Massa, Scioli y Macri
comparten el ochenta por ciento de la intención de voto.
En qué se diferencian
y qué tienen en común.
Por James Neilson (*) |
La Argentina es un país bipolar en que, con regularidad
exasperante, las etapas de euforia insensata se alternan con otras de depresión
casi suicida, pero puede que algo esté por cambiar.
En los meses últimos,
muchos se las han ingeniado para combinar el pesimismo extremo con un grado
notable de optimismo.
Cuando piensan en el corto plazo, o sea, en los quince
meses que nos separan del 11 de diciembre de 2015, prevén una serie de
calamidades de proporciones bíblicas al derretirse la economía sin que el
gobierno de Cristina se le ocurra hacer mucho más que rabiar contra los
malditos buitres. Dan por descontado que habrá más inflación, más recesión, más
desempleo y más, mucho más, agitación social.
¿Finis Argentinae? Para nada. Confían en que, concluida la
transición, el país renacerá. Para alivio de los hartos de las extravagancias
kirchneristas, se instalará un gobierno tan normal que el mundo entero se
apresurará a ayudarlo. Vendrá un tsunami de inversiones tanto extranjeras como
locales, Vaca Muerta resultará ser una fuente inagotable de riquezas que lo
inundará de dólares, euros, yenes y hasta yuanes frescos.
La extraña mezcla de pesimismo y optimismo que tantos
sienten se basa en la convicción de que el problema fundamental del país no es
económico sino político, que, gobernada con un mínimo de sensatez, la Argentina
sería capaz de recuperarse en un lapso muy breve. Por motivos comprensibles,
los aspirantes a mudarse a la Casa Rosada se aferran a la idea de que un cambio
de mando sería suficiente como para modificar drásticamente la realidad;
entienden que no les convendría en absoluto brindar la impresión de estar
preparándose para someter la maltrecha economía nacional a un ajuste
draconiano.
Según las infaltables encuestas de opinión, el sucesor de
Cristina se llamará Sergio Massa, Daniel Scioli o Mauricio Macri. Los tres
comparten el ochenta por ciento de la intención de voto. Por las consabidas
razones electoralistas, cada uno quiere persuadirnos de que, a diferencia de
sus dos rivales, representa algo nuevo, pero lo más llamativo es lo mucho que
tienen en común. Son moderados pragmáticos, dialoguistas que se ubican hacia el
centro del mapa político y que se resisten a tomar en serio las engorrosas, y a
menudo engañosas, abstracciones ideológicas que obsesionan a los militantes K.
Las imágenes que han creado se asemejan tanto que podrían ser trillizos. Son de
la clase media aporteñada, deportistas a su modo, con esposas atractivas e
inteligentes, hombres a punto de alcanzar su plenitud que, por cierto, no
desentonarían en el directorio de una gran corporación multinacional.
Hasta hace poco, pareció que Massa y Scioli, dos peronistas
que, de manera explícita en el caso del diputado e implícita, para no decir
subrepticia, en el del gobernador, procuraban distanciar del gobierno
kirchnerista en el cual habían desempeñado funciones destacadas, disputarían la
primacía, pero últimamente Macri ha comenzado a pisarles los talones. El jefe
del Gobierno de la Capital Federal cuenta con lo que andando el tiempo podría
ser una ventaja decisiva: no es otro peronista. Consciente de que la debacle
protagonizada por el kirchnerismo perjudicará a todos los vinculados con el
movimiento que ha dominado el país durante más de medio siglo de decadencia en
virtualmente todos los ámbitos, Massa quiere distanciarse de los compañeros
aunque, huelga decirlo, no soñaría con impedirles ocupar lugares visibles en su
propio Frente Renovador.
La estrategia de Scioli es distinta. Es reacio a romper con
Cristina por razones presupuestarias bien concretas, pero con toda seguridad
sabe que, tarde o temprano, podría resultarle costosa la docilidad socarrona
que le ha permitido seguir disfrutando de un nivel sorprendente de popularidad.
Aunque las acusaciones de felpudismo de que ha sido blanco desde hace mucho
tiempo no parecen haberlo afectado, sus partidarios suponen que un día llegará
el momento en que diga basta para entonces confesar que, como han señalado en
tantas oportunidades los militantes kirchneristas, su propio “proyecto”
político es radicalmente distinto del encabezado por la presidenta actual.
Dadas las circunstancias, es astuta la consigna
contradictoria “continuidad con cambio”, que resume la postura ambivalente de Scioli:
si bien casi todos quieren un cambio, muchos temen perder los beneficios magros
a los que se han acostumbrado y que, como suele suceder en sociedades
clientelistas, atribuyen a la generosidad de políticos con nombres y apellidos.
Al intensificarse la crisis económica, los subsidios de un tipo u otro
adquirirán cada vez más importancia para los más pobres que tienen motivos de
sobra para sentir miedo cuando oyen hablar de racionalidad económica.
Además de depender de los votos de los apenas incluidos,
Scioli espera que Cristina finalmente se resigne a darle los fondos que
necesitaría para asegurar que las próximas fases de la campaña electoral les
resulten favorables. Aunque la presidenta fantasee con la eventual candidatura
de Axel Kiciloff, el domador de buitres que parece haberse apoderado de buena
parte del gobierno nacional y va por más, de los presidenciables actuales el
menos peligroso desde su punto de vista particular sigue siendo el insoportable
gobernador bonaerense. Puede que a veces crea que sería mejor que Macri
triunfara en las elecciones venideras, pero se trataría de una apuesta muy
riesgosa; en las filas de PRO abundan los interesados en emprender una lucha
frontal contra la corrupción.
Como Scioli, Macri tiene forzosamente que tratar de mantener
una relación civilizada con Cristina. Por lo tanto, propende a pasar por alto
los intentos incesantes de los soldados K de sabotear su gestión, privándolo de
recursos financieros, cerrándole el camino erigiendo obstáculos supuestamente
jurídicos, provocando paros o interviniendo en la alocada interna policial en
que participan efectivos de la Federal, la Metropolitana, la Gendarmería y la
Prefectura, de ahí la amenaza del duro del kirchnerismo, el secretario de
Seguridad Sergio Berni, de sacar a los suyos de 14 barrios porteños. Tales
maniobras, como las ensayadas por los kirchneristas contra Scioli en la
Provincia de Buenos Aires, ya no perjudican a Macri. Antes bien, lo ayudan; lo
mismo que los bonaerenses, muchos porteños imputan los desastres del distrito
en que viven no a las deficiencias administrativas del gobierno local sino a la
maldad vengativa de los militantes kirchneristas.
El “relato” de Macri es sencillo. Con datos en la mano, el
dirigente porteño insiste en que, poco a poco, su candidatura está levantando
vuelo al convencerse los habitantes del interior del país de que ellos también
podrían verse beneficiados por una gestión eficaz y que, de todos modos, sería
un error calamitoso confiar una vez más en las promesas peronistas. Para
facilitar la expansión de PRO allende la avenida General Paz, los macristas
están forjando alianzas con fragmentos de la UCR y agrupaciones vecinales con
la esperanza de ensamblar así un aparato electoral de alcance nacional.
Así las cosas, fue lógico que Macri festejara con júbilo el
triunfo de un hombre del PRO, Pedro Dellarossa, respaldado por la UCR, en la
localidad cordobesa de Marcos Juárez, donde derrotó al oficialismo del
peronista disidente José Manuel de la Sota. Con toda seguridad exageraba groseramente
al afirmar que el resultado presagia la llegada de un “tsunami amarillo”, pero
sucede que el mandamás de PRO tiene que aprovechar cualquier avance que sirva
para difundir la impresión de que el país está en vísperas de una
transformación paradigmática.
Es un juego psicológico. Como el de Raúl Alfonsín en 1983,
el destino de Macri dependerá en buena medida de su capacidad para hacer creer
que sí está en condiciones de alzarse con el premio más codiciado de la
política nacional. Quiere que sea cuestión de una profecía autocumplida, ya
que, de consolidarse la idea de que el macrismo sea una fuerza ganadora y que
las tendencias detectadas por los encuestadores sean irreversibles, frenarlo no
sería nada fácil. El enemigo principal de Macri no es Massa o Scioli sino el
escepticismo de quienes suponen que el PRO es un fenómeno exclusivamente
porteño que nunca podría resultar atractivo para los habitantes del resto del
país cuyas preocupaciones y prioridades serán radicalmente distintas.
A juicio de muchos, el que un candidato presidencial sea
considerado demasiado porteño, o bonaerense, constituye un hándicap, ya que la
mayoría suele preferir que el salvador de turno proceda de una provincia
supuestamente libre de los vicios atribuidos a la gran metrópoli y una
provincia que, como a Scioli le gusta recordarnos, equivale a medio país. De
ser así, el trío de favoritos se vería desplazado pronto por alguien de la
Argentina profunda, pero puede que el electorado, aleccionado por lo que
sucedió luego de encargarse del gobierno nacional una banda de amigos riojanos
primero y, poco después, otra de santacruceños de características muy
similares, haya llegado a la conclusión que sería mejor que lo hiciera personas
procedentes de una jurisdicción decididamente mayor que serían menos proclives
a actuar como miembros de una camarilla cerrada.
(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos
Aires Herald”.
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