Por Gabriela Pousa |
Hasta ahora el problema de la Argentina era su pérdida de credibilidad
ante el mundo, la confianza destruida a causa de un gobierno que implementó
como metodología la sistematización de la mentira. Hoy, el problema es aún
mayor. Al descrédito internacional se suma la desconfianza de los
propios argentinos. Nadie cree nada.
Es difícil hallar quién apueste a un corto plazo distinto a la coyuntura
donde todas las variables económicas son negativas y muestran un binomio letal: inflación
más recesión. En ese marco, hasta se torna complejo soñar. El futuro se limita
a las próximas 24 horas. A partir de allí, todo es enigma. En
reuniones, en la calle, se escucha la pregunta cuya respuesta no está: ¿A
dónde vamos a parar? Las predicciones no parecen estar lejos de lo que
vendrá.
La Presidente se ataja: “Cuando uno se acerca a diciembre, uno
siente que hay como una cosa que aletea en el aire, como crear un clima de que
las cosas están horribles, de que son espantosas y demás“. En rigor, no
es un sentir sino una realidad. La jurisprudencia habla. Diciembre es
un mes bisagra desde hace unos cuantos años en la Argentina pero no por azar.
El hartazgo generalizado de la sociedad suele encontrar un límite cuando
las fiestas ponen en evidencia que no se puede siquiera poner un pan dulce
sobre la mesa. A ello se suman los intereses políticos subyacentes que
nadie se anima del todo a explicitar pero que muchas veces dejan ver el fogoneo
detrás.
¿Qué sucedió en diciembre de 2013? La crisis policial de Córdoba
quiso ser aprovechada por el gobierno para hacer trastabillar a José Manuel De
la Sota. Se desestimó el pedido de auxilio al Ejecutivo Nacional. El jefe de
gabinete, Jorge Capitanich, usó un descargo infantil: “No puedo atender
el celular de noche, tengo que dormir”.
La consecuencia fue otro boomerang para el kirchnerismo. Tiró a
matar una provincia que no se subordinaba a su actuar, y las balas regresaron a
Balcarce 50 desde otras tantas coordenadas.
Medio país ardía, saqueos, caos social, muertos. Mientras, Cristina bailaba en su “fiesta de la democracia”. ¿Quién activó pues la conflictividad?
La mandataria sabe que en estas circunstancias, mucho tiempo no tardarán en hacerse ver las reacciones de la sociedad. La violencia engendra violencia, la falta de castigos no inhibe, y el “sálvese quién pueda” habilita los desbordes. Encima, Cristina provoca, echa nafta al fuego cada vez que habla. Si acaso no estamos en la panacea es porque “el mundo se nos cae encima”, pero Argentina es una fiesta. Por momentos pareciera que desea un fin de año alborotado. Abre el paraguas porque sabe que está cooperando a la tormenta perfecta.
Más que atacar a la ciudadana que le ha regalado cheques en blanco en
demasía, la Presidente debería mirar lo que organizan sus adláteres
desestimando los problemas perentorios de la gente. Ella lo sabe porque
lo dijo sin titubeos en Harvard tiempo atrás: “un 25% de inflación haría
estallar el país”. Si no desactiva la bomba a tiempo, explotará. No hay
espacio para la sorpresa, y no hay nadie que pueda frenar el desenlace que no
sea ella.
Es verdad que hay países desarrollados en crisis pero la
diferencia está en que en ellos, la crisis tiene principio, desarrollo y final.
En Argentina es perenne, es como si fuéramos una crisis por génesis.
Cristina sigue apostando a la distracción, a la profundización del
relato porque el relato fue aplaudido durante más de diez años. Pero la
realidad se yergue contundente. La agenda que marcará la Presidente establecerá
la temática del debate aunque sea estéril. Estéril porque soluciones no hay, no
interesa que las haya. En los despachos se vive el proselitismo como
rutina, y los funcionarios estudian a donde migrar cuando el kirchnerismo
llegue a su final.
Los problemas están archivados. Se los saca de las portadas y se los
vuelve a instalar cuando es necesario tapar algo más. La dinámica política es
circular. Los conflictos de ayer serán los conflictos de mañana. Y la tesis
oficial es que si los argentinos lo soportaron antes, volverán a soportarlos de
aquí en adelante. Algo de razón tienen. Hemos aguantado más de lo
razonable.
Nos indignamos con la inseguridad, pataleamos por proyectos de ley que
apenas son herramientas de apriete que morirán en la Corte Suprema, pero no
nos sublevamos hasta que el bolsillo se seca y recalienta.
Diciembre de 2014 puede ser igual a diciembre de 2013 o al mismo mes de
2012 porque septiembre de 2014 es igual a septiembre de 2013 y septiembre de
2012. Esa es la realidad. Y porque el gobierno sigue siendo el mismo que
hace once años comenzó a perfilar este escenario en el que nos hallamos.
No hay novedad, no hubo gestión que modifique un ápice, apenas
si se engañó con “veranitos” que sosegaban con nuevos plasmas, smartphones,
fines de semana largos, cuotas y autos de alta gama subsidiados. Ahora no queda
nada. En China, De Vido y Kicillof ruegan un crédito, un préstamo, lo
que sea. “Que Dios se lo paguetrong>” podría titularse esa epopeya.
Desde Casa Rosada ofrecieron espejitos de colores que nosotros
compramos. Hoy la oferta es idéntica. “A consumir“, manda la
Presidente. Pero la inflación ha hecho mella y el relato no convence al
cambio de hábitos que hace la clase media, ni a la olla popular de los barrios
carenciados.
Posiblemente desde la teoría económica, esta última parte del año no sea
igual a la que golpeaba cuando Eduardo Duhalde asumía el rol de bombero, y
condenaba al éxito. Sin embargo, a efectos cotidianos y prácticos no se
ven muchos cambios y nada hace prever que lo que viene sea diferente.
Con los mismos métodos no se logran resultados distintos, es sabido. Y
sin renovación de la dirigencia no se perfilan cambios en la agenda. Cristina
volverá a bailar pero probablemente no lo haga en la fiesta de la democracia
sino más bien en su fiesta de egresada. El fin de ciclo es aún un slogan pero
están haciendo lo indecible para convertirlo en una realidad.
Nadie quiere que la Presidente se vaya antes de cumplir el mandato
constitucional, ella abusa de esa “generosidad” y apuesta nuevamente a
instalar “yo o el caos”. Puede que con menor intensidad, pero el miedo persiste
porque la dirigencia parece un mono con navaja o un elefante dentro de un
bazar.
El calendario electoral no se termina de dilucidar, y nadie se
atreve a garantizar que sea el que la Constitución determina o el que la
desidia acelere porque no se aguanta más.
En el “mientras tanto” seguiremos recreando los males que ya vivimos
antaño: la toma del predio de Villa Lugano es un caso emblemático. La
interna en torno al mismo es un escándalo al que nos tiene acostumbrado el
kirchnerismo. Basta recordar lo sucedido cuando delegados del subte
decidieron parar por tiempo indeterminado.
El caos de tránsito fue letal, la gente viajaba como ganado. La culpa
era de Macri o de Randazzo. ¿Tiene sentido detenernos en buscar culpables?
Eso hace la Presidente y quizás somos émulos inconscientes de su actuar. Ella
no cumple con su palabra, tampoco la sociedad. Ella hace la plancha, el pueblo
flota sin reaccionar.
Todo se olvida en Argentina. La memoria se manipula a conveniencia, la
historia se reescribe, un adelanto electoral no sería pues ninguna novedad. Ahora
bien, una cosa es que la mandataria se vaya antes por un problema de salud y
otra muy distinta es que lo haga porque el país está en llamas.
Cristina no puede arriesgarse porque tiene necesidad de fueros y estudia
encabezar alguna lista que la lleve al Congreso. La Justicia acecha. Ese es el dilema
que acosa a la jefe de Estado: ¿cómo llegar al final? Lo paradójico es que
la respuesta sólo ella la tiene, pero parece que ni a sí misma se quiere
escuchar.
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