El más fascinante
invento puede protegernos de casi todo.
Por Esteban Peicovich |
El más fascinante objeto inventado por el hombre es una campana de tela
en gajos que usamos contra la lluvia. Y si acaso, para quejarnos. Su previsible
nombre responde a su también previsible función y aunque se lo supone un
pariente próximo del parasol y la sombrilla, nada los une.
La diferencia la marca el destino. El paraguas es el objeto con
más alta vocación de pérdida.
Ninguno como él para mudar de mano, casa o
ciudad. El paraguas es nómada. Viaja desesperadamente.
Es como el hombre.
Náufragos del tercer milenio que somos, toda reflexión sobre grandes
sueños parece arcaica: solidaridad, utopía, ideología, cultura, son asuntos que
se denigran día a día. Asuntos de los cuales a cada minuto (sic) se habla menos
pues no cotizan en Bolsa ni acechan en Bancos. Los soñadores e imaginistas y
creadores de todo tipo son tratados como inválidos, gente menor, sin éxito
(sic). Por este carril se mueve hoy la historia del casi entero mundo. Con el
3% de sus homínidos dueños del destino de 97% en ascuas. En la aceitada línea
de montaje de tamaña perversión, la producción mundial de objetos supera
(vence) la producción mundial de sujetos.
Sólo el paraguas parece simbolizar al humanismo resistente.
Para él, existen todavía algunas formas de salvación: perderse, por ejemplo. Un
destino que supera de lejos aquella samaritana misión de cobijarnos de la
lluvia.
No le importa ser útil. En verdad sólo le importa la grandeza de
ser nada.
Cada vez que un paraguas se pierde, alguien se salva. Encontrar un
paraguas (si hay conciencia de lo que eso significa) es ser tocado y elegido.
Desde ese momento, somos seres con argumento, condición que habrá de
incrementarse días después, al perderlo, para que a su vez sea otro el ungido.
Esta interpretación puede ser tildada de tonta. Para evitar el prejuicio
sólo hay un test: déjese ir un día de lluvia por la ciudad, al albur. Sea
paraguas. Verá lo asombrado que de repente se sentirá.
De todo lo que un humano puede perder (alma, reloj, honra, cartera,
respeto, amor, anteojos, etc.) sólo el paraguas se pierde con ánimo sabio, esto
es, con alegría resignada. Y con un fin. Por algo debe ser que al perderlo, más
que a la culpa, lo atribuimos a la casualidad, al azar.
Lástima que seamos gente de poca fe. De tener alguna, andaríamos siempre
con un mensaje personal pronto a ser instalado (así como el canuto en la pata
de la paloma) entre las varillas del próximo paraguas que nos encuentre.
Sí, algo así como una botella al mar. Pero con más orillas.
De haber constancia, en poco tiempo, se armaría una red nacional de
paragüeros sin paraguas. O lo que es lo mismo, el más espiritual de los
intentos por unir a la gente tras un objetivo. Ya no por un interés material,
que eso ya se intentó y fracasó todas las veces y en todos los países, sino por
un desinterés común, que esa es la lección que le da el paraguas a cada hombre
encontrado.
Aunque suene delirante, comunicarnos por lo perdido, por lo
olvidado, puede ser la mejor forma de empezar a unirnos. También sirve para
que reparemos en lo fascinantes e imprevisibles que pueden ser las cosas que
suceden fuera de ese “chicle para los ojos” como definió Frank Lloyd Wright a
la televisión.
¿Olvidar un paraguas? ¿Encontrarlo quizás? ¿Qué hará usted con el
próximo que aparezca en su camino? ¿Tomarlo a la ligera, como hasta ahora, o
recibirlo como un aviso celestial? ¿Tiene ya pronto el mensaje que ocultará
entre su tela y el fino costillar que la sostiene? ¿En verdad se preparó usted
para el momento en que habrá de perderlo?
Este es un asunto muy serio y, por eso, le parece a usted un juego.
Moviliza la más íntima adrenalina y uno debe dominar la ansiedad. Sería
improcedente salir ahora mismo a comprarse uno y perderlo exprofeso. No es así
como se ingresa en la cadena de la humanidad paragüera. Un paraguas comprado
nunca es mágico. Le faltará milagro.
El ideal es aquel con el que damos a la vuelta de la esquina. Contra un
árbol, olvidado sobre un colchón de emergencia o escondido en la sombra de un
zaguán. Aunque también sirve ese próximo, que anda por ahí, a la mano, antes,
en medio o después de una lluvia. Y parece irse pero se da vuelta una y otra
vez.
Ese que aparece en nuestra vida en el momento más desesperado.
Y no deja de mirarnos.
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