Por Guillermo Piro |
Además de ser un crítico y un panfletista dedicado e
insuperable y uno de los primeros teóricos del llamado formalismo ruso, Viktor
Shklovski fue un biógrafo, igualmente dedicado e insuperable.
Escribió las
biografías de Marco Polo, de Sergei Eisenstein y de Vladimir Maiakovski.
Naturalmente no conoció personalmente a Marco Polo, pero sí a Eisenstein y a
Maiakovski, de modo que ciertas historias vienen de primera mano, y aunque
algunas puedan no parecer ciertas, siempre son bellas.
Por ejemplo, de Maiakovski cuenta un par de cosas
maravillosas. Cuenta Shklovski cómo, en el frío bajo cero de Moscú, camina
hacia su casa en compañía de Maiakovski y un par de amigos más, y cómo la
caminata se ve todo el tiempo interrumpida por Maiakovski, que cada tanto se detenía,
se sacaba el mitón de la mano derecha, tomaba una lapicera del bolsillo y se
ponía a anotar rimas en una libreta negra, en medio de la vereda.
Shklovski y sus acompañantes deben esperar a que termine
pateando el suelo para mantenerse en calor, echando nubes de vapor por la boca,
congelándose. Maiakovski repite el ritual tres o cuatro veces durante el
trayecto, hasta que finalmente llegan a la casa de Shklovski y Maiakovski se
encamina directamente a la cocina, enciende el horno, se quita los zapatos, se
sienta, mete los pies dentro del horno, saca la libreta y se pone a escribir un
poema con las rimas que acababa de anotar.
Otra que recuerdo habla del equívoco carácter histriónico de
Maiakovski. Se sabe que Maiakovski, además de ser uno de los más grandes poetas
rusos de todos los tiempos y uno de los primeros publicistas del siglo XX, fue
actor. Pero su histrionismo extremo queda manifiesto en los recitales de poesía
multitudinarios, en los que el poeta de la revolución bolchevique clamaba sus
versos delante de cuarenta o cincuenta mil personas. Eso lo sabemos, y
Shklovski lo recuerda para comprender el alcance de esta historia que tiene a
la radio como protagonista. Cierto día, Maiakovski fue invitado a leer sus
poemas en la radio. Shklovski cuenta que lo escucha y no lo reconoce:
Maiakovski farfulla, gime, tartamudea. En cierto momento se equivoca, entonces
se detiene y vuelve a empezar. El gran poeta perdió el don, ya no sabe recitar
sus poemas. La transmisión, a oídos de Shklovski, resulta un fiasco, pero dado
que es amigo de Maiakovski se lo dice y le pregunta qué le pasaba. El poeta se
defiende: no tiene problemas para hablarle a cuarenta mil almas, pero
inevitablemente la cosa se complica cuando sabe que le está hablando a cinco
millones de personas. Esa fobia, esa capacidad que tienen algunos de visualizar
una multitud que no se ve, debe de tener un nombre, pero no lo sé, así que a
partir de hoy la voy a llamar maiakovskismo. Si hay algo que me encanta es
ponerles nombre a las cosas.
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