Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Recuerdo que me anotaron tarde para entrar a la secundaria
que quería. Recuerdo que preparé los exámenes en catorce días. Recuerdo que no
pegué un ojo y que me cagué de calor estudiando. Recuerdo la minifalda de
Gabriela Carli, la profesora que me tomó el ingreso. Recuerdo que aprobé el
examen con 97 sobre 100. Recuerdo que me agrandé como petiso en desfile de
enanos. Y, por sobre todas las cosas, recuerdo que primer año lo terminé
llevándome cuatro materias. Por pelotudo.
Nunca en mi vida existió un sujeto al que le tuviera tanto
miedo como el que le tuve a la Profesora Santamartina, “La Santa”. Durante los
primeros años de la secundaria era prácticamente un mito urbano, una leyenda a
la que, encima, cruzábamos en el recreo.
Luego de aprobar el segundo año, se corrió el rumor de que
la Santa largaba el colegio. Al volver a clases con las defensas absolutamente
bajas, nos dio la bienvenida al curso la Santa. No sólo no se fue sino que
tuvimos que sobrevivir a la experiencia de sufrirla en tres materias.
Éramos un curso algo bardero y teníamos la mala -y bien
ganada- fama de haber hecho renunciar a algún que otro docente -dos de
filosofía en un trimestre, buen promedio- sin embargo, con la Santa no pudimos,
no supimos, no nos animamos. Luego de un duelo de tres días, un alumno regresó
a clase tras el fallecimiento de su abuelo y la Santa lo hizo pasar al frente.
En su defensa el alumno explicó lo sucedido. La Santa fue escueta: “Mi más
sentido pésame. Tiene un uno.”
Por si no queda claro, no me generaba sensación de odio,
sino uno de los peores cagazos de la vida. Del julepe que le tenía terminé
haciendo mi mejor esfuerzo. No lo hice por querer quedar bien, sino por
supervivencia: un ataque de la Santa era letal, aniquilante. Así y todo, no
pude: la sufrí en las mesas de verano y arrastré una previa por el resto de la
secundaria. Sí, fui un alumno de mierda: cuatro en primer año, dos en segundo,
seis en tercero, dos previas para cuarto que se sumaron a la única que me llevé
aquel año glorioso, y tres en quinto que rendí en marzo, cuando ya laburaba.
Curiosamente, las que no me llevaba, las aprobaba con las notas más altas. Sin
embargo, sea en la cursada, en diciembre, marzo o previa, para aprobar cada
materia tuve que saber, y para saber tuve que estudiar.
Este no es un texto de “la maestra que más odié es la que
más quiero” ni por lejos. A la Santa no la recuerdo con cariño, sino con un
cagazo que todavía me dura. Sin embargo, nadie me estigmatizó por burro o vago
ni me sentí una víctima de la sociedad. Contrariamente a lo que ahora nos
quieren hacer creer, los únicos estigmatizados en el colegio eran los garcas,
los que tenían el concepto de compañerismo más anulado que el de empatía
humana.
Tampoco la pasé mal porque la Santa era jodida, dado que me
llevé literatura en tercer año, cuando tenía una relación privilegiada con
Gabriela, la rubia de minifalda de mi examen de ingreso. La adoraba y el trato
era mutuo. Sin embargo, eso no le impidió bocharme por hacerme el boludo con un
trabajo práctico. Y así fue cómo me llevé literatura a diciembre con todo lo
que leía y ya escribía: por hacerme el banana.
Todo va más allá del trato condescendiente docente-alumno.
Segovia es una de las mujeres más buenas que conocí en mi vida y pretendía
enseñarme Matemática. La visité en mesa de examen de primero a quinto año,
inclusive. Salí aprendiendo contra mi voluntad. Con De Bonis tuve una relación
que nadie se atrevería a calificar de amistosa y, a pesar de estar perdidamente
enamorado de ella, la volví loca en todas y cada una de las clases de Historia.
Promedio diez en todos los trimestres. Con Amado Cattaneo tuve una relación de
amistad que se prolongó fuera de la secundaria, así y todo me exigía el doble
en cada prueba. Si algún sentimiento perdura a nivel eficacia escolar de
aquellos años, no es estigmatización, ni odio, ni desprecio: es el de bronca
conmigo mismo por tener que arrastrar las carpetas en vacaciones.
Esto no pretende ser un análisis que busque generar polémica
frente a la revancha de los nerds de Flacso que administra nuestra educación
desde finales de los años ochenta, con los gloriosos resultados en los rankings
internacionales a la vista de todos. Básicamente, porque tuve la fortuna de que
mi viejo, a pesar de contribuir a la educación pública con sus impuestos, pudo
hacer el esfuerzo de bancarme una escuela privada que, si bien debía obedecer a
los lineamientos del Gobierno, podía darse el lujo de moverse entre ciertos
márgenes.
Tampoco quisiera que me vengan a correr con que “los tiempos
cambiaron, los pibes ahora tienen celulares”. No hay forma de justificar los
atentados a la gramática y el tremendo empeño que le ponen a la tarea de
asesinar la lengua castellana. Ya no hay justificación para la burrada y nunca
la hubo: antes, un trabajo práctico nos obligaba a tomarnos un bondi, perder
tardes enteras en bibliotecas y hemerotecas, visitar una veterinaria para un
trabajo de biología o lo que fuera. Hoy cuentan con la Biblioteca de Alejandría
en el bolsillo y el Estado pide tenerles piedad.
Los expertos en materia educativa afirman que los que apoyan
el sistema numeral hacen una cuantificación bancaria de la educación.
Increíblemente, no se dan cuenta que no jode el número, sino la causa, y que
ellos planteen todo en concepto de teorías cuando los conejillos de indias son
generaciones completas de personas que no volverán a la escuela una vez
finalizada la cursada y que deberán arrastrar de por vida la enseñanza de
mierda que recibieron. No es una cuestión de programas educativos, nomás, es
una cuestión cultural. Y eso, lamentablemente, no se puede enseñar con un
libro, sino generando la curiosidad por el mundo que nos rodea. Una buena: al
menos aprenderán de pequeños que se pueden conseguir mejoras por derecho sin
cumplir con las obligaciones.
Si no aceptan la cultura del trabajo meritocrático, jamás
podrán dimensionar lo que significa el sistema de premios y castigos
individualista de un alumno, que se siente gratificado si aprobó, o como el
orto si le fue mal. No son infradotados a los que hay que mantener en una nube
de pedos, son seres humanos que el día de mañana deberán salir a la calle a
enfrentar una realidad en la que no conservarán el empleo si hacen las cosas
mal porque los jefes no creen en la estigmatización del inoperante. Salvo,
claro, que consigan un puestito en el Estado.
Y a los que creen que habría que probar, no más, y que el
resultado se verá más adelante, les cuento que el 100% de los adultos
bonaerenses sub 28 son hijos de la reforma educativa provincial y nadie se ha
atrevido, todavía, a cruzar los datos con las estadísticas de los jóvenes que
no estudian ni trabajan.
No conseguí ninguno de mis trabajos por mis analíticos
académicos, sino por lo más básico y elemental que me enseñaron todos y cada
uno de mis profesores, los que adoré, los que odié y aquellos a los que les
tuve el cagazo de mi vida: la meritocracia, esa noción, hoy utópica, de obtener
lo que se quiere tener en base al esfuerzo.
En mi vida laboral, como en la de cualquiera de ustedes, me
encontré con otra realidad que dicta que, en base a los contactos, podés
conseguir incluso el laburo que no querés. Y ahí fue que mi absoluta carencia
de contactos tuvo que ser suplida con el esfuerzo: porque frente al hijo del
jefe, no te queda otra que partirte el lomo o renunciar.
Obviamente, esto es algo que cuesta dimensionar en un país
en el que tenemos un presidente cuyo mérito es haberse casado con su
predecesor, pero si esto no sirve para entender que todo gira en torno a una
cuestión cultural, nada lo hará.
Y si alguno supone que no es tan grave y que todo da lo mismo,
estaría bueno pensar por un segundo en la importancia de aprobar cualquier
materia gracias a haberla aprendido. Nadie que tenga nociones mínimas de lengua
diría que una persona que dice “interperie” y “la aula” es una gran oradora.
Ningún egresado por mérito celebraría los acabados conocimientos de una mina
que tira “hache dos cero” como fórmula química del agua. No existe un sujeto
que haya aprobado Educación Cívica, Instrucción Cívica, Formación Ciudadana,
ERSA o el nombre que le haya tocado en suerte, que celebre a un puñado de
eunucos ideológicos que no tienen drama en confundir Gobierno con Estado,
democratización con socialización, estatización con confiscación y pluralidad
de voces con coro monocorde.
Cualquiera que haya tenido una educación medianamente
decente tiene una comprensión crítica lo suficientemente desarrollada como para
preguntarse por qué se festeja la construcción de un edificio delirante con un
país en recesión y que se arrodilla para pedir a los chinos que tiren un hueso,
como también se da cuenta de que es un delirio hablar de “Central Park”
argentino en la desembocadura del Riachuelo. Cualquiera que tenga un mínimo de
comprensión de su entorno se daría cuenta de que si la Presidenta presenta como
éxito un plan para comprar en doce cuotas sólo por tres meses, es que estamos
al horno y con el gas al palo.
Si implementaran una encuesta en todas las mesas de votación
para preguntar a cada votante las funciones y obligaciones de un senador, un
diputado, un gobernador, un intendente, un concejal, un vicepresidente y un
presidente, se asustarían del resultado. Y son cosas que se aprenden en la
escuela.
Nadie se atrevería a negar que la educación argentina viene
en caída libre hace años cuando el ministro de Economía de la Comunidad del
Anillo cree que el pretérito indefinido tercera persona plural de “reproducir”
es “reproducieron”. A veces creo que Kicillof no usa corbata no de rebelde,
sino porque no le sale el nudo, pero más allá de eso, egresó del Nacional
Buenos Aires y tiene un doctorado en la UBA. O sea que el profesor que le
enseñó a Kicillof hace 25 años, ya fallaba.
Si lo pensamos culturalmente, la escuela como institución
inclusiva y de entrenamiento para la vida en sociedad del adulto, caducó. Los
dirigentes de turno hicieron todo lo que tuvieron a su alcance para que esto
suceda y hoy vemos, con total tranquilidad, cómo la ministra de Educación
bonaerense defiende la nueva modalidad en que “en otros países también sucede”,
cuando lo que no sucede en otros países es no encontrar un piso para el
derrumbe de la calidad educativa.
Hoy, los defensores del “probemos con lo nuevo, que lo viejo
fracasó” utilizan como argumentos la antigüedad de la Ley de Educación y se
hacen bien los boludos con la cataratas de reformas que le metieron en las
últimas décadas. Ahora afirman que es difícil fomentar el estudio con las
distracciones de la tecnología, como si todos hubiéramos crecido en un páramo.
Los sub 35 crecieron con videojuegos portátiles y sumaron esta distracción a la
de los sub 40, que lidiaron con el flagelo de educarse con las consolas
hogareñas, los walkman y los fichines a la vuelta de la esquina. Estos, a su
vez, añadieron sus distracciones a las que ya habían padecido el resto de los
mortales que conservan su vida: televisión y radio. Y el que no tenía luz,
tenía la pelota, la hermana que lo jodía, el perro que se enfermó o una mosca
que pasó volando. Así y todo, salieron ingenieros, premios Nobel, médicos,
gigantes académicos, empresarios, todos los que nos hicieron mundialmente
famosos -menos los futbolistas- e, increíblemente, los mismos tipos que dicen
que el sistema de calificaciones estigmatiza a los chicos de ahora y no a todos
los que pasaron por un aula desde los tiempos de Hernandarias.
Si tuvieran un cachito de dignidad, reconocerían que lo
único que hacen es mantener y acrecentar el estigma de haber egresado de una
escuela pública. Algo que ni Daniel Filmus, ex director de Flacso y personaje
determinante en todos los experimentos educativos de las últimas décadas,
eligió para sus hijos.
Entre tantos experimentos podrían volver a la idea de
Spencer de que “educar es formar personas aptas para gobernarse a sí mismas, y
no para ser gobernadas por otros”, pero claro, eso eliminaría en un par de
generaciones la necesidad de seguir a un líder que nos proteja en vez de,
sencillamente, votar a un administrador temporal del Estado.
Viernes. No se puede prohibir por ley que la mina que te
gusta te rebote en un baile del Colegio, y sin embargo es la peor de las
sensaciones.
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