Por Luis Alberto Romero |
En la película La
caída se reconstruyen los últimos días de Hitler. Encerrado en su búnker,
con las tropas soviéticas a pocos metros, trazaba planes fantásticos y daba
órdenes a ejércitos inexistentes. Entre ellas, la llamada Orden Nerón: había
que dinamitar puentes, ferrocarriles, diques y fábricas; nada debía quedar en
pie, nada debía sobrevivirlo. Sobre todo le obsesionó que París fuera
incendiada.
Pocas de esas órdenes se cumplieron, en parte porque ya no había
quien pudiera ejecutarlas, y en parte porque lo evitaron dirigentes como Albert
Speer, que pensaba en la futura Alemania y también en su futuro personal. Poco
después se precipitó el Untergang (caída, hundimiento) nietzscheano, y las
pulsiones apocalípticas del Führer quedaron satisfechas.
Mutatis mutandis, algo de esto ronda hoy en la imaginación
de muchos. Si bien quieren proteger al Gobierno hasta la conclusión de su
período, temen una cierta pulsión incontrolable de quien, jugando al límite,
termine arrastrando a todos. La analogía no debe ir más allá de eso. Pero
incita a comparar este momento de final de régimen con otros finales
peronistas, en 1955, 1976 y 2001. No porque las situaciones se repitan
fatalmente; jamás funciona así la historia. Pero una parte del éxito del
peronismo a lo largo de seis décadas se ha basado en una afirmación que, a
fuerza de repetida, terminó por imponerse en el sentido común: "Los
peronistas saben gobernar; los otros terminan mal". ¿Es realmente así?
El primer peronismo no terminó con un cataclismo, sino por
largo desgaste. La crisis de 1949 indicó que la fiesta inicial terminaba y que
había facturas por pagar. Luego vino la crisis de 1952, año duro, con ajuste de
cinturones, pan negro y la muerte de Evita. Perón capeó el temporal con
inteligencia, logró contener la inflación y encaró un nuevo rumbo económico. Se
preocupó por la productividad, estimuló al campo y llamó a los inversores
extranjeros. Hubo protestas y resistencias en el frente interno, pero no
llegaron a mayores, pues Perón detuvo sus reformas. Así, la crisis no estalló,
pero tampoco se resolvió.
Más complicada fue la política. Perón obtenía cómodamente
más del 60% de los votos, pero el resistente tercio opositor desmentía claramente
su pretensión de unanimidad nacional. La maquinaria peronista se lanzó a
eliminar disidencias. El adoctrinamiento, la peronización forzosa y la Sección
Especial convirtieron el autoritarismo popular en dictadura. Un resultado fue
empujar a la oposición hacia el golpe militar. También hubo otros costos. En el
Ejército cayeron mal el adoctrinamiento y la faccionalización; la lealtad
institucional no se quebró, pero se resintió. En la Iglesia, el rechazo a la
peronización se sumó a otra cuestión más grave: los avances del gobierno sobre
las organizaciones católicas y su audaz política en cuestiones de familia.
Ninguno de estos conflictos llevaba a un final inevitable.
Perón tenía la legalidad institucional, el respaldo militar y un sólido apoyo
popular. Lo que no tenía ya era el entusiasmo, la concentración y los reflejos
de su comienzo. Se dejó dominar por sus obsesiones y por un ánimo
autodestructivo. Cometió el pueril error de embestir groseramente contra la
Iglesia y eso bastó para entibiar los ánimos de sus sostenes y amalgamar a sus
diversos opositores, hasta entonces muy divididos, que así pudieron derribarlo.
Perón no concebía resistir a costa de arrasar con el país y se retiró
mansamente. Había desatado incendios, pero conservó su posición de "bombero
piromaníaco".
El segundo gobierno peronista, en cambio, terminó en un
cataclismo. El incendio que se había iniciado en 1955 llegó a su clímax en
1973; entonces una gran mayoría de argentinos convocó al bombero y le confirió
amplios poderes. Perón había dejado atrás la facciosidad y actuó como un
ponderado jefe de Estado. Acordó con todas las fuerzas políticas, pero no pudo
resolver dos problemas en su propio territorio: un conflicto violento en el
seno de su movimiento y un conflicto de intereses sectoriales en la sociedad.
Perón murió antes de que la crisis llegara a su punto culminante, pero había
dejado como sucesora a su esposa Isabel. Si estaba pensando en liquidar la
segunda experiencia peronista, no pudo haber elegido mejor.
Isabel destruyó lo que Perón había construido. Alejó a dos
sostenes clave, Gelbard y Balbín, ignoró a los peronistas experimentados y
entregó todo el poder a López Rega. Potenció a la Triple A -que había comenzado
a actuar en vida de Perón- y así deslegitimó irremediablemente al gobierno
constitucional. Desnudó sus limitaciones cuando pretendió imitar a Evita,
amenazando con el látigo a la antipatria y a su frente interno. Enfrentó la
crisis económica desbocada con dos leyes -la de abastecimiento y la de
terrorismo político y económico- tan aparatosas como inútiles, pues sólo
podrían usarse contra algún chivo emisario. Remató su faena con el
"rodrigazo", un giro de 180 grados que no le trajo ningún amigo, pero
la enfrentó con los sindicatos, quienes le ganaron la pulseada. De ahí en más,
todo fueron pasos para un final anunciado, que parecía deseado. Nadie pudo
haber hecho más para que la alternativa militar arrancara con un clima
favorable.
El gobierno de Carlos Menem no terminó en catástrofe porque
concluyó un poco antes del inevitable colapso de la convertibilidad, que cayó
sobre quienes lo sucedieron. Entonces presidió el gobierno un radical,
particularmente ineficiente, acompañado por ministros y legisladores radicales,
así como por un vicepresidente, ministros y legisladores entonces ex
peronistas, la mayoría de los cuales ha retornado hoy a su tienda de origen.
Conviene tener presente que en 1999 quince provincias, incluidas las mayores,
siguieron gobernadas por peronistas ortodoxos; que éstos controlaban el Senado;
que el nuevo gobierno convivió con la Corte Suprema armada por Menem, y que el
ejecutor final de la crisis, el denostado Domingo Cavallo, había sido durante
cinco años ministro de Economía de un gobierno peronista. En suma, a los
peronistas les cabe una buena parte de la responsabilidad de la crisis de 2001.
Justo es reconocerlo, fueron dos peronistas, Duhalde y Lavagna, quienes
lograron salir de ella, bien o mal.
¿Puede sorprender que un gobierno peronista, que
inicialmente conoció las delicias del éxito, esté llegando a esta situación
límite? Todo lo que hoy vemos suena bastante familiar. Por ejemplo, la
apelación a los discursos patrioteros y paranoicos o a leyes más propias de un
gobierno totalitario, para tapar malamente las evidencias de una crisis
económica y social galopante. Sobre todo, impresiona el desprecio, la soberbia
con que se consideran las salidas alternativas y la marcha acelerada hacia un
futuro sin salida. Y hasta la reminiscencia de una suerte de operación Nerón.
Muchos de quienes hoy rodean a la Presidenta ya especulan
con el pos-2015, pero no se animan a abandonar el búnker, atemorizados por su
poder de fuego. Ella no conoce el freno y no es fácil saber por qué. Quizá sea
cálculo político, similar al de Perón en 1955: un final wagneriano, que esconda
sus culpas, y luego una resurrección como la del ave Fénix. Quizá sea ceguera
ideológica y pulsión destructiva, ya no moderada por su difunto compañero. Quizá
simplemente, como Isabel, obtusa terquedad.
En suma, estamos ante otro final peronista, que dejará a sus
supervivientes un país complicado, para decirlo de manera suave. Decididamente,
los peronistas no han gobernado bien. No son los únicos, pero eso no los hace
mejores. Por suerte, y a diferencia de 1955 y 1976, hoy no existe la opción
militar, que transformó aquellos finales en verdaderas catástrofes; ya en 2001
-como en 1989, bajo un gobierno radical- el país salió de la crisis sin
rupturas insanables. Ojalá nuestro actual gobierno deseche las pulsiones
catárticas que hoy parecen animarlo y no haga las cosas tan difíciles para sus
sucesores. Ojalá que quienes acostumbran votar a "los que saben
gobernar" esta vez lo piensen bien.
El autor es miembro
de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino.
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