Una vez fuera del
poder, el kirchnerismo podría tener el destino triste
del menemismo con el que
tiene tanto en común.
Por James Neilson |
De haberlo dicho Elisa Carrió, el mundo K se le hubiera
caído encima. Carlos Kunkel, la Conti, Hebe, el bueno de D’Elía, Jorge Capitanich
y otros guardianes del fuego sagrado nos estarían asegurando que la chaqueña es
una pitonisa irresponsable a quien le encanta asustar a la gente hablándole de
calamidades apocalípticas por venir. Pero sucede que en esta oportunidad la
culpable de sembrar miedo fue Cristina.
Según la Presidenta, los sospechosos de
siempre están preparando un “estallido social” para diciembre y, para que la
función principal les resultara más emocionante, en cualquier momento podrían
entretenernos con “una matinée”. No se trataría de lo que, por motivos
misteriosos, algunos políticos llaman una “eclosión social” –la que, pensándolo
bien, sería muy agradable–, sino de una sublevación popular anárquica y
saqueadora que sólo serviría para depauperar todavía más a los ya amenazados
por la indigencia.
A ojos de los K, el conspirador en jefe es el sindicalista
Luis Barrionuevo. Quieren verlo entre rejas por atentar contra la convivencia
democrática. Tomaron por una advertencia truculenta su afirmación de que el fin
de año será caótico debido a los estragos provocados por la inflación. Por lo
demás, dieron por descontado que el gastronómico haría lo necesario para que se
cumpliera su profecía alarmante con el propósito de acortar el mandato de
Cristina, ya que, como aseveró, “el tiempo de la política no es el tiempo
nuestro”.
Puede que Barrionuevo se haya ido de boca sin medir el
alcance de sus palabras, como explicó Sergio Massa, el líder de la agrupación
Frente Renovador en la que milita el dirigente sindical, pero dista de ser el
único que teme, o quiere, que la apisonadora económica, motorizada por una tasa
de inflación superior al 40% anual y una recesión que está destruyendo puestos
de trabajo, haga trizas del quebradizo orden constitucional. Para los
convencidos de que la falta de justicia social no sólo es una afrenta a la
dignidad humana sino que también plantea una amenaza al sistema político y
económico imperante, sería lógico que la crisis que el país está sufriendo
tuviera consecuencias muy graves. Al fin y al cabo, fue en base a dicha
convicción que el gobierno kirchnerista aumentó hasta niveles sin precedente el
gasto público, improvisó una maraña de subsidios entrecruzados insostenibles,
incorporó a sus huestes a algunas organizaciones de piqueteros y se negó a hacer
un esfuerzo por frenar la inflación antes de que se desbocara.
El miedo a que un día los que se sienten excluidos de la
parte más próspera de la economía se desahoguen atacando a los relativamente
acomodados es, desde hace siglos, una constante de la política de todos los
países latinoamericanos. Los más beneficiados por las pesadillas ocasionadas
por la conciencia de que los enclaves pudientes se ven rodeados por multitudes
de hambrientos no han sido los “revolucionarios” de izquierda sino los populistas
que, con astucia, se las han arreglado para comportarse como si fueran
oligarcas paternalistas que a su manera particular sufren con “los humildes” y
que, en el fondo, comparten sus valores.
Gobiernos populistas, como el de Cristina, han sabido aprovechar
el rencor resignado de los marginados para atrincherarse en el poder, pero lo
han hecho perpetuando el statu quo, puesto que para modificarlo hubieran tenido
que emprender reformas drásticas contra la voluntad no sólo de los
comprometidos con un sistema que les conviene sino también de los pobres
mismos. Estos siempre tienen motivos de sobra para aferrarse a lo poco que
tienen y por lo tanto temen los cambios abruptos, sobre todo a los que, según
los impulsores, no brindarían enseguida los resultados vaticinados. Es que los
populistas, especialistas en luchar por “lo nuestro”, son conservadores por
antonomasia. Acaso sin proponérselo, se concentran en defender lo existente, o
sea, sus privilegios y aquellos de sus adherentes más útiles, a costa del
bienestar de los demás.
El peronismo es uno de los movimientos conservadores, podría
decirse anestesiadores, más exitosos que ha conocido el mundo moderno. Para
envidia de sus rivales, pronto aprendió a alimentarse de sus propios fracasos.
Lo ha ayudado mucho su hipotético monopolio de “la gobernabilidad”. Nadie
ignora que, si bien los peronistas suelen gobernar mal, despilfarrando en un
lapso muy breve lo ahorrado por otros en el transcurso de varias generaciones,
son más que capaces de impedir que sus adversarios, comenzando con los
radicales, lo hagan un poco mejor, de ahí los problemas insuperables que
ocasionaron con el propósito de forzar a los presidentes Raúl Alfonsín y
Fernando de la Rúa a abandonar la Casa Rosada antes de la hora prevista por el calendario
constitucional. Cuando aluden a la gobernabilidad, los operadores del PJ hablan
como mafiosos amables resueltos a persuadir a un empresario que sería de su
interés dejar que lo protegieran, diciéndole que, a menos que les compre un
seguro, alguien podría quemar su negocio.
No extraña, pues, que Cristina, una peronista que entiende
muy bien la forma de pensar y actuar de los compañeros, se haya sentido
perturbada por la posibilidad, por remota que fuera, de que algunos quisieran
defenestrarla. Desde su punto de vista, son mucho más peligrosos que los
radicales, tan dóciles ellos, los socialistas o los partidarios de Mauricio
Macri. No se equivoca. De llegar los “barones” peronistas del conurbano
bonaerense a la conclusión de que les sería mejor una convulsión descomunal, en
la que todos suplicarían gobernabilidad, que una transición tranquila bendecida
por el Papa en la que la economía seguiría despedazándose, depositando a buena
parte de su clientela electoral en la miseria más absoluta y empobreciendo a
una franja sustancial de lo que aún queda de la clase media, algunos no
vacilarían en reeditar las hazañas desestabilizadoras que tantos beneficios les
aportaron en el pasado.
También los hay que juegan con la noción de que Cristina
misma podría preferir un final prematuro épico, wagneriano, a más de un año de
poder menguante en un país asolado por una crisis económica inmanejable. Es que
la señora se ha acostumbrado a administrar la abundancia –verdadera o meramente
ficticia, le da igual–, de suerte que no le haría ninguna gracia sentirse
constreñida a continuar gobernando en una etapa signada por la estrechez
extrema, con la caja casi vacía y el dólar una obsesión universal.
Aunque Cristina y sus fieles puedan consolarse atribuyendo
el estado lastimoso de las cuentas nacionales a la perversidad de los buitres,
los jueces norteamericanos, los medios de “la mala onda y la cadena del
desánimo”, los brasileños, los empresarios encanutadores que siempre piden más
y, huelga decirlo, personajes como Barrionuevo y Hugo Moyano, no podrán sino
deprimirse cuando piensan en los más de catorce meses de travesía por el
desierto que les aguardan sin que haya esperanza alguna de que alcancen la
tierra de promisión populista. Asimismo, si bien a juzgar por el fantasioso
presupuesto 2015, Axel Kiciloff tiene la intención de aplicar lo que en otras
circunstancias llamaría un ajuste salvaje, típico de los neoliberales
desalmados, sorprendería que Cristina le permitiera hacerlo; en cuanto se
produzcan las previsibles reacciones populares, le pedirá cambiar nuevamente de
rumbo.
Por motivos que tienen menos que ver con su eventual apego a
las formalidades institucionales que con sus propios intereses, la mayoría de
los políticos opositores espera que, con muletas o en silla de ruedas, el
gobierno kirchnerista sobreviva hasta el 10 de diciembre de 2015. No quieren
que escapara antes, dejando a otros la tarea nada grata de desactivar todas las
bombas de tiempo que ha armado. He aquí una razón por la que les preocupan los
pronósticos tanto de la Presidenta como de Barrionuevo en torno a la inminencia
de un “estallido” que, de concretarse, los obligaría a reescribir sus propios
“relatos” en los que ocupa un lugar importante el desaguisado apenas concebible
confeccionado por los kirchneristas. Esperan que, ya terminada la fiesta
populista, sea el gobierno actual, no el siguiente, el encargado de limpiar el
local.
Para desazón de muchos, el naufragio del “modelo” aún no ha
privado a Cristina del apoyo de una parte sin duda minoritaria pero así y todo
significante de los habitantes del país. Parecería que el 25 por ciento
aproximadamente sigue confiando en sus dotes taumatúrgicas, lo que, en teoría
por lo menos, le permitiría competir con los tres presidenciables mejor
ubicados en una eventual primera vuelta electoral, aunque, en el ballottage,
correría el riesgo de seguir los pasos del compañero Carlos Menem que, a
sabiendas de que caería derrotado por un margen humillante, optó por borrarse.
Lo mismo que los dependientes del riojano en 2003, los allegados de la
santacruceña adoptiva están esforzándose por creer que la lealtad de los pobres
de siempre y de los recién depauperados se mantendrá inalterable por mucho
tiempo más. Es factible, pero lo más probable es que, una vez fuera del poder,
el kirchnerismo comparta el destino triste del menemismo con el que tiene tanto
en común.
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