Por Ariel Dorfman
Tanto ha cambiado desde ese día caliente de agosto
de 1963 en que Martin Luther King pronunció sus famosas palabras desde la
escalinata del Lincoln Memorial. Una familia negra vive en la Casa Blanca y la
segregación oficial es algo del pasado. El napalm ya no cae sobre los hogares y
la gente de Vietnam, y el presidente de ese país acaba de visitar los Estados
Unidos en busca de “una nueva relación”.
Se aprobó una ley de seguro de salud que garantiza
servicios médicos a muchos millones que, 50 años atrás, estaban totalmente
fuera del sistema. En esa época, los gays escondían su sexualidad –faltaban
seis años para los Stonewall riots—y ahora la Corte Suprema ha reconocido
que las parejas del mismo sexo tienen derecho a beneficios sociales. Sólo un
año antes, Rachel Carson había publicado su clásico ecologista Silent Spring, entonces un libre solitario. Hoy hay un
vigoroso movimiento en todo el mundo dedicado a detener la extinción de nuestro
planeta.
En 1963, la destrucción nuclear amenazaba a nuestra
especie a cada minuto del día y ahora, pese a la proliferación de esas armas
entre nuevas naciones, no sentimos que mañana puede traer 10.000 Hiroshimas
sobre las cabezas de la humanidad.
Tanto ha cambiado –y tan poco.
Las pancartas alzadas en la marcha conmemorativa de
la semana pasada en Washington contaban exactamente esa historia: llamados a
acabar con las guerras de drones en tierras lejanas; demandas de trabajo e
igualdad; protestas contra el encarcelamiento masivo, las restricciones al
derecho al aborto, los cortes a la educación, los asaltos contra los
trabajadores de los Estadso Unidos y la explotación y persecución de los
inmigrantes; advertencias sobre leyes estaduales de supresión de votantes. Y
cantos que llenaban el aire, sobre múltiples imágenes de Trayvon Martin,
denunciando la violencia de las armas y clamando que los bancos deben pagar
impuestos. Desafiándonos a todos a ocupar todo espacio disponible y regresar el
país a la gente.
Sí, tanto ha cambiado –y tan poco.
También en mi vida.
Palabras para un asesinato
No pude asistir a la marcha de la semana pasada,
pero ciertamente lo habría hecho si no hubieran interferido asuntos de
naturaleza personal. Era sólo cuestión de meterme en el auto con mi mujer,
Angélica, y conducir cuatro horas desde nuestra casa en Durham, en Carolina del
Norte.
Cincuenta años atrás, habría sido imposible.
Entonces vivíamos en el distante Chile y ni siquiera sabíamos que había una
marcha en Washington. Yo tenía 21 años y, como muchos de mi generación, estaba
implicado en la lucha para liberar América Latina. Ni siquiera registré el
discurso de King que influiría tan profundamente sobre mi vida.
Lo que puedo recordar con feroz precisión, en
cambio, es el lugar, la fecha e incluso la hora en que, cinco años más tarde,
tuve ocasión de oír por primera vez esas palabras: “Yo tengo un sueño”,
escuchar la entonación de ese barítono melodioso, esa certeza emocional sobre
la victoria. Puedo recordar la ocasión tan claramente porque resultó ser el 4
de abril de 1968, el día en que Martin Luther King fue asesinado, y desde
entonces su sueño y su muerte han estado unidos penosamente en mi mente como
todavía lo están, casi medio siglo después.
Recuerdo cómo estaba sentado con Angélica y nuestro
hijo de un año, Rodrigo, en un living en lo alto de las colinas de Berkeley, la
ciudad universitaria de California. Habíamos llegado de Chile apenas una semana
antes. Nuestros anfitriones, una familia norteamericana que nos ofreció
generosamente alojamiento temporario mientras se alistaba nuestro departamento,
habían encendido la televisión. Miramos todos solemnemente las noticias de la
noche, probablemente anunciadas por Walter Cronkite, el afamado conductor de
CBS. Y ahí estaba, el asesinato de Martin Luther King en ese hotel de Memphis,
y luego llegaron los primeros informes de disturbios en todo el país y,
finalmente, un largo trozo de su discurso “Yo tengo un sueño”.
Fue solo entonces, pienso, que comencé a comprender
quién había sido Martin Luther King, qué habíamos perdido con su partida de
este mundo, la leyenda en que se estaba convirtiendo ante mis propios ojos. En
años posteriores, volvería a menudo a su discurso y extraería de su montaña de
significado un diferente peñasco sobre el que pararme y entenderme el mundo.
Más allá de maravillarme ante la elocuencia de
King, mi reacción inmediata fue, no tanto la inspiración como la consternación,
cerca incluso de la desesperación. Después de todo, el asesinato de este hombre
de paz fue replicado no por un compromiso de perseverar con su legado, sino por
furiosos levantamientos en los barrios pobres de la Norteamérica negra. La
gente sin recursos vengaban a su líder muerte quemando los guetos en los que se
sentían encarcelados y empobrecidos, usando el fuego para proclamar, esta vez,
que la no violencia que King había defendido era inútil, que el único modo de
acabar con la desigualdad en este mundo era a través del cañón de un fusil, que
el único modo de hacer que los poderosos prestasen atención era meterles un
miedo del demonio.
El asesinato de King, en consecuencia, planteó
salvajemente una cuestión que ya me atormentaba –y a tantos otros activistas—a
fines de los sesenta: ¿cuál era el mejor método para lograr un cambio radical?
¿Podíamos imaginar una rebelión por la vía en que Martin Luther King la había
imaginado, sin beber de esa copa de amargura y odio, sin tratar a nuestros
adversarios como nos habían tratado? ¿O el camino hacia ese palacio de justicia
y ese brillante día de hermandad inevitablemente nos conducía a través de los campos
de la violencia? ¿Era la violencia, en verdad, la inevitable partera de la
revolución?
Martin Luther King y el Sueño de un Chile
Revolucionario
Estas eran preguntas que, allá en Chile, pronto me
vería forzado a responder, no a través de vaporosas reflexiones teóricas sino
inmerso en la realidad cotidiana de la Historia en marcha. Estoy hablando de
los años posteriores a 1970, cuando Salvador Allende fue elegido como
presidente de Chile y nos convertimos en el primer país que intentaba construir
el socialismo por medios pacíficos. La visión de Allende del cambio social,
elaborada durante décadas de lucha y pensamiento, era similar a la de King, aun
si venían de muy diferentes tradiciones culturales y políticas.
Allende, por ejemplo, no era religioso en absoluta
y no habría estado de acuerdo con King en que a la fuerza física había que
oponer la fuerza del espíritu. Prefería en cambio la fuerza de la organización
social. En un tiempo en que muchos en América Latina todavía estaban fascinados
por la lucha armada propuesta por Fidel Castro y el Che Guevara, el logro
singular de Allende fue imaginar que las dos búsquedas de nuestra era estaban
inextricablemente conectadas: la búsqueda de los desposeídos de esta Tierra de
más democracia y libertades civiles, y la búsqueda de justicia social y
distribución económica.
Desafortunadamente, fue el destino de Allende ser
un eco del de King. Tres años después de la muerte de éste en Memphis, fue
elección de Allende morir en medio de un golpe militar apoyado por Washington
contra su gobierno democrático en el palacio presidencial de Santiago, en
Chile.
Sí, en el primer 11 de septiembre (de 1973), a casi
diez años del discurso de King “Yo tengo un sueño”, Allende eligió morir
defendiendo su propio sueño, prometiéndonos en su último discurso que más
temprano que tarde llegaría el día en que los hombres y mujeres de Chile
caminarían por las amplias alamedas hacia una sociedad mejor.
Fue en las postrimerías inmediatas de esa derrota
terrible, mientras veíamos a los poderesos de Chile imponernos ese terror que
nosotros no habíamos querido imponerles; fue entonces, cuando nuestra no
violencia fue respondida con ejecuciones y torturas y desapariciones –fue sólo
entonces, después del golpe militar, que comencé por primera vez a comulgar
seriamente con Martin Luther King, que su discurso de la escalinata del Lincoln
Memorial volvió para asolarme. Fue mientras dejaba Chile y me dirigía, con
esposa e hijo, hacia un exilio que duraría años que la voz de King y su mensaje
comenzó a infiltrarse totalmente, palabra por palabra, en mi vida.
Si alguna vez hubo una situación en que la
violencia podía justificarse, habrá sido contra la junta militar de Chile
liderada por Augusto Pinochet. Él y sus generales habían derrocado a un
gobierno constitucional y estaban matando, torturando, encarcelando y
persiguiendo a ciudadanos cuyo pecado radical había sido imaginar un mundo en
el que no fuera necesario masacrar a los propios oponentes para permitir que
fluyeran las aguas de la justicia.
Los perros del Missisippi y de Valparaíso
Y sin embargo, muy sabia, casi instintivamente, la
resistencia chilena adoptó una ruta distinta, tomando lenta, resuelta,
peligrosamente cada pulgada disponible de espacio público en el país, aislando
a la dictadura en el interior y el exterior, volviendo a Chile ingobernable
mediante la desobediencia civil. No era muy diferente de la estrategia que el
movimiento de derechos civiles había adoptado en los Estados Unidos; y, en
verdad, nunca me sentí más cercano a Martin Luther King que durante esos 17
años que nos tomó liberar a Chile de la dictadura.
Sus palabras dirigidas a los militantes que se amucharon
en Washington en 1963, pidiendo que no perdieran su fe, resonaron en mí,
confortaron mi entristecido corazón. Me hablaba proféticamente, a todos
nosotros, cuando dijo: “No ignoro que algunos de ustedes llegan aquí después de
grandes pruebas y tribulaciones. Algunos de ustedes vienen directo de celdas
estrechas”.
Nos hablaba, me habla, cuando tronó: “Algunos de
ustedes vienen de zonas en las que su búsqueda de libertad los ha dejado
abatidos por tormentas de persecución y sacudidos por los vientos de la
brutalidad policial. Ustedes son los veteranos del sufrimiento creativo”.
Entendió que más difícil que ir a tu primera manifestación era despertar a la
mañana siguiente y dirigirse a la siguiente, y luego a otra, es decir
comprometiéndose en el trabajo cotidiano de actos pequeños que pueden conducir
a grandes y letales consecuencias.
Los sheriffs y perros de Alabama y Mississippi
estaban vivos y coleando en las calles de Santiago y Valparaiso, y del mismo
modo el espíritu que había alentado a hombres, mujerees y niños indefensos a
ser arrasados, golpeados, bombardeados, acosados, y sin embargo continuar
confrontando a sus opresores con la única arma disponible: el sufrimiento de
sus cuerpos y la convicción de que nada podía obligarlos a volver atrás.
Como los negros en los Estados Unidos, también en
Chile cantábamos en las calles de las ciudades que nos habían robado. No
spirituals, porque cada tierra tiene sus propias canciones. En Chile cantábamos
una y otra vez el Himno a la Alegría de
la Novena Sinfonía de Beethoven, la esperanza en que habría de llegar el día en
que todos los hombres fueran hermanos.
¿Por qué cantábamos? Para darnos ánimo, por
supuesto, pero no solamente. En Chile, cantábamos y enfrentábamos las mangueras
y el gas lacrimógeno y los garrotes porque sabíamos que alguien más miraba. En
ello seguíamos los pasos –concientes del uso de los medios de comunicación—de
Martin Luther King. Después de todo, la despareja confrontación entre un
Estado policial y el pueblo estaba siendo fotografiado o filmado o transmitido
a otros ojos. En el sur profundo de los Estados Unidos, la audiencia era la
mayoría del pueblo norteamericano; mientras que en esa otra lucha, años más
tarde, en el sur profundo de Chile, el espectáculo cotidiano de hombres y
mujeres pacíficos siendo reprimidos por los agentes del terror se dirigía a
fuerzas nacionales e internacionales cuyo apoyo Pinochet y su dependiente
dictadura del Tercer Mundo necesitaban para sobrevivir.
La táctica funcionó porque entendimos, como lo
habían hecho Gandhi y King antes que nosotros, que nuestros adversarios podían
ser influidos por, y avergonzados ante, la opinión pública, y podían, de este
modo, eventualmente ser compelidos a dejar el poder. Así fue como la
segregación fue derrotada en el Sur; así es como el pueblo chileno venció a
Pinochet en un plebiscito en 1988 que condujo a la democracia en 1990; esta es
la historia de la caída de las tiranías en todo el mundo, hoy más que nunca, de
las calles de Burma a las ciudades de la Primavera Árabe.
King en la Era de la Vigilancia
¿Y qué hay de este momento’ Cuando vuelvo a ese
discurso que escuché por primera vez hace 45 años, el mismo día en que King
murió, ¿hay todavía un mensaje para mí, para nosotros, algo que necesitemos oír
de nuevo como si estuviéramos escuchando esas palabras por primera vez?
¿Qué diría Martin Luther King si pudiera contemplar
en qué se ha convertido su país desde su muerte? ¿Si pudiera ver cómo el terror
y la masacre impuesta sobre Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001
convirtió a su pueblo en una nación temerosa y vengativa, lista a dejar de
soñar, a abdicar de sus propias libertades para estar segura? ¿Si pudiera ser
cómo esa obsesión por la seguridad ha alimentado a los servicios de espionaje y
a un complejo industrial-militar fuera de control?
¿Qué diría si pudiera ver cómo el miedo fue
manipulado para justificar la invasión y la ocupación de una tierra extranjera
contra la voluntad de su pueblo? ¿Cómo reaccionaría ante las últimas leyes que
quitan derechos a los mismos ciudadanos que el luchó por llevar a los sitios de
votación? ¿Qué pena hubiera apresado su corazón al ver a los ricos prosperar y
a los pobres ser más desatendidos y despreciados, al ver el creciente abismo
entre el uno por ciento y el resto del país, sin hablar del poder del dinero
para intervenir e interceder y decidir?
¿Qué palabras habría utilizado para denunciar el
modo en que la vigilancia del gobierno bajo la que se hallaba es ahora un lugar
común que lo permea todo y toma como blanco potencial a cualquiera que posea un
teléfono o utilice el correo electrónico en los Estados Unidos? ¿No diría a
aquellos que se oponen a esas políticas e instituciones adentro y afuera de los
Estados Unidos que se alzaran y se contara, que marcharan hacia adelante y no
se sumieran en el valle de la desesperación?
Esa es mi convicción. Que él repetiría algunas de
las palabras que pronuncia en aquel dia, ahora distante, a la sombra de la
estatua de Abraham Lincoln. Yo supongo que afirmaría una vez más su fe en
el potencial de este país. Señalaría sin dudas que su sueño sigue enraizado en
el sueño norteamericano que, pese a todas las dificultades y frustraciones del
momento, todavía sigue vivo, que su nación todavía tiene la capacidad de levantarse
y vivir el verdadero significado de su credo original, resumido en las
palabras: “Consideramos estas verdades como autoevidentes: que todos los
hombres son creados iguales”.
Permitámonos confiar en que su fe en nosotros
estaba y todavía está bien emplazada. Permitámonos confiar y orar, por su causa
y la nuestra, que su fe en su propio país no estaba mal emplazada y que 50 años
más tarde sus compatriotas oirán una vez más su fuerte y gentil voz llamándolos
desde más allá de la muerte y el miedo, llamándonos a todos, aquí y afuera, a
alzarnos juntos por la libertad y la justicia de nuestro tiempo.
Aquí, en TomDispatch.com,
publicación original de este texto, en inglés.
Publicado
en agosto de 2013 en El Puercoespín.
© Ariel
Dorfman
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