Por Jorge Fernández Díaz |
Un miembro de la comunidad amish, ese entrañable grupo
menonita que suele aislarse en el campo y que se resiste a la modernidad y la
tecnología, viaja con su hijo hasta Nueva York y al llegar al hotel se queda
perplejo frente a una extraña caja metálica que domina el vestíbulo: un simple
ascensor. Ambos observan boquiabiertos cómo una anciana se introduce en esa
misteriosa caja y luego, a continuación, cómo los números luminosos indican 1,
2, 3 y 4.
Pocos minutos después, los números son decrecientes: 4, 3, 2 y 1, y
de esa misma caja sale una rubia de formas insinuantes. Es entonces cuando el
padre amish le dice a su hijo: "Tenemos que meter a mamá en esa
caja".
A Pepe Nun, ex funcionario kirchnerista y uno de los
politólogos más reconocidos de América latina, le gustan los chistes de salón.
Se ríe al contarme este cuento ingenuo un segundo antes de hablarme acerca del
esoterismo económico, y también sobre los malentendidos y supersticiones de un
gobierno que no puede reconocer las cosas tal como son. Recurro a Nun para
charlar un rato sobre el crudo diagnóstico que trazó esta semana el diario
francés Le Monde, según el cual nuestro desempeño económico se acerca al de
Venezuela y estamos en una imparable dinámica de decadencia. "La Argentina
muestra el carácter ilusorio de los discursos de las elites políticas, basado
en mitos y en la negación de la realidad -dice el periódico-. Muestra el
carácter suicida de la negativa a adaptarse al mundo exterior."
Puesto a elegir cuál es el problema central de nuestro país,
Nun prefiere sin embargo hablar del personalismo. Poco antes de morir, el
economista y sociólogo alemán Max Webber dio una conferencia para sugerir que
acaso el mayor drama político consista en que un líder anteponga su vanidad. Si
le sucede a un investigador científico no es tan grave, pensaba Webber, pero
cuando la vanidad domina al dirigente resulta verdaderamente letal, puesto que
lo guía el instinto de poderío y supremacía, y esto se ve robustecido con el
narcisismo. Que usualmente desemboca en una suerte de borrachera de poder. El
borracho no ve los hechos reales y pierde el sentido de la responsabilidad
plena: la culpa pasan a tenerla siempre los otros. Esta concepción retrógrada
de la democracia, que en tiempos recientes se reactivó cuando Cristina Kirchner
ganó con el 54% y resolvió "ir por todo", nubla cualquier juicio, y
de esa malformación de manual no sólo derivan errores técnicos garrafales, sino
también un peligroso fenómeno social que Joaquín V. González denominó "el
espíritu de la discordia".
Acepta Nun que el personalismo no es un pecado exclusivo de
los Kirchner. Por lo contrario, parece un rasgo transversal a casi toda la
historia argentina del siglo XX. Y ese vicio resiste una curiosa analogía
médica: "Es como si un doctor enamorado de sí mismo en lugar de hacerle
pruebas y análisis profundos al paciente se pusiera a hablar con él de sus
propios triunfos y luego arribara a un rápido diagnóstico equivocado. Viene más
tarde el cirujano y, sobre ese error, opera lo que no debe. Y desencadena una
catástrofe".
El jefe directo de Pepe Nun en aquel gabinete de Néstor
Kirchner tiene su propia alegoría clínica sobre la actual crisis argentina.
Alberto Fernández sostiene que es como si nuestra economía tuviera de base un
síndrome de inmunodeficiencia según el cual le bajan las defensas y comienza a
producir distintas afecciones: default, inflación, desinversión, reservas,
desempleo, recesión. El Gobierno ataca cada uno de estos males con distintos
antibióticos, pero no combate el origen de la enfermedad: la falta absoluta de
confianza. De este modo, el paciente está a merced de cualquier cosa, su cuerpo
se encuentra sometido a una verdadera ruleta rusa.
Traigo a colación estos dos testigos porque no se trata de
cuerpos extraños a la utopía kirchnerista de los comienzos y porque
experimentaron desde adentro su particular toma de decisiones. Para Nun, no
estamos frente a un proyecto ideológico sino unipersonal, y allí anida una vez
más la raíz de nuestro eterno pero renovado declive. Para Fernández, somos
objeto de los experimentos de Kicillof y el Gobierno padece una obsesión por el
conflicto y una marcada vocación suicida: cuando nadie lo ataca, se agrede a sí
mismo. La improvisación de los últimos días parece darle algo de razón. Se
anuncia con bombos y platillos una presentación ante el Tribunal de La Haya que
se desinfla en 24 horas, se blande una aplicación de la ley antiterrorista que
se desmiente por medio de un funcionario de segunda, se propone una legislación
contra los piquetes que queda en la nada, se impulsa una durísima ley de
abastecimiento que se desfleca con reculadas y concesiones, se lanzan
advertencias a los especuladores del mercado y luego se desarrolla un zigzag
cambiario que desemboca en una brecha del 70%, se publicita una jihad contra el
"neoliberalismo energético" y las indóciles provincias petroleras, y
después negocian una paz precaria con sus gobernadores, se deciden a retirar
los descomunales subsidios al transporte y terminan confirmándolos para que los
gremios se plieguen al boicot de una huelga general. El oficialismo pierde
consistencia y ya pega garrotazos con el diario doblado: hace ruido, pero no
duele. Le queda, eso sí, una billetera con la que seguir comprando voluntades,
pero está como millonario en picada: cada vez puede invitar menos copas y
retener menos amigos.
Todavía logra la adhesión superficial, sin embargo, de
algunos miembros del establishment, que hasta el último aliento le garronearán
facilidades y acomodos, y también de ciertos adherentes que gustan del trazo
grueso. Todo eso pudo comprobarse en la reunión del Consejo de las Américas.
Varios empresarios locales acosaron al ministro de Economía en los pasillos del
hotel Alvear con la intención última de arrancarle algún morlaco, y la
intelectual Débora Giorgi cumplió con la desmesura militante, al decir frente a
los micrófonos: "Que los buitres sobrevuelen, pero sepan que aquí tenemos
vuelo alto, porque somos tierra de cóndores". La situación industrial
difícilmente dé para bravuconadas y metáforas aéreas. Tenemos más bien un vuelo
gallináceo, y cunde en la oposición una doble tontería. Primero, creer que las
políticas erráticas y los desequilibrios macroeconómicos son sostenibles en el
tiempo (la inflación ya se comió el 75% de la devaluación del verano), y
segundo: pensar que las cosas mejorarán milagrosamente con la llegada de un
nuevo gobierno. Esto incluye, por supuesto, la tentación de sostener que con un
mero cambio de liderazgos se apagará el incendio, puesto que siempre hay un
bombero providencial y Dios es argentino.
Nun me propone terminar con otro cuento de salón.
"Cristina dijo el otro día, tal vez citando a Perón, que uno es bueno,
pero que si lo controlan es mejor. Todos los organismos de control del Poder
Ejecutivo están en manos del kirchnerismo. Te recuerdo que incluso Daniel
Reposo, aquel que produjo un bochorno cuando fue postulado para reemplazar a
Righi, es actualmente síndico general de la Nación. El único organismo
independiente es la Auditoría General, que está bajo la órbita del Parlamento.
Cuando cambie la administración, esos informes de Leandro Despouy serán un
memorial negro de estos años. Pero hoy son permanentemente cajoneados por la
mayoría oficialista. «Uno es bueno, pero si lo controlan es mejor». Ja, ja, ja,
¿no te parece un chiste realmente gracioso?" Prefiero la caja enigmática
de los amish.
© La Nación
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