Por J. Valeriano Colque (*) |
La dura realidad nos enfrenta con números que indican cuánto
retrocedió la Argentina el último año.
La pobreza
afectaba al 27,5 % de la población a fines de 2013, según el Observatorio de la
Deuda Social de la Universidad Católica Argentina. Más de 11,3 millones de
argentinos no tenían una existencia digna; de ellos, casi 2 millones vivían en
la miseria. Un dato intolerable para un país con potencialidades para alimentar
a 200 millones de personas.
Esa situación no mejoró en los primeros seis meses
de 2014. Los indicadores de consumo, producción industrial, construcción y
actividad comercial se derrumbaron.
La cantidad de
unidades compradas en los supermercados, autoservicios y almacenes cayó en
el semestre 1,2 % a nivel país, según un relevamiento preliminar por ticket
expedido que efectuó la consultora CCR. Es el primer retroceso tras la crisis
2001-02.
Junio fue el peor mes
a nivel nacional. En los supermercados locales, las ventas retrocedieron 8 %.
Sin dudas que la inflación es la gran causante en la caída del consumo, máxime
en un año en que el desempleo aumentó y la suba salarial en las paritarias–30 %
en promedio–quedará por debajo de una inflación estimada entre 30 y 40 %.
El campo, con una
cosecha récord de soja (55 millones de toneladas), advierte ahora que lo
recolectado vale menos. En Chicago, retrocedió 120 dólares desde marzo último.
Se estima que se perderán más 1.500 millones de dólares en divisas por la soja
que está aún sin comercializar.
La industria
tiene sus propios problemas. Los Industriales Metalúrgicos advierten que falta
infraestructura para llegar a los puertos y exportar, y que con insumos
nacionales caros (el acero vale 30 % más que en países vecinos) “no se puede
ser competitivo”. Los precios argentinos están fuera de competencia de cualquier
licitación internacional. El control de las importaciones distorsiona los
precios en el mercado local.
La pregunta del millón es si la economía habrá tocado fondo
o aún se puede esperar algo peor. El país está involucrado en un trípode de
difícil resolución: inflación, atraso cambiario y tasa de interés. Es clave que
se tenga en el corto plazo un flujo adicional de dólares (además del de la
balanza comercial) que mejore el desequilibrio que existe entre las variables
señaladas. En ese sentido, el acuerdo con China puede ser un alivio para las
reservas del Banco Central y una buena noticia para los productos primarios,
pero mala para la industria.
La minimización del
problema no da buenos augurios
Si el “poder de fuego” que prometía Axel Kicillof para
reactivar la economía está compuesto por los reanunciados planes Proemplear y
Progresar, la batalla contra la recesión no tiene buen pronóstico para este
segundo semestre. La minimización de la situación económica tampoco da buenos
augurios: para el ministro Carlos Tomada, simplemente la economía no está
generando empleos con el mismo dinamismo, cuando la realidad es bien otra:
buena parte de la creación de empleo hace rato que viene del sector público,
que ya puso contra las cuerdas la capacidad de tributación de los privados. El
sector privado no parece muy motivado tampoco para generar inversiones y
empleo. El presidente de la UIA soltó una verdad dura: “Imaginar que pueda
haber inversión hoy es casi un disparate, porque el horizonte es incierto y la
inversión necesita previsibilidad”. ¿Clarito, no?
Con las exportaciones sufriendo un creciente atraso
cambiario (todos esperan un “retoque” al valor oficial de la moneda antes de
fin de año) y la inversión paralizada, al kirchnerismo sólo le queda “más de lo
mismo”: fogonear el consumo a fuerza de gasto público y emisión. La vieja
fórmula que pagó con creces en las elecciones de 2011, pero que viene en baja
desde entonces. El gasto está descontrolado y el Gobierno va a
intentar–aumentando la emisión monetaria–compensar los tres trimestres de, por
ahora, moderada recesión que tenemos. La propia Cepal corrigió hace poco sus
estimaciones de crecimiento para la región: en promedio se expandirá 2,3 %,
algo menos del 2,5 % del año pasado. Pero ese promedio, como muchas
estadísticas, esconde grandes disparidades: mientras Bolivia, Colombia y
Ecuador expandirán su producto arriba de cinco puntos, sólo Argentina y
Venezuela se contraerán.
Una eventual solución al meollo de los fondos buitre con
sentencia a favor en Estados Unidos (vía compra de bancos o empresas privadas)
podría descomprimir quizá algo la presión sobre el dólar, pero difícilmente
alcance para motorizar algún crecimiento. Una recesión de 1 o 2 % no es el fin
del mundo para ningún país, pero una caída del producto con inflación del 40 %,
sin inversión ni créditos internacionales ya va conformando un cóctel más
complicado. El poder de fuego contra esa muralla debería ser algo más que unos
fuegos artificiales.
Culpas compartidas.
Las suspensiones y los planes de retiro voluntarios en las fábricas de
automóviles instaladas en la Argentina han vuelto a colocar en primer plano la
discusión sobre la situación del sector y el comportamiento empresario ante la
recesión que se extiende desde el último trimestre de 2013.
La producción nacional se redujo a 308.423 vehículos en el
primer semestre de este año, 22 % menos respecto del volumen que se registró
entre enero y junio de 2013. En los primeros seis meses de 2014, las terminales
exportaron 171.375 unidades, lo que reflejó una caída de 23,3 % en comparación
con 2013.
La baja en las ventas externas se vincula con la menor
demanda desde Brasil, cuya economía tendrá este año un raquítico crecimiento
que los analistas prevén menor al 1,5 %. La caída en la producción de automóviles
y su impacto en el empleo no es sólo por una menor demanda exterior. También el
mercado interno se retrajo, pues en junio las unidades entregadas por las
automotrices a sus redes comerciales cayó 40 % en relación con un año atrás.
Una suma de factores, como el impacto de la devaluación, el impuesto a los
vehículos de alta gama que terminó afectando también a los modelos medianos, la
suba de la tasa de interés y la inestabilidad laboral, junto a la incertidumbre
económica, se combinó para que se produjera esta fuerte retracción interna.
La actuación del Gobierno nacional no fue ajena a ese
fenómeno; tampoco es inocua la de los gobiernos provinciales. Además de
revertir la situación macroeconómica, dominada por la inflación, la crisis
exigirá un esfuerzo de todos los gobiernos por reducir la presión impositiva.
Pero también es lógico exigir una actitud más responsable de parte de las
automotrices.
La enorme volatilidad
de la competitividad cambiaria
El planteo frecuente del Gobierno Nacional es que durante
los últimos 10 años la política económica ha generado un fuerte proceso de
industrialización. A fin de cuentas, el producto bruto industrial creció
alrededor del 80 % desde 2003 (cuando menciona un 100 % de crecimiento es
porque toma 2002 como punto de referencia). Pero es discutible en qué medida
hubo industrialización cuando aquel crecimiento fue similar al del resto de la
economía, a tal punto que la participación de la industria en la producción total
se mantuvo prácticamente constante: 19,4 % en 2003 y 19,7 % en 2013. Puede
resultar paradójico un resultado tan magro luego de varios años de fuertes
restricciones a las importaciones, cuando la sustitución de importaciones ha
sido pensada, tradicionalmente, como un camino hacia la industrialización.
Pero ocurre que estas restricciones a las importaciones han
estado motivadas menos por una lógica de protección industrial que por una
lógica meramente “mercantilista”, destinada a apuntalar el saldo de dólares
comerciales que alimenta las reservas del Banco Central. Esto explica por qué
durante 2013 cayeron las importaciones de insumos para la producción y
aumentaron las importaciones de bienes de consumo, cuando lo esperable, bajo
una política proteccionista, sería lo opuesto.
Pero las dificultades para aumentar el nivel de
industrialización no son exclusivas de la última década, sino un rasgo
característico de las últimas cuatro. A partir de un nivel del 6,8 % en 1885,
el coeficiente de industrialización aumentó sistemáticamente, hasta alcanzar el
27,2 % en 1974.
Muchas cosas ocurrieron en ese periodo de casi un siglo. La
olvidada industrialización del periodo de desarrollo agroexportador, por
eslabonamientos hacia adelante, como las industrias de alimentos y bebidas, y
hacia atrás, como la producción y reparación de material rodante de los
ferrocarriles; la industrialización sustitutiva de importaciones durante las
dos guerras mundiales y la Gran Depresión, por efecto del colapso del comercio
internacional; la industrialización por políticas activas, de la industria
liviana durante el primer peronismo y de la industria pesada durante el
desarrollismo de Frondizi y Frigerio.
Este proceso de industrialización finalizó a mediados de los
70. Suele culparse a la apertura comercial de Martínez de Hoz, y al
“neoliberalismo” supuestamente predominante desde entonces. Pero aquella
apertura comercial terminó hace mucho tiempo, y es dudoso hasta qué punto el
“neoliberalismo” ha sido una constante en los últimos 40 años. La enorme
volatilidad de la competitividad cambiaria, que define precios relativos a
favor o en contra de la industria, ha sido, en cambio, una constante en todo
este tiempo. Luego de una gran
estabilidad hasta el final de la Primera Guerra Mundial, un crecimiento
sostenido durante el siguiente cuarto de siglo, valores altos durante el primer
peronismo y bajos durante los años siguientes, hasta finales de los 60, desde
comienzos de los 70 la competitividad cambiaria ha mostrado una enorme
volatilidad.
El tipo de cambio real equivalía en 1975 a lo que hoy sería
un dólar oficial a casi $ 30, en 1980 a menos de $ 5, en 1983 a casi $ 21, en
1989 a casi $ 26, en 1995 a menos de $ 6, en 2002 a casi $ 18, y hoy poco más
de $ 8.
¿Alguien puede creer que es posible el desarrollo
industrial, cuando las inversiones en sectores sustitutivos de importaciones o
de producción de bienes exportables pensadas para un tipo de cambio de más de $
20 pierden sentido, tan sólo tres o cuatro años después, antes del recupero de
la inversión, con un tipo de cambio por debajo de $ 5 ?. Suele plantearse que
la competitividad real de la industria no está dada por el tipo de cambio, sino
por factores reales, como la calidad de la mano de obra, la disponibilidad de
infraestructura energética y de transporte, la estructura impositiva, y cosas
por el estilo. Esto es cierto en un marco de cierta estabilidad cambiaria. Pero
es sólo retórica políticamente correcta (para no quedar como “devaluacionista”)
en un marco de extrema volatilidad cambiaria. ¿Cuánto tienen que mejorar la
calidad de la mano de obra y de la infraestructura, o la estructura impositiva,
para compensar un atraso cambiario como los generados por la Tablita Cambiaria
y la Convertibilidad, o como el generado en los últimos 3 años?
Para el desarrollo industrial son necesarias políticas
industriales inteligentes, alejadas de las posturas extremas de “no política
industrial” o de proteccionismo ineficiente, aprovechando enfoques modernos de
política industrial. Pero ninguna política industrial resiste en medio de
altísima inestabilidad económica, como la de los últimos 40 años. Por eso la
política macroeconómica importa.
Incluso para intentar un nuevo proceso de desarrollo
industrial como el que perdimos cuatro décadas atrás.
Desmadre fiscal que
necesita ajuste
Le damos la vuelta al sapo una y otra vez, a ver si
encontramos cómo no hincarle el diente. Pero no hay caso. En el fondo,
políticos, economistas, empresarios, saben que hay un desmadre fiscal que
necesitará ajuste.
El kirchnerismo gobernante ha sido tan hegemónico como
costoso. Una máquina de quemar dinero.
El gobierno de Cristina Fernández se fue gastando todo en
este orden: rebote recaudatorio tras el estallido de la convertibilidad, subas
de impuestos, ventajas financieras de la quita a una deuda defaulteada que al
final nunca se normalizó, dólares del Banco Central para organismos
internacionales acreedores, ahorro previsional, más dólares del Banco Central
para todo tipo de acreedores externos, emisión lisa y llana, endeudamiento en
pesos con los depositantes de los bancos a través de las Lebac del Banco Central.
Un zarpazo tras otro. Todo se volcó al gasto público. Que
hoy está, si no se cuenta la asistencia del Banco Central, con un déficit de 3
puntos del producto interno bruto (PIB). Se cambió el método de elaboración de
las cuentas nacionales–que casi nadie registró–y el PIB es bastante menor de lo
que se pensaba. Con lo que el déficit
medido así sería mayor.
El presidente de la Unión Industrial Argentina, Héctor
Méndez, reiteró que con la actual presión impositiva es imposible producir
algo. A Cristina Fernández no le quedó otra que reconocerlo: devaluó en
diciembre. Prometieron que esta vez sí bajarían el gasto. De forma cómoda:
reducirían subsidios a servicios públicos (que en términos materiales no
significa un ajuste del Estado, sino tomar más dinero de los hogares, igual que
un impuestazo).
Mal como siempre.
Pero no lo hicieron, tal vez confiando en que pagando al toque las deudas con
el Club de París, el Ciadi y Repsol, el Estado recuperaría su capacidad de
endeudarse. La resolución de la Justicia estadounidense volatilizó–al menos
hasta ahora–ese plan de
quemar otro recurso (el supuesto bajo
endeudamiento en dólares) en una máquina que sigue funcionando igual de mal que siempre.
Lejos de reducir el gasto en subsidios, en lo que va del año
están creciendo al 60 % anual, arriba de la inflación. Una perla de este
fracaso: cuando Axel Kicillof dijo que bajaría los subsidios, la distribuidora
de luz del Gran Buenos Aires Edenor ya no pagaba la energía que repartía. Desde
este mes, el Estado nacional empezó a pagar también parte de los sueldos de esa
empresa.
Para colmo, lo único que está indexado en el país son las
jubilaciones, que el kirchnerismo volvió a atar a la inflación. Implica que el
29 % del gasto público nacional es muy difícil de bajar con ajuste
inflacionario, como los populistas suelen preferir que se hagan los trabajos
sucios, para no poner la cara.
Pero el resto del gasto público (y no sólo nacional) tampoco
parece fácil de bajar. Fíjense lo que pasó en enero: tras la devaluación, los
primeros en recuperar salarios fueron los empleados públicos. Y lo hicieron en
mayor medida que el empleo privado. Está claro: cuanto más afecte el
kirchnerismo a sus clientes–de toda clase social–y a sus militantes rentados,
menos épico será el relato. Las renuncias ya empezaron. Así, el peso de todo el
ajuste está cayendo sobre un sector privado que ya estaba estrangulado, con
amenaza de desempleo, tras el desboque fiscal de una década.
Nadie habla del “temita”. Ni siquiera los que más se
acercan. Lo que hay que explicar es cómo se va a bajar el gasto. Cómo el Estado
va mordisquear el sapo. Es su turno. Los privados ya tienen la panza que
revienta.
(*) Economista
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