Por Gabriela Pousa |
Posiblemente muchos crean que estas líneas distan de contemplar la
situación política de la Argentina. Sin embargo, quizás sea esta la
causa verdadera que explique por qué estamos como estamos. Me refiero
a la familia.
El debate sobre educación que se entabló esta semana sin sustento
racional y con mero interés electoral, sumado a la noticia de la desaparición
de una adolescente el día que cumplía 17 años, retrotrae inexorablemente a la
célula madre de la sociedad más que a cualquier otra organización,
policía, sindicato o funcionario.
Este ausentarse los menores de sus viviendas así como el reprobar
materias que existió siempre pero de golpe, de la noche a la mañana,
“estigmatiza” alude en forma directa a la familia. Más que preguntarse
si la sociedad margina, o si hay o no efectividad en las búsquedas, o si acaso
es lenta la justicia cabe indagar qué sucede en las casas para que los chicos
decidan abandonarlas.
No se trata de juzgar ni de hacer leña del árbol caído, pero escuchar
una crónica periodística hablando de una adolescente y mostrándola perdida a la
salida de un boliche el mismo día de su cumpleaños me lleva a preguntar por qué
esa fecha no se estaba celebrando en familia. No se trata de antigüedad
ni de modernidades, tampoco de hábitos o costumbres que mutaron a lo largo de
los años.
Como sucede en la mía, conozco un sinfín de familias donde
todavía tiene peso la autoridad y no por ello son nichos represivos o
autoritarios. La libertad se vive desde la aceptación de derechos y
obligaciones, de responsabilidades intrínsecas y de estructuras que han sido
así desde tiempos inmemoriales.
Hoy el diálogo familiar se canjea por un “hacé lo que quieras“. Los
padres no tienen ganas de educar, ¿cómo la tendrían los docentes pues? El
hartazgo cotidiano que provoca vivir en un país sin orden, sin normas básicas y
sin reglas de juego fijas penetra en los hogares, y formar a los hijos conlleva
entonces un trabajo demasiado pesado. Vivimos cansados aunque no
sepamos bien por qué, y ese cansancio coopera y es aliado del desinterés, el
hastío en lo familiar.
Los chicos pasan a ser “grandes” antes de tiempo, la adolescencia se
extiende más allá de los treinta dicen los estudios pero dejamos que a los 14 o
15 años ya decidan por su cuenta. No se pide permiso, en el mejor de los casos se
avisa cuando el programa ya fue armado por amigos, conocidos o incluso
contactos ignotos que surgen de las nuevas tecnologías.
Se cree o se prefiere creer que ejercer cierto control e interesarse por
la rutina de los hijos es una intromisión a la vida privada de los mismos. Los
padres no son propietarios de sus vástagos, es verdad pero sí son los
responsables y quienes deben velar por su integridad. Ello implica
primero y principal: estar. Y estar no es sólo la presencia en el hogar, es la
demostración fáctica del interés en el bienestar de los chicos. Hoy,
tristemente, un mensaje de whatsapp reemplaza el diálogo y va cercenando los
vínculos.
En un lenguaje mínimo y con símbolos extraños, los adolescentes avisan
que llegarán tarde, aunque ese “tarde” sea en rigor, temprano. Las drogas y el
alcohol son tema aparte, pero en muchos casos suplantan el vacío que la
destrucción familiar provoca en los chicos. Hay más preocupación por el
matrimonio igualitario y las uniones de homosexuales que por las implicancias
inherentes al vínculo que se traza y a la descendencia creada.
Hace tiempo, Bernardo Neustadt era cuestionado por pararse frente a cámaras
y preguntar a la audiencia “¿Usted sabe qué está haciendo su hijo ahora?” Molestaba,
siempre molesta un llamado a la conciencia. Si esa pregunta se hiciera ahora,
directamente sería tildada de “fascista”, y amparados en falsos derechos humanos, los chicos
saldrían a demandar un control excesivo fruto de una generación que creció con
las dictaduras.
Es como si la democracia habilitara la barbarie y el descontrol. La
libertad fue confundida con libertinaje. “Los hijos son hijos de la vida...”
Mentira. Los hijos son responsabilidad de sus padres hasta la mayoría de edad
mínimo. Si la base de la pirámide social tuviese férreos andamiajes, si la
palabra no hubiera perdido sentido, si las jerarquías no se hubieran
destruido apelando a un fatuo orden democrático válido para la vida de una
Nación y no de los niños, otro sería el destino de los chicos No
habría siquiera que plantearse demasiado el sistema educativo porque las
escuelas serían el hábitat del aprendizaje y no la guardería donde los chicos
desayunan, almuerzan, juegan.
Pero el orden y la autoridad se han hecho añicos, ahora prima la
rebeldía que incluso la Presidente fomenta llamando a la militancia,
subsidiando ni-ni, ahora cuenta la “personalidad” entendida como coraje para no
escuchar y hacer lo que se quiera. Ese es el “vivo” del grupo o de la escuela. Las
consecuencias están a la vista. Es una pena.
Si las familias fuesen lo que debieran, es decir vínculos, lazos
estrechos donde cada uno tiene su rol inamovible y se actúa acorde a ellos, la
realidad social y política serían distintas. Porque entonces la formación de los jóvenes
emanaría de ese núcleo y estaría sustentada en afectos y no en rebeldías. Pero
la desidia y la apatía que caracteriza a la sociedad frente al atropello
político es la misma que reina en el seno de las familias.
El individualismo que rige el actuar de los argentinos es el mismo que
se impone en los hogares. Igual pasa con el “sálvese quién pueda“. Y en
esto nada tienen que ver las clases sociales. Por el contrario, la abulia que
mata el lei motiv de la familia se ve en la opulencia y en la miseria.
La pretensión de igualdad que el poder de turno pretende instalar
desvirtúa hasta las raíces de la sociedad. Y así estamos, observando
como cada vez más padres entierran a sus hijos, y las redes sociales se llenan
de fotos de chicos desaparecidos. Si nos sinceramos, se verá que no se fueron
por sí mismos sino echados – explícita o implícitamente -, por padres cuyas
prioridades se han trastocado, y cuyos roles han mutado negativamente, porque
ahora la moda es “ser amigos”. Una moda que está sepultando menores
de edad cada vez más seguido.
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