Stephen Hawking, una mente brillante y un espíritu combativo que se niega a la derrota. |
Por Marisa Pérez
Bodegas
Todos conocen a Stephen
Hawking, hasta los que pasan de la ciencia. Es el científico más popular
del mundo pese a lo críptico de su especialidad, la física teórica. Brillante,
hazañoso y vulnerable, ha heredado el aura de Einstein, aunque algunos opinen
que no es para tanto.
Todo lo que hace o dice sale en los periódicos. Tal fascinación
se debe a que ejerce una exitosa actividad científica, con su propio cuerpo en
contra, desde hace cuarenta años, gracias a una voluntad de hierro y una
inteligencia excepcional.
Una familia
excéntrica
Nació en Oxford en 1942. Sus padres, Frank e Isabel, un
médico biólogo y una activa política laborista, le pusieron allí a salvo de los
bombardeos nazis. Luego vivieron en St. Albans, al norte de Londres, donde
Frank Hawking era Director de
Parasitología del Instituto Nacional de Investigación Médica. Además de
Stephen, los Hawkings tenían a Philippa, Mary y un hijo adoptivo, Edward. Según
este, “parecíamos los Munsters”: Wagner sonaba a toda pastilla en la casa, el
padre criaba abejas en el sótano y una abuela pianista aporreaba en el ático.
La familia leía junta y en silencio, debatía la existencia de Dios e iba de
vacaciones en un carromato de vendedor de crecepelos. Se les consideraba una
gente culta y excéntrica, que, si se rompía el vidrio de una ventana, no se
acordaba de cambiarlo. En cuanto a Stephen, era frágil pero chulito. Tenía
carisma. Sus compañeros le llamaban “Einstein” por sus aficiones intelectuales.
Como estudiante era normal, sin más.
La fiesta de Oxford
Fue al Colegio Mayor Universitario de Oxford, alma mater de
su padre, para estudiar matemáticas y física. Se integró muy bien. Llevaba el
pelo largo, era famoso por su ingenio y no se mataba a trabajar. Pero ciertos
datos mostraban que era de otro planeta. Su tutor, Robert Breman, lo explicó
así: “Tuvo que hacer un esfuerzo para rebajar su nivel al de la clase”. Jugaba
al bridge por las noches y durante el día timoneaba al equipo de remo con
gritos autoritarios. Fueron tres años de buena vida a pesar de lo cual obtuvo
el título en Ciencias Naturales con honores.
El dolor de Cambridge
1962. Su siguiente paso fue Cambridge, donde eligió el
enfoque más difícil y menos práctico de la física: la cosmología. Pronto se dio
cuenta de que, por haber vagueado en Oxford, sus matemáticas fallaban.
Comenzaba a aclararse en la jungla numérica cuando se le agudizó cierta torpeza
corporal… El diagnóstico fue esclerosis
lateral amiotrófica, ELA. Un mal degenerativo incurable que atrofia los
músculos voluntarios: el corazón, el aparato digestivo y los órganos sexuales
funcionan; el cerebro también; pero se pierde la capacidad de hablar y de
moverse. Los enfermos mueren pronto, casi siempre por asfixia, al fallarles los
músculos respiratorios. Hawking, que tenía veinte años, se sumió en la
depresión.
Pero era un vitalista. En enero de 1963 reapareció en su
vida Jane Wilde, una joven estudiante de lenguas de St. Albans. El padre de
Hawking aconsejó una boda temprana: debían tener hijos lo antes posible, porque
Stephen podía morir en cualquier momento. Se casaron en julio de 1965. A Stephen,
aquello le dio energías para enfrentarse a un doctorado de tres años, más
tiempo que el que la enfermedad le concedía.
Por suerte, la física teórica era uno de los pocos campos que no exigía
más herramienta que la mente. Se volcó en el estudio. “Comencé a trabajar por
primera vez en mi vida”. Logró doctorarse en 1966. El nacimiento de su hijo
Robert le enfrentó al reto de mantener una familia, así que empezó a dar clases
en Cambridge. En 1980 ganaría la cátedra Lucasiana de Matemáticas, la misma que
tuvo Newton.
Adelante con todo
Su espíritu combativo se negaba la derrota, pero la
enfermedad no cejaba. A principios de los setenta, se sentó para siempre en una
silla de ruedas y empezó a farfullar. En 1985, hubo que colocarle un tubo
respirador en la garganta y una sonda de alimentación. Se acabó el habla,
incluso el farfulleo. Quedó inmóvil por completo, encerrado en su cuerpo. De
esa cárcel le sacó el informático Michael Woltosz con un software diseñado para
su suegra impedida: el programa Equalizer que permitía seleccionar palabras en
una pantalla; estas podían pasar a un ecualizador y salir convertidas en esa
voz robótica, con acento yanqui, que caracteriza a Hawking y que tanto juego ha
dado en el mundo.
Como aún podía mover un dedo, un alumno le diseñó un
interruptor para el software. Con determinación, Hawking logró producir 10
palabras por minuto, muy poco si se compara con el habla normal (100 palabras),
pero muchísimo si la otra opción es el silencio. En 2003 ese interruptor manual
fue sustituido por otro infrarrojo de baja potencia incorporado a los lentes.
Al comienzo lo controlaba con parpadeos, después con movimientos de mejilla.
La esclerosis solo respetó los 204 IQ de su prodigioso
cerebro. Y aquí sigue, pese a sus emergencias, algunas debidas a su gusto por
la marcha: no solo sube en globo y en vehículos de gravedad cero, incluso se ha
permitido dos divorcios: el primero de Jane, su esposa/salvavidas y madre de
sus tres hijos, Robert, Lucy y Timothy, que acabó cansada de la absorbente situación
conyugal. Y después de Elaine Mason, su segunda mujer, una enfermera demasiado
enérgica, se dice.
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