Muhammad Ali, el box y la lucha por los derechos civiles. |
Por Alberto Salcedo Ramos
Una cosa es ver hoy películas sobre la segregación racial en
Estados Unidos, y otra cosa es haberla padecido en carne propia, Muhammad, como
te sucedió a ti.
Ya a los cinco años, en tu natal Louisville, notaste la
exclusión.
Una tarde le preguntaste a tu padre por qué todas personas que
tenían propiedades y ocupaban cargos importantes eran blancas. Tu padre solo se
encogió de hombros, así que tú le replanteaste la pregunta.
– Entonces, ¿qué hacen los negros, papá?
Tú mismo encontraste muy pronto la respuesta: los negros
fregaban inodoros, limpiaban caballerizas. Y encima, eran víctimas de fanáticos
empeñados en exterminarlos. No tenían acceso ni a las universidades ni a los
parques de recreación, y para jugar béisbol profesional debían afiliarse a la
humillante organización que les crearon los blancos: las Ligas Negras.
Fuiste un atleta superdotado: medalla de oro olímpica a los
dieciocho años, campeón mundial a los veintidós. Pero lo mejor es que tú, a
diferencia de los demás boxeadores, no decidiste subir al ring para matar el
hambre sino para hacerte oír. Te reinventaste a partir de la locuacidad porque,
sagaz como eres, descubriste que “la gente no soporta a los charlatanes pero
siempre los escucha”.
Aún después de ganar la medalla olímpica seguiste siendo
despreciado por los mandamases de Kentucky. Una noche te tocó llevar a tu novia
a comer galletas y atún enlatado en la tienda, porque en ningún restaurante te
abrieron las puertas.
Aunque los pergaminos deportivos no te sirvieran para
acceder a los derechos más elementales, sí podían ayudarte, como tú mismo lo
dijiste, “a ser negro de otra manera”. Te cambiaste el nombre de pila, Cassius
Clay, porque lo sentiste como un rótulo de mercadería puesto por los
esclavistas. Te negaste a prestar el servicio militar, dijiste que no irías a
Vietnam a matar a nadie en nombre de un país – el tuyo – que escupía sobre ti y
sobre tus hermanos.
Te despojaron de la corona, te alejaron del ring durante
tres años y medio que habrían sido, quizá, los de mayor esplendor. Hubieras
podido acomodarte al establecimiento y seguir ganando millones, pero tuviste
las agallas suficientes para poner tus convicciones por encima de tu necesidad
de supervivencia. Sin más armas que un par de puños y una boca grande que
ningún poderoso pudo silenciar, marcaste un hito en la lucha de los derechos
civiles.
Larry Holmes, excampeón mundial, dijo en cierta ocasión: “Es
duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro… cuando era pobre”.
Tú, en cambio, como lo sentenció el poeta LeRoy Jones, jamás utilizaste la
notoriedad para convertirte en un blanco honorario.
Le diste a tu oficio de pobre una dimensión política
extraordinaria. Por eso ahora, cuando se cumplen los cincuenta años de haberte
convertido en campeón mundial (*), todos te nombramos con respeto.
Ayer un periodista deportivo recordaba que la medalla de oro que ganaste en los
Juegos Olímpicos del 60 se extravió. No estoy de acuerdo con él, ¿sabes?: yo
aún puedo verla brillar en tu cuello de campeón.
© El Puercoespín
(*) Aclaración de
Agensur.info: Esta nota se
publicó en febrero de este año, al cumplirse los 50 años de la obtención de la
corona mundial por parte de Muhammad Ali, el 25 de febrero de 1964, ante Sonny
Liston.
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