(29 de abril de 1936 - 25 de septiembre de 1972)
Alejandra Pizarnik: "No leería para aprender sino para gozar..." |
Por Guzmán Urrero Peña
Hablando de Alejandra Pizarnik, el diálogo entre
creación y destrucción, coherencia y diversidad contradictoria, se resuelve en
una biografía llena de serios equívocos. Consta en el registro que su natalicio
fue el 29 de abril de 1936. Su raigambre es ruso-judía, y ésa es la identidad
que defienden sus padres, llegados a la Argentina tras haber permanecido algún
tiempo en París, donde vive un hermano del cabeza de familia, Elías Pozharnik.
Ya habrá notado el lector una variante en la ortografía del apellido, un hecho
atribuible, según la versión de César Aira, a «uno de los muy corrientes
errores de registro de los funcionarios de inmigración. Tenía veintisiete años,
y no hablaba una palabra de castellano, lo que era el caso asimismo de su
esposa, un año menor, Rejzla Bromiker, cuyo nombre pasó a ser Rosa»(Alejandra
Pizarnik, Barcelona, Ediciones Omega, col. Vidas literarias,
2001, p.9). Con los Pizarnik instalados en la capital argentina, el árbol
genealógico acoge a dos niñas: Myriam y Flora, más tarde llamada Alejandra. El
clan ocupa una espaciosa vivienda en Avellaneda, mantenida gracias al negocio
de venta de joyería al que se dedica Elías. El destierro, por doloroso que
parezca, es en este caso providencial, pues el resto de los Pozharnik y
Bromiker, «con excepción del hermano del padre en París, y la hermana de la
madre en Avellaneda, pereció en el Holocausto, lo que para la niña debió de
significar un contacto temprano con los efectos de la muerte» (César Aira, op. cit., p. 10).
La experiencia infantil de Alejandra es bastante
liberal, de acuerdo con el criterio de su progenitor. En 1954 concluye los
estudios secundarios y comienza un periodo de titubeo académico. A medio camino
entre las aulas de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la
Escuela de Periodismo, la joven procura descubrir una vocación literaria que le
anima a seguir el catedrático de Literatura Moderna, Juan Jacobo Bajarlía. Ya por
estas fechas, «la fascinación de la infancia perdida —escribe Enrique Molina—
se convierte en ella, por una oscura mutación que cambia los signos, en la
fascinación de la muerte, igualmente deslumbradora una y otra, igualmente
plenas de vértigo» («La hija del insomnio», Cuadernos
Hispanoamericanos,sup. Los complementarios, n.º 5, mayo de
1990, p. 5). Ahora sabemos qué la condujo al taller del pintor
surrealista Batlle Planas. Por algo recuerda Aira que los cuadros de Batlle
reproducen escenas espectrales, «con algo de Tanguy y algo de Arp o Miró. El
interés de la poeta en este tipo de pintura deriva evidentemente de su
figuración metafórica; sólo admitió una desviación hacia la pintura llamada naïf,
que fue una escuela floreciente en la Argentina en ese entonces» (César
Aira, op. cit., p. 11). Con todo, más allá de estas
sutilezas, Alejandra juega a convertirse en reportera, y llega a asistir al
Festival de Cine de Mar del Plata de 1955. Pero la experiencia periodística
queda apartada en beneficio de otras inquietudes.
Como expresión de esa fragilidad a la que haremos
alusión en más de un párrafo, el asma y la tartamudez son irrefutables. En
vista de semejante aprisionamiento somático, don Elías cuida a su hija: costea
su primer libro, La última inocencia (1956), e incluso llega a
abonar los honorarios del psicoanalista que intentará poner en orden el desván
sentimental de Alejandra. De hecho, ni la pintura ni la poesía bastan como
terapia, y ella experimenta el breve y peligroso fenómeno psicodélico de las
anfetaminas. También cura el dolor con analgésicos y frecuenta los somníferos
para escapar de la vigilia nocturna.
Con todos los rasgos de la bohemia juvenil podría
hacerse una suerte de patrón de conducta, relativamente fiel a la personalidad
de Pizarnik, salvo en un detalle nada desdeñable, y es que ella «tuvo una
invencible aversión a la política, que justificaba con el hecho de que su
familia en Europa hubiera sido sucesivamente aniquilada por el fascismo y el
estalinismo. (…) Para ella, la literatura tenía un único compromiso con la
calidad» (César Aira, op. cit., p.17). Así,
pues, la vida literaria es una empresa que ella acomete con máximo interés.
Entre los primeros tejados bajo los que se guarece, figura la revista Poesía
Buenos Aires (1950-1960), foco del grupo de los llamados
invencionistas, paralelo a otro, el surrealista, cuyas inquietudes también son
las propias de la joven poetisa. Curiosamente, la autora de Las
aventuras perdidas (1958) frecuenta la consulta del psicoanálisis aun
cuando André Breton recuerda «a los jóvenes y a las almas novelescas que,
porque este invierno está de moda el psicoanálisis, necesitan figurarse como
una de las más prósperas agencias del charlatanismo moderno, la consulta del
doctor Freud, con aparatos para transformar los conejos en sombreros»(«Entrevista
con el profesor Freud», Los pasos perdidos, traducción de Miguel
Veyrat, Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 89). ¿Contradicción? Más
bien al contrario: coincidencia de freudianos y surrealistas en el vórtice del
subconsciente.
No obstante, precisemos. Dentro del panorama
surrealista, hay dos poetas que coinciden con Alejandra: Enrique Molina y Olga
Orozco. Con esta última, por cierto, «tendría una relación que excedió la
literatura» (César Aira, op. cit., pp. 21-22).
Casi en paralelo, la joven accede en 1955 a las creaciones de Antonio Porchia,
un poeta «fundamental en la creación del estilo y el procedimiento de Pizarnik.
No fue la única que sacó enseñanzas de su obra: el otro fue Roberto Juarroz, y
es instructivo hacer un paralelo entre ambos discípulos» (Ídem, p. 25).
Al reseñar la correspondencia que mantuvo nuestra poeta con el escritor y
pintor manchego Antonio Beneyto (Dos letras, edición de Carlota
Caulfield, Barcelona, March Editor, 2003), Blas Matamoro intuye que, para ella,
«los poemas son aproximaciones a la Poesía. No son obras ni textos, sino
intentos, borradores, ensayos». Con todo, a través de ese tanteo cabe
establecer un inventario de cualidades personales: «ser hija y habitante de la
noche, esa madre antigua y regia; buscar con afán la recuperación de los
olvidos infantiles; cultivar sin confusión el laberinto de una compleja
identidad, centrada en deseos nítidos; existir en una soledad sin fondo y sin
horror; practicar una estética de la locura (Artaud, Lautréamont) como defensa
contra la locura» («Alejandra de cerca», Blanco y Negro Cultural,
suplemento del diario ABC, 12 de julio de 2003, p. 21).
En esa lucha contra la entropía, Alejandra Pizarnik
ensaya diversas estrategias. Una de ellas es el destierro, puesto en práctica
en París desde 1960 hasta a 1964. Pero ni siquiera ese nuevo extrañamiento
relaja su íntima tensión. «En el fondo —escribe el 25 de julio de 1965— yo odio
la poesía. Es, para mí, una condena a la abstracción. Y además me recuerda esa
condena. Y además me recuerda que no puedo «hincar el diente» en lo concreto.
Si pudiera hacer orden en mis papeles algo se salvaría. Y en mis lecturas y en
mis miserables escritos» («Diarios 1960-1968», Frank Graziano,
introducción y compilación, Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D.
F., Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 271). Ya se ve: el
ensimismamiento hermético y la muerte son los dos puertos que la esperan. Otra
empresa posible es el silencio, que se presenta de dos maneras en su obra. «La
primera —temible y peligrosa para la palabra poética, aún en antítesis con
ella— corresponde a la incapacidad de enunciación. (…) La otra —atracción y
fuerza de la palabra poética— simboliza un mundo auténtico, intacto y perdido,
y confina con la poesía misma, además de ser el componente necesario de la
resonancia propia del lenguaje lírico» (Anna Soncini, «Itinerario de la
palabra en el silencio», Cuadernos Hispanoamericanos, sup. Los
complementarios, n.º 5, mayo de 1990, pp. 7-8).
Claro que, en casi todos los temas que tratamos de
ordenar vuelve a infiltrarse la muerte, cuyos códigos descifra en el periodo
durante el cual publica Árbol de Diana (1962) y Los
trabajos y las noches (1965). «Leí mi libro —escribe el 26 de agosto
de 1965—. La muerte es allí demasiado real, si así puedo decir; no el problema
de la muerte sino la muerte como presencia. Cada poema ha sido escrito desde
una total abolición (o mejor: desaparición) del mundo con sus ríos, con sus
calles, con sus gentes. Esto no significa que los poemas sean buenos» («Diarios
1960-1968», op. cit., p. 273). Pese a figurar como detalle
anecdótico, sorprende que, aun definiéndose en esa totalidad de la muerte,
Pizarnik cultivara a ratos y con buen estilo el donaire social. Una vez más, el
lenguaje era su instrumento privilegiado. Por ello censura Ivonne Bordelois que
los autores de semblanzas no hablen nunca de «la extraordinaria voz de
Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción. Alejandra hablaba
literariamente desde el otro lado del lenguaje, y en cada lenguaje, incluyendo
el español y sobre todo en español, se la escuchaba en una suerte de
esquizofrenia alucinante» (Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires,
Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 15).
Cuando el 30 de abril de 1966 retoma las páginas de
su diario, se observa recién llegada a los treinta años, sin saber aún nada de
la existencia. «Lo infantil —escribe— tiende a morir ahora pero no por ello
entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte sin duda.
Renunciar a encontrar una madre. La idea ya no me parece tan imposible. Tampoco
renunciar a ser un ser excepcional (aspiración que me hastía). Pero aceptar ser
una mujer de 30 años… Me miro en el espejo y parezco una adolescente. Muchas
penas me serían ahorradas si aceptara la verdad» («Diarios 1960-1968», op. cit., p. 277). Al cabo, la substancia nativa de la poesía y de la
biografía se confunden, y aunque ello pueda ser discutido por numerosos
analistas, lo cierto es que los motivos recurrentes de una no se explican
fácilmente sin el auxilio de los que atañen a la otra: «la seducción y la
nostalgia imposibles, la tentación del silencio, la escritura concebida como
espacio ceremonial donde se exaltan la vida, la libertad y la muerte, la
infancia y sus espejismos, los espejos y el doble amenazador» (Ana Nuño,
en Alejandra Pizarnik, Prosa completa, edición a cargo de Ana
Becciú, Barcelona, Editorial Lumen, 2001, p. 8).
Mediante el simbolismo desmesurado de Extracción
de la piedra de locura (1968), la sola cita del dolor y la impotencia
configura el tablero poético, pero no ya por medios convencionales, sino a
través de una constatación —rica en consecuencias— de la falta de fe en su
propia imaginación creadora. «Si no fuera así —escribe el 24 de mayo de 1966—
no leería para aprender sino para gozar. ¿Aprender qué? Formas. No, no es el
deseo de frecuentar modos de expresión. Mis contenidos imaginarios son tan
fragmentarios, tan divorciados de lo real, que temo, en suma, dar a luz nada
más que monstruos. (…) Creo que se trata de un problema de distribución de
energías. Pero lo esencial es la falta de confianza en mis medios innatos, en
mis recursos internos o espirituales o imaginarios» («Diarios 1960-1968», op. cit., pp. 279-280).
Desde luego, sólo en este clima de bloqueo y
melancolía es posible estudiar de forma pormenorizada títulos como Nombres
y figuras (1969), La condesa sangrienta (1971) y El
infierno musical (1971). En cierto modo, podemos insinuar un propósito
testamentario, aunque ese fin también es propio de creadores que no conciben el
suicidio entre sus planes. El caso es que, si bien permite que la imprenta
reitere sus palabras, Alejandra no quiere perpetuarse y por eso elige morir en
la madrugada del 25 de septiembre de 1972.
Cincuenta pastillas de Seconal sódico le interesan
como un símbolo de su decisión, y es que la muerte «es la mayor disonancia o,
quizá, la armonía radical del silencio» (Blas Matamoro, Puesto
fronterizo, Madrid, Síntesis, 2003,p. 174). En todo caso, según
detalla Ana Nuño, la mitificación de su propio fallecimiento «ha acabado
produciendo una especie de relato de la pasión que la recubre con el velo de un
Cristo femenino». Abundan los retratos del poeta suicida y Alejandra ingresa en
esa galería de espectros añadiendo una etiqueta más a su obra. ¿Alguien
discute, a estas alturas, que el malditismo sea un rótulo atractivo?
Como es obvio para Nuño, resultan graves las
consecuencias de esa patología consistente en vincular vida y obra. La lectura
de todo ello nos conduce a la cuestión del género: «La melancolía, la soledad y
el aislamiento, cuando se ponen de manifiesto en la vida de una mujer, son
rasgos que admiten ser interpretados como la prueba de un desequilibrio
psíquico de tal naturaleza, que puede conducir a su autora al suicidio o la
locura. Si es varón el escritor, en cambio, y su obra o vida o ambas
manifiestan parecida contextura —la lista es larga, de Hölderlin y Rimbaud a
Kafka y Beckett—, ésta suele recibirse como una confirmación del talante
visionario del hacedor» (Ana Nuño, op.
cit., p. 7). A vueltas con esa conexión entre la obra literaria y
la realidad de su autora, Frank Graziano cree que «la obra suicida de Pizarnik
sólo puede nombrar una muerte literaria y nunca una real». Es más, el debate
sobre si la escritora cometió un suicidio o simplemente erró la dosis, resulta
académico en lo concerniente a su creación literaria, pues dicha obra «sólo nombra
la muerte que sufrió Pizarnik como autora, como personaje de su propia ficción,
cualesquiera que fuesen las intenciones específicas de Pizarnik como persona» («Una
muerte en que vivir», Alejandra Pizarnik. Semblanza, México D.
F., Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 12-13).
Pese a algún exceso romántico y a más de un fraude
piadoso, las biografías que han ido reconstruyendo el pasado de Alejandra
Pizarnik reúnen hechos ciertos, aunque guiados por una relación mudable, de
sabor barroco. En rigor, no son juegos imaginativos sino manifestaciones
vibrantes, cuya materia prima es de las que fecundan una generación. Al fin y
al cabo, reconstruir una vida de esta naturaleza conlleva un acto de soberbia
en el que los biógrafos se creen capaces de expresar sentimientos y formas
delirantes, pero también es un acto de humildad, también es un deseo de
perfeccionar literariamente lo que en el pasado se ve como imperfecto y
quebradizo.
Sueño
Estallará la isla del recuerdo
La vida será un acto de candor
Prisión
para los días sin retorno
Mañana
los monstruos del buque destruirán la playa
sobre el vidrio del misterio
Mañana
la carta desconocida encontrará las manos
del alma
Tomado de
«La última inocencia», en Obras completas. Poesía y Prosas,
introducción de Silvia Baron
Supervielle, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1990, p. 223.
© cvc.cervantes.es - Selección: Agensur.info
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