De la mano de la
corrupción, la codicia y la precariedad institucional,
el narcotráfico sigue
ganando terreno en Argentina.
Por James Neilson (*) |
A su modo, los narcos se asemejan a los buitres. Son
carroñeros que se enriquecen a costa de los más vulnerables, aprovechando las
debilidades tanto de personas como de sociedades enteras.
Como no pudo ser de
otra manera, para ellos la Argentina es un país lleno de oportunidades que no
se les ocurriría pasar por alto.
Puesto que les ha sido fácil encontrar
colaboradores –en otro contexto, los contrarios a las incursiones extranjeras
los llamaría cipayos– confían en poder culminar la obra colonizadora que han
emprendido antes de que los dispuestos a enfrentarlos logren movilizarse.
El tiempo apremia. Los narcotraficantes ya están en todas
partes. Ningún día transcurre sin que haya por lo menos un asesinato, como el
del abogado que servía a capos colombianos que el domingo pasado murió en
Devoto, o un enfrentamiento mortal entre bandas que se dedican al menudeo. En
los barrios más pobres, es decir, en todos con la excepción de algunos que
hasta ahora han logrado resistirse al deterioro urbano que hace visible la
depauperación progresiva del país, el paco, esta variante lumpen de la cocaína,
se ha hecho ubicuo, Nadie ignora que a causa de la droga ya es rutinario que
delincuentes maten a víctimas indefensas sin motivo aparente. ¿Por qué dejarlas
vivir si la vida propia no vale nada?
No se equivocan por completo los que culpan a “los
extranjeros” por la transformación de la Argentina del “país de tránsito” de
generaciones anteriores en el país de consumo, producción y exportación actual.
La globalización no se ha limitado al intercambio de bienes deseables y modas
frívolas. También ha potenciado el negocio de la droga. Los narcos locales
entienden que les convendría más convivir con los procedentes de México,
Colombia o Perú que declararles la guerra e intentar eliminarlos; lo suyo no es
un juego de suma cero.
Hay lugar para todos. Así, pues, narcotraficantes con
conexiones internacionales se han asentado en provincias como Jujuy y Salta, el
llamado “corredor norte”, Rosario y las zonas menos salubres del conurbano,
además, parecería, de la mismísima Casa Rosada, razón por la que la jueza María
Servini de Cubría quisiera allanar el lugar.
La magistrada que se ha erigido en la bestia negra del mundo
K ya sabe que, tiempo atrás, hubo llamados telefónicos entre narcos y
funcionarios del gobierno kirchnerista que ocupaban despachos en la Casa de
Gobierno, pero aún no ha logrado identificarlos. Para ayudarla, el
habitualmente taciturno vocero presidencial, Oscar Parilli, dio a entender que
podría tratarse de Alberto Fernández, Sergio Massa, Daniel Scioli y Julio
Cobos.
¿Y Néstor Kirchner? Con cierta frecuencia, los interesados
en el tema mencionan el nombre del difunto ex presidente que, suponen, había
estado al tanto de las sospechas que durante su gestión afectaban a distintos
miembros de su entorno, pero que así y todo no los separó de sus cargos. Aunque
andando el tiempo algunos sí se alejaron de la Casa Rosada, se informa que por
lo menos una persona, Luis Zacarías, que está en la mira de la jueza, sigue
trabajando en la secretaría privada de la Presidencia.
Por lo de “la mujer de César”, la que no sólo debe ser
honrada sino también parecerlo, es de por sí preocupante que nadie haya podido
sentirse demasiado sorprendido al enterarse de que, en opinión de Servini de Cubría,
podría haber una especie de quinta columna narco en el gobierno nacional.
¿Sería que el país se ha resignado a convivir con un mal que es mucho más
destructivo que la inflación y por lo tanto plantea un mayor peligro que “los
buitres”? Puede que no, que la clase dirigente aún conserve la capacidad para
impedir que las mafias terminen apropiándose de todos los centros del poder,
sin excluir el Ejecutivo, pero a quienes sucedan a los kirchneristas en el
gobierno no les será nada fácil recuperar el terreno que se ha perdido en el
transcurso de los años últimos. Les guste o no a quienes sueñan con mudarse a
la Casa Rosada en diciembre del 2015, la creciente patria narco formará parte
de una herencia que motiva cada vez más temor.
Los narcotraficantes cuentan con aliados muy fuertes: la
corrupción, la codicia de legiones de oportunistas inescrupulosos que están más
interesados en adquirir fortunas envidiables en tiempos récord que en cualquier
otra cosa y la precariedad extrema de las instituciones, comenzando con las que
en teoría servirían para obligar a los gobernantes a respetar la ley. Otro
aliado consiste en la propensión no sólo oficialista a ver todo cuando ocurre a
través de un prisma político, solidarizándose automáticamente con los
compañeros y descartando con vehemencia las acusaciones formuladas por
presuntos adversarios.
Para amortiguar el impacto del caso de la efedrina,
personajes como el infaltable Jorge Capitanich procuran hacer pensar que, por
ser cuestión de una maniobra en contra del gran proyecto nacional, no hay por
qué tomar el asunto en serio. Dicho caso, como el de la “mafia de los
medicamentos” del que acaba de verse apartado el juez más famoso del país,
Norberto Oyarbide, no ha dejado de molestar al gobierno desde agosto de 2008,
cuando en General Rodríguez se encontraron los cadáveres de tres hombres
vinculados con el negocio, ya que entre los asesinados estaba un empresario que
había invertido mucho dinero en la campaña electoral de Cristina.
En vista de la gravedad del caso, en algunos países se
crearía una comisión investigadora independiente. Sin embargo, es nula la
posibilidad de que el gobierno kirchnerista se expusiera al riesgo que le
supondría permitirle a una comisión, o a una jueza, rastrear la ruta que fue
tomada por las cuarenta toneladas de efedrina que, antes del “triple crimen”,
se habían repartido entre narcos que emplean la sustancia como un insumo para
la producción de drogas comercializables.
Sea como fuere, a menos que reaccionen pronto los resueltos
a ahorrarle al país un destino equiparable al de México, donde los muertos en
la guerra confusa entre los carteles, la policía y el ejército se cuentan por
decenas de miles y los sicarios se han acostumbrado a dirimir sus conflictos
con un grado de ferocidad sanguinaria digno de los guerreros santos islámicos,
torturando, decapitando o quemando vivos a quienes caen en sus manos, la
Argentina podría degenerar en lo que, según algunos, ya es: un “narcoestado”.
Tal eventualidad preocupa a los muchos que, como el ministro
de Justicia y Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, temen que los
narcotraficantes están sentando sus reales en la política, la justicia, la
economía y la legislación, de las que no sería nada sencillo expulsarlos. No lo
sería porque las defensas del país son débiles. Las han socavado décadas de
corrupción consentida. Conforme a la ONG alemana Transparencia Internacional,
cuando de la “percepción de corrupción” se trata, en este ámbito siniestro el
país compite con cleptocracias tan notorias como Senegal, Benín y Kazajstán.
Demás está decir que los narcos han sabido sacar ventaja de
la convicción difundida de que casi todos los políticos, jueces y jefes
policiales pueden comprarse o si, por algún motivo excéntrico los hay que
todavía se aferran a algo tan anticuado como la honestidad, serán reacios a
denunciar a los que no comparten sus principios. Aun cuando los optimistas
tengan razón y suceda que los irremediablemente corruptos sólo conformen una
minoría reducida, la “lealtad” de sus compañeros o correligionarios les permitirá
actuar como si constituyeran una mayoría abrumadora.
Luego de algunos meses en el poder, todos los gobiernos
argentinos se ven premiados con el título del “gobierno más corrupto de la
historia”. Por desgracia, el kirchnerista no tardó en conquistarlo por méritos
propios. Además de enriquecerse personalmente, los Kirchner reivindicarían un
esquema que es intrínsecamente corrupto. Con el pretexto de querer facilitar el
surgimiento de una “burguesía nacional”, Néstor Kirchner primero y, más tarde,
su esposa apostaron al “capitalismo de los amigos”, una modalidad en que
empresarios privilegiados por su proximidad al poder político apoyan a sus
benefactores a cambio de favores jugosos, como los que recibieron aquellos
laburantes santacruceños que, por arte de birlibirloque y con la bendición del
padrón, se metamorfosearon en magnates multimillonarios.
Entre los beneficiados por la corrupción están los holdouts
o “buitres”: además de solicitadas en que dicen que la Argentina es un
“narcoestado” y por lo tanto no merece la simpatía de nadie, los más activos se
han puesto a hurgar en los negocios K en diversos lugares del mundo,
incluyendo, desde luego, Las Vegas, la ciudad norteamericana grotescamente
rutilante que siempre ha fascinado a ciertos políticos locales. Para Cristina y
sus socios, el que los “buitres” estén buscando plata no declarada ha de ser
motivo de alarma, ya que las pesquisas que han emprendido en Estados Unidos y
otros países, algunos minúsculos, podrían tener consecuencias decididamente peores
que cualquier fallo del juez neoyorquino Thomas Griesa. Es lo que sucedería si,
además de echar luz sobre las actividades heterodoxas de los burgueses
nacionales, detectaran vínculos entre ellos y el crimen organizado, sector que,
huelga decirlo, incluye a los narcotraficantes.
© Noticias
0 comments :
Publicar un comentario