Por Tomás Abraham (*) |
Somos testigos de una revolución cultural que desplaza el
eje de la hegemonía occidental y atlántica de los últimos cinco siglos a Asia.
La velocidad de esta mutación supera diez veces a la producida por la
revolución industrial en Inglaterra. Lo que llevó doscientos años hoy se concreta
en veinte. Karl Marx dejó la Alemania pastoril y anacrónica con sus filósofos
espirituosos para vivir y estudiar en la cuna del futuro.
Hoy no tenemos un
Marx, pero sí decenas de analistas que describen y reflexionan sobre la
creciente presencia china en todo el mundo. Lo hacen desde Martin Jacques y
Henry Kissinger a –para mencionar sólo lo recientemente editado en nuestro
país– Juan Pablo Cardenal y Humberto Araujo en España, como Diego Guelar en la
Argentina.
Cada uno de ellos, como tantos otros, nos ilustran sobre la
presencia china en el comercio, en las inversiones, en el financiamiento, y
hasta en los cientos de “Institutos Confucio” en Africa y América Latina.
Nosotros no podemos distraernos ante esta realidad, más aún
después de la visita del presidente Xi Jinping, que rubricó con su presencia la
principal, si no la única, fuente de financiamiento que conservamos al –de
lejos– más importante cliente de nuestras exportaciones, y al inversionista
codiciado para obras de infraestructura y transporte.
A partir de los inicios de las tratativas para planificar
los futuros acuerdos entre China y EE.UU. en 1973 llevados a cabo por Richard
Nixon y H. Kissinger con Mao Zedong y Zhou Enlai, el posterior fortalecimiento
metódico de las relaciones entre ambos países cambió el diagrama del poder
mundial. La alianza sino-norteamericana pasó de ser una estrategia común para
frenar las ambiciones del Oso Ruso a una dinámica económica gigantesca. Ya no
es el peligro nuclear y el de una guerra planetaria lo que impulsa acuerdos
entre los dos más grandes poderes de la tierra, sino un flujo de riquezas y de
conocimientos por los cuales se potencian
mutuamente.
Uno compra bonos de deuda del Tesoro norteamericano, el otro
desarrolla los productos de exportación chinos a través de la radicación de sus
corporaciones, enseña el know how de su producción y abre sus universidades
para que decenas de miles de científicos e ingenieros chinos se especialicen en
sus disciplinas.
Mientras tanto nosotros vivimos con lo nuestro como si nada
existiera fuera de nuestra aldea, salvo, claro, los buitres. Ahí sí descubrimos
que lo nuestro no alcanza y a falta de dólares buscamos yuanes.
Los gobiernos kirchneristas han llevado al país al conocido
cuello de botella. A un embudo. Por su orificio ancho, toda una población como
una densa crema clama por sus legítimas reivindicaciones y se siente despojada
de sus derechos. Por la salida estrecha hay un guardián inclemente que exige
recursos materiales para satisfacerlas.
Cuando se llega a una situación como la actual no hay otra
solución que la crisis, es decir, romper el cuello de la botella. Por algo la
oposición se ahorra el tema. Y lo hace hablando de programas, planes, acuerdos,
sin decir jamás qué medidas implementarían ni con qué apoyo político cuentan.
No lo pueden decir porque cuando la inflación va de 20 a 30
y de 30 a 40% se baila sobre una soga sin red de contención. Y todos los gestos
ampulosos de controles de precios, leyes de abastecimiento, subsidios al
consumo con créditos baratos y a las empresas para que no despidan personal
ocioso, todo eso muestra una sola cosa: que las cosas van mal y que se posterga
algo doloroso.
Cuando hay una moneda
que pierde valor cada mes y nadie quiere conservarla, no hay moneda. Si no hay
moneda no hay ahorro, sin ahorro no hay crédito, si no hay crédito no hay
inversión, si no hay inversión no hay producción, si no hay producción no hay
empleo, si no hay empleo hay violencia. De eso sí se nos ofrece por entregas
dosificadas y posiblemente haya una oferta con mayor gramaje aún en futuras
luchas callejeras y sabotajes.
Los gobiernos kirchneristas fueron incapaces de lograr
acuerdos entre sectores que generan riquezas. Debilitaron el país al atacar y
desprestigiar a grupos económicos claves para el fisco. Se empalagaron con la
palabra “poderes concentrados” mientras desmantelaron todos los organismos de
control. Hicieron de la ayuda social una trampa al inmovilizar a millones de
personas fuera del mercado y de la cultura del trabajo a la espera de planes y
asignaciones. Por el apadrinamiento paternalista de la rebelión juvenil y de la
inclusión escolar, nivelaron bien para abajo excluyendo a las nuevas
generaciones de los desafíos que impone la revolución científica y, con menos
pretensiones, para trabajos de alguna calificación (para tener una idea real de
lo que sucede en los establecimientos secundarios y en los profesorados,
recomiendo la lectura de En las escuelas, de Gonzalo Santos, docente de 29
años). De los derechos humanos hicieron una bandera partidaria y una versión de
la historia sesgada y encubridora. De la seguridad, un emblema de garantistas
pedantes que con tono de juridismo paquete legitiman el crimen en nombre de la
justicia social, en consonancia con personajes inventados que muestran la
supuesta caricatura de una dureza uniformada.
Dicen que existe la posibilidad de que una vez arreglado el
tema del default técnico arriben inversiones a la Argentina ya que nuestros
activos están muy baratos. ¿Es ésta una buena noticia o tan sólo procura las
delicias de un remate cuando hay embargos, ruinas o quiebras? Viene dinero para
comprar empresas que ya no quieren estar radicadas en nuestro mercado para una
vez efectuada la operación hacerse del dinero y salir. Como proyecto de
desarrollo económico nada ofrece para festejar.
Todo esto se resume en una verdad muy simple: los dos
períodos de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner han sido malísimos para
nuestra joven democracia. Aquellos a los que les gusta estigmatizar a la
historia y a sus personajes han bautizado los 90 como “segunda década infame”,
¿qué tal si inauguramos una tercera?
Desde 2007 se echó por la borda el sacrificio de los
productores argentinos luego de la crisis de 2001. El esfuerzo de los
trabajadores reincorporados en empresas antes paralizadas y la avanzada
productiva agrícola hicieron reflotar un país hundido que llegó a darle vía
impuestos al trabajo y al comercio más de cincuenta mil millones de dólares de
reserva al Banco Central.
Después, un plan mezquino de acumulación de poder personal
para que un matrimonio presidencial se perpetuara en el poder arrasó con lo
ahorrado y conseguido, se hizo de cajas jubilatorias, demonizó a la prensa,
apretó jueces y procuradores, vendió a bajo precio un relato nacional y popular
que sabía agradable a los oídos de nostálgicos y contingentes con rencor
acumulado.
A pesar de que el “relato” convirtió la política en una
neurosis colectiva con sus obsesiones persecutorias, no se pudo negar una
realidad: Argentina es un país dependiente, un eslabón minúsculo de la
geopolítica mundial. Nos pueden con poco porque nos falta astucia y bastante
sutileza. Un despreciado juez de Nueva York que un jurista local ha reubicado
en Avellaneda aisló a nuestro país del crédito internacional. Es suficiente con
que baje el precio de la soja a doscientos dólares la tonelada para acabar con
el modelo, con sus beneficiarios y cortesanos. Si el jerarca chino llegara a
alejarse, no hay Belgrano Cargas y los fletes seguirán por las nubes y las
pretensiones de Randazzo por el piso. No alcanza con que disimulemos nuestras
flaquezas y errores con simulados gritos de dolor por las agresiones de las que
somos víctimas.
Pero no todo está perdido. Tomás Moro llamó a su isla de la
felicidad “Utopía”, nosotros, desprendidos del mundo en nuestra aldea flotante,
buscamos otro nombre. Pongámosle “Esperanza”, pero lamentablemente ese islote
ya existe, está en el Pacífico.
(*) Filósofo
0 comments :
Publicar un comentario