 40 %,
estuvo apenas por debajo del 20 % a mediados de la década, y terminó en torno
al 30 %.
Y la década que comienza en 2003 tuvo, paradójicamente, un
desempeño casi idéntico: alrededor del 40 % al comienzo, casi 20 % en el mejor
momento, y alrededor del 30 % al final.
Entre ambas décadas, el desastre de 2002, con pobreza por encima del 5%
(54,3 % en octubre de ese año). La curiosa similitud entre los ’90 y la última
década, a pesar de políticas e ideologías tan diferentes, muestra el impacto de
los desastres macroeconómicos sobre la pobreza: la década menemista comenzó con
alta inflación y terminó con alto desempleo, mientras que la década
kirchnerista comenzó con alto desempleo y termina con alta inflación.
Por eso el primer paso para reducir la pobreza es diseñar y
ejecutar políticas económicas que permitan un mínimo de estabilidad, para
evitar tanto el desempleo como la inflación. De lo contrario, toda política
social estará destinada al fracaso.
Y esto requiere instituciones políticas y económicas que
reduzcan el margen de discrecionalidad de los gobiernos sobre la economía. El
único reaseguro de que los desastres macroeconómicos de los últimos 40 años no
vuelvan a ocurrir. Por supuesto que una macroeconomía bien gestionada no
elimina la pobreza. Porque no funciona la “teoría del derrame”, según la cual
el crecimiento sostenido necesariamente beneficia a toda la sociedad, ya que
existen personas que no pueden acceder a buenos empleos por insuficiente
educación o por periodos demasiado extensos fuera del mercado laboral.
Por eso son necesarias, aun con una macroeconomía estable, política
sociales focalizadas, primero para evitar que esas personas caigan en la
indigencia, y luego para tratar de que adquieran las competencias necesarias
para integrarse al mercado laboral. En
este contexto, la banalización de la pobreza es la peor señal para millones de
argentinos que merecen un futuro mejor. Porque al banalizar la pobreza resulta
difícil que se ejecuten las políticas que permitan eliminarla.
Hay banalización de la pobreza cuando un periodista
argumenta que los pobres eligen vivir en villas miseria por conveniencia. Para
acortar traslados. Con la ventaja de estar cerca de un cine.
Con más dignidad que en algunos lugares de París. Más grave
aún, hay banalización de la pobreza cuando la propia Presidente de la Nación
plantea, como indicador de la calidad de vida en el país, que hay antenas de
Direct TV en las villas.
También cuando el Ministro de Economía plantea que una
familia que tenga vivienda propia no es pobre, aun cuando no tenga ingresos
suficientes para vivir dignamente. O
cuando justifica, con argumentos inaceptables como la existencia de “severas
carencias metodológicas” del Indec, la imposibilidad de publicar índices
oficiales de pobreza e indigencia. Y entonces el Jefe de Gabinete afirma que la
pobreza se redujo drásticamente, aunque no pueda decir cuánto. Como es bien
sabido, no puede gestionarse adecuadamente lo que no se mide. Por eso es
necesario dejar de banalizar la pobreza y comenzar a considerarla con seriedad,
para que millones de niños pobres tengan la oportunidad de un futuro mejor.
Futuro mejor que nunca llegará si, encima, permitimos que se
banalice la educación.
(*) Economista
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