jueves, 21 de agosto de 2014

Maiakovski sufría de maiakovskismo

Por Guillermo Piro
Además de ser un crítico y un panfletista dedicado e insuperable y uno de los primeros teóricos del llamado formalismo ruso, Viktor Shklovski fue un biógrafo, igualmente dedicado e insuperable. 

Escribió las biografías de Marco Polo, de Sergei Eisenstein y de Vladimir Maiakovski. Naturalmente no conoció personalmente a Marco Polo, pero sí a Eisenstein y a Maiakovski, de modo que ciertas historias vienen de primera mano, y aunque algunas puedan no parecer ciertas, siempre son bellas.

Por ejemplo, de Maiakovski cuenta un par de cosas maravillosas. Cuenta Shklovski cómo, en el frío bajo cero de Moscú, camina hacia su casa en compañía de Maiakovski y un par de amigos más, y cómo la caminata se ve todo el tiempo interrumpida por Maiakovski, que cada tanto se detenía, se sacaba el mitón de la mano derecha, tomaba una lapicera del bolsillo y se ponía a anotar rimas en una libreta negra, en medio de la vereda.

Shklovski y sus acompañantes deben esperar a que termine pateando el suelo para mantenerse en calor, echando nubes de vapor por la boca, congelándose. Maiakovski repite el ritual tres o cuatro veces durante el trayecto, hasta que finalmente llegan a la casa de Shklovski y Maiakovski se encamina directamente a la cocina, enciende el horno, se quita los zapatos, se sienta, mete los pies dentro del horno, saca la libreta y se pone a escribir un poema con las rimas que acababa de anotar.

Otra que recuerdo habla del equívoco carácter histriónico de Maiakovski. Se sabe que Maiakovski, además de ser uno de los más grandes poetas rusos de todos los tiempos y uno de los primeros publicistas del siglo XX, fue actor. Pero su histrionismo extremo queda manifiesto en los recitales de poesía multitudinarios, en los que el poeta de la revolución bolchevique clamaba sus versos delante de cuarenta o cincuenta mil personas. Eso lo sabemos, y Shklovski lo recuerda para comprender el alcance de esta historia que tiene a la radio como protagonista. Cierto día, Maiakovski fue invitado a leer sus poemas en la radio. Shklovski cuenta que lo escucha y no lo reconoce: Maiakovski farfulla, gime, tartamudea. En cierto momento se equivoca, entonces se detiene y vuelve a empezar. El gran poeta perdió el don, ya no sabe recitar sus poemas. La transmisión, a oídos de Shklovski, resulta un fiasco, pero dado que es amigo de Maiakovski se lo dice y le pregunta qué le pasaba. El poeta se defiende: no tiene problemas para hablarle a cuarenta mil almas, pero inevitablemente la cosa se complica cuando sabe que le está hablando a cinco millones de personas. Esa fobia, esa capacidad que tienen algunos de visualizar una multitud que no se ve, debe de tener un nombre, pero no lo sé, así que a partir de hoy la voy a llamar maiakovskismo. Si hay algo que me encanta es ponerles nombre a las cosas.


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