No se entiende el
optimismo de algún inversor externo ni la admiración
de ciertos empresarios por
Kicillof.
Por Roberto García |
Nadie explica con algún grado de razonabilidad profesional la razón por
la cual han crecido títulos y acciones de la Argentina desde
que Cristina ordenó
esquivar el fallo de la Justicia norteamericana. O no se
desmoronaron esos activos, como suele ocurrir cuando un país –como derivación
de ese desvío jurídico– ingresa al default, a un default anómalo o
a una
irregular cesación de pagos (la falta de precisión semántica
obedece al temor del lenguaraz a que elcanciller Timerman, guardián
imprevisto y estricto del diccionario, lo cite y castigue por utilizar un
vocablo en forma inconveniente).
Tampoco se puede explicar el optimismo que anima a fondos e
inversores del exterior inscriptos en esta hilera de compradores,
ahorristas o especuladores, gente especializada –casi buitre– en sacar agua del
desierto. Un misterio casi policial sin pesquisas esclarecedoras.
Menos se entiende que los protagonistas, casi todos extranjeros y en
abundancia de los EE.UU. –al contrario de los propios argentinos que operan en
los mercados–, ni siquiera contemplen las fricciones de su país con la Casa
Rosada y la anunciada decisión cristinista deceder a
otra administración, en 2016, la responsabilidad de solucionar
el entuerto. Como si le trasladaran un muerto al sucesor desconocido.
Tampoco se entiende, en ese entusiasmo inversor, el doloroso
proceso económico local, manifestado en alta inflación, descontrol del
gasto público, emisión récord, caída del PBI, desajuste cambiario y otras
variables nefastas. Tan peculiar es este fenómeno contradictorio a las
habitualidades que ni la misma propaganda kirchnerista se ha hecho cargo de
esas ventajas que lo benefician.
Podría aceptarse que los operadores locales no crean ni en Soros, quien se
arriesgó a colocar grageas de su patrimonio en YPF, pero en
contraste se podría imaginar que la recurrente facundia de la mandataria
apelaría en algún momento de sus parlamentos a esta situación que la favorece.
No ocurre, sigue el misterio.
Hay varios justificativos, ninguno robusto. Por ejemplo: compran
hoy porque después, cuando se vaya Cristina, lo que vale 100 costará 200.
Ningún fundamento respalda esa teoría, sobre todo en una elite acostumbrada a
ganar en el día a día de los dividendos financieros, no a la espera del
laborioso paso de los años. Otros arguyen que los activos argentinos están
baratos, sin detenerse a sospechar que podrán estar más baratos de continuar la
actual pendiente crítica (tendencia que casi nadie rebate, incluido el
oficialismo).
Tampoco es del todo precisa esa afirmación en casos puntuales: ¿acaso el
valor de los bancos es tan inferior en términos relativos al valor de los
bancos norteamericanos, por ejemplo? Aun así, las acciones de bancos se
sostienen y progresan.
No alcanza tampoco la tontería de decir que nadie sabe qué hacer con tanto dinero líquido en el mundo y, por lo tanto, destinan monedas en tierras que alguna vez serán fértiles. Nadie aplica plata en los agujeros negros.
No alcanza tampoco la tontería de decir que nadie sabe qué hacer con tanto dinero líquido en el mundo y, por lo tanto, destinan monedas en tierras que alguna vez serán fértiles. Nadie aplica plata en los agujeros negros.
Y, por último, casi saludable sería descartar la versión de que en enero
–cuando caiga la
cláusula Rufo que impide pagar un centavo más por lo que se ha
pagado a los bonos reestructurados– el Gobierno se prestará a una negociación
con los holdouts que satisfaga al juez Griesa:
ya la Presidenta advirtió que nunca pagará más de lo que pagó su marido cuando
renegoció la deuda. Y justo es admitir que la palabra de la mujer suele ser más
firme que la del hombre.
De ahí que no sólo persiste el misterio, más bien se agranda: la olita
no disminuye entre los que aventuran dinero, como si no les importara el
mantenimiento de la deuda con los holdouts, el dictamen de la Justicia de
EE.UU. y, especialmente, el no pago efectivo de los bonos –razón de la palabra
default y su ejercicio– que Cristina promete honrar de todas las formas
posibles (depósitos suspensivos, cambios de jurisdicción) pero jamás
según las condiciones que juró cumplir en el prospecto original.
Aparecen complicaciones de todo tipo en esta secuencia.
La incómoda posición del Citi, encerrado entre cumplir con la Justicia
norteamericana y la argentina, opuestas ahora entre sí, pasibles sus directivos
hasta de ir presos. Hasta el nuevo andamiaje de denuncias que la mandataria
expresó y su ministro de Economía multiplicó: el ya famoso y primario plan de
cinco puntos atribuido al gobierno de Obama para favorecer a los buitres. Es
cierto que el capataz de Washington desvaría con su política exterior, que
puede lidiar con el régimen sirio y luego ayudarlo, que fulmina a Al Qaeda y
quizás más adelante se asocie con esa agrupación terrorista para liquidar a
Isis –por citar múltiples ejemplos–, pero cuesta entender un plan de
inteligencia tan rudimentario y explícito para desgastar a Cristina. Menos
creíble que atribuirle a la CIA el descubrimiento, en su momento, de una valija
con 800 mil dólares portada por Antonini Wilson.
Tampoco se comprende la admiración manifestada por ciertos
empresarios respecto de Kicillof. Cristiano Ratazzi, de Fiat, desliza
críticas pero se obnubila con su inteligencia. Daniel Novegill, de Techint, lo
esponsorea en cuanto lugar accede –como la última reunión con los egresados de
Harvard– para que sus colegas de las compañías absorban el conocimiento del
ministro. Kicillof, en términos generales, alude siempre –aburrido e
interminable– a las peripecias del pasado, a la influencia funesta del
neoliberalismo, del consenso de Washington y de los poderes hegemónicos,
mientras que para la actualidad impulsó una Ley de Abastecimiento cuyos
efectos son imprevisibles para el atemorizado mundo empresarial. Otro misterio,
como el de los fondos que se tapan los ojos e invierten en la
Argentina.
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