El derecho
y la ética ¿se excluyen o se complementan? ¿Ha de ser la justicia una
característica necesaria de toda ley? El momento actual trae de vuelta
el
eterno debate.
(Ilustración: Ramón para Hermano Lobo) |
Por Carlos J. González Serrano
En este contexto –plagado de desahucios, subidas
fiscales, corrupción insultante, y movilización social–, se acude al Estado
para defender las libertades y derechos adquiridos en las últimas décadas. Sin
embargo, los ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las
leyes, y denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte
de los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales que
Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “Algunos convierten todas las
facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que
todo respondiera a ese fin”.
Ciudadanía
es participación
También fue Aristóteles quien se refirió a la ciudadanía como
aquella condición que daba la oportunidad de “participar en la función
deliberativa o judicial”. Es decir, los individuos que componen una polis no
reciben el título de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni por estar sujetos
a los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por participar en
el poder. De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos
que tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la conservación
de una mera estructura o en el respeto formal a una serie de reglas, sino en la
apuesta por un modo de vida enfrentado con los planes que los diferentes grupos
sociales, por separado, intentan imponer a la ciudad como fin supremo. Y es que
en aquella Grecia de Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan
familiares resultan: “A causa de las ventajas que se obtienen de los cargos
públicos y del poder –aseguraba–, los hombres quieren mandar continuamente,
como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes”.
Debido a este último peligro, es necesario que exista un órgano
que juzgue sobre lo conveniente y justo entre unos y otros. Pero avisa
Aristóteles, “la mayoría son malos jueces acerca de las cosas propias”, pues
juzgan mal lo que se refiere a sí mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe
ser una comunidad destinada exclusivamente a impedir las injusticias entre
individuos o para facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos
necesarios–, sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y
autárquica”. En definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma
creencia en lo que es bueno para todos, no solo para una parte de sus
habitantes.
¿Moralizar
desde el tribunal?
Una de las cuestiones más debatidas a lo largo de la historia del
Derecho, la Filosofía y la Sociología, es la de si el Estado debe encargarse no
solo de impartir justicia, sino también de infundir moralidad. Hace algunos
siglos se consideraba que la mayor parte de los delitos tenían por causa los
excesos de las pasiones, pero el paradigma cambia progresivamente y, en la
actualidad, en las sociedades occidentales los crímenes se cometen sobre todo
en nombre de la necesidad.
El Derecho, como se entiende hoy día, es un sistema normativo cuya
función fundamental es la de organizar la sociedad de acuerdo con determinadas
normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían funcionar como
púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como dispensadores objetivos de
justicia. Sin embargo, las normas jurídicas no son las únicas a las que nos
vemos sometidos: también podemos distinguir las del trato social (a las que
Kant englobó bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la
Introducción a la Filosofía del Derecho de Gregorio Peces-Barba, se lee: “La
distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por constatar
las conexiones entre ambas normatividades en la cultura moderna, ni la lucha
por la incorporación de criterios razonables de moralidad en el Derecho, ni
tampoco la crítica desde criterios de moralidad al Derecho válido”.
A pesar de que una buena teoría es importante, esta no siempre se
traduce en una buena práctica. Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando
determinados formaciones no judiciales (plataformas sociales, sindicatos,
asociaciones benéficas, etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa
o incorrecta aplicación. Además, hay que tener en cuenta que el Derecho cuenta
con una ventaja fáctica sobre el resto de las normas: tiene de su lado el poder
de la coacción, aprobado, hay que recordarlo, por los ciudadanos.
Es interesante plantear que, para Kant, el Derecho queda cumplido
de manera satisfactoria por la legalidad misma, solo con la obediencia externa
a la norma, por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo. Por
otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión interna al
propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, profesor y filósofo del
Derecho, también en este “lo deseable es lograr esa adhesión interior a la
norma, disminuyéndose así las posibilidades de incumplimiento”.
La
justicia como necesidad
En su Invitación a la filosofía, el filósofo francés André
Comte-Sponville se pregunta si es posible que alguien no considere
(absolutamente convencido) que la justicia es preferible a la injusticia. Para
este pensador, moral y política no se oponen, “pero que la moral no basta para
lograr la justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco
pueden confundirse”. Así, la pregunta es: ¿cómo elaborar, a través de un
ejercicio ciudadano y político prudente y responsable, un catálogo justo de
leyes?
El propio Kant, en el apéndice a Sobre la paz perpetua, no duda en
afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin haber rendido
antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por sí misma un arte
difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral”. Se
muestra más tajante unas líneas después: “El derecho de los hombres debe
mantenerse como cosa sagrada”, por muchos que fueran los sacrificios que
tuviera que hacer el poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia,
la política debe obedecer al Derecho… siempre que este, como deseaba Kant,
estuviera basado en la moralidad, y por tanto, en el deber.
Estas concepciones más o menos puristas chocan contra aquellas que
parecen imponerse, o que nos imponen, en la actualidad. Desde partidos
políticos y organismos europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los
ciudadanos para respetar leyes que perjudican notoriamente a las capas menos
favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles tantos
reparos puso –en el Libro I de la Política– cuando se convierte en un puro afán
de enriquecimiento material, parece haber tomado las riendas de los códigos
legales. Los tribunales de justicia, proclamados independientes de cualquier
facción política, financiera o social, se ven de este modo contaminados por la
aplicación de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no
pueden más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan solo “aplican
la ley”.
Derecho a
desobedecer
Pero también encontramos voces críticas, como la del fallecido
filósofo del Derecho Felipe González Vicén, quien no dudó en afirmar que
“mientras que no hay un fundamento ético para obedecer al Derecho, sí hay un
fundamento ético absoluto para su desobediencia”. En una línea que se puede
denominar kantiana radical, González Vicén aseguraba que no hay razón ética
para seguir una ley que no es constitutivamente moral. En la misma senda,
Luther King aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la
considera injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que
se levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala de un respeto
superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un ejercicio socrático y
preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y qué la moral, y tras haber
obtenido respuestas, reabrir el debate sobre la-justicia-de-la-ley. Un debate
que, por su importancia, siempre ha de estar abierto y en que debe ocupar un
papel predominante la filosofía, en su faceta de reflexión crítica sobre el
presente.
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