El más entusiasmado
por la extravagante aventura que Cristina
ha emprendido es Axel Kicillof.
Por James Neilson |
A juzgar por las encuestas de opinión, más del ochenta por
ciento de la población quisiera que el país contara con un gobierno moderado
encabezado por un centrista nato como Mauricio Macri, Sergio Massa, Daniel
Scioli o Julio Cobos. Pero para Cristina tales detalles carecen de importancia.
Es la jefa absoluta y le es dado hacer cuanto se le ocurra. Puesto que el orden
político nacional es “verticalista”, a una presidenta peronista todo le está
permitido.
Aunque perdió el apoyo de la mayoría hace tiempo, cuenta con algo
que, pensándolo bien, le es mucho más valioso que aquel 54 por ciento de los
votos que obtuvo en octubre de 2011: el temor a que el país sufra una crisis
institucional equiparable con la que, a fines de 2001, acompañó el colapso de
la convertibilidad, cuando media docena de personajes se entretuvieron jugando
sillas musicales con la presidencia de la República y millones de personas se vieron
expulsadas de lo que para ellas había sido la normalidad.
La vieja consigna “yo o el caos” ha conservado su vigencia.
Sin excepciones significantes, los líderes de las diversas agrupaciones
políticas que se han improvisado últimamente quieren que Cristina termine su
mandato a la hora prevista por el calendario institucional. Si bien a menudo se
siente “un poco nerviosa”, la señora está más que dispuesta a aprovechar a
pleno la libertad que le han concedido. Sin prestar atención a los gritos de
alarma que están profiriendo empresarios asustados, sindicalistas desbordados
por rivales que corean lemas izquierdistas y dirigentes no sólo opositores sino
también, a su modo, los presuntamente leales, la presidentísima está librando
una cruzada furiosa contra buena parte del resto del planeta.
¿Y por qué no? Además de caerle encima una y otra vez, el
mundo, dominado como está por buitres inmundos, yanquis prepotentes, jueces
foráneos que no le obedecen como corresponde y los nunca adecuadamente
denostados neoliberales, la ha traicionado. En cuanto al país, desde hace mucho
Cristina entiende que no está a la altura del relato heroico que le ha
ofrecido.
El más entusiasmado por la extravagante aventura que
Cristina ha emprendido es Axel Kicillof. Convencida de que el hombre que se
niega a vestir corbata es “un genio”, Cristina le ha regalado un laboratorio
espléndido, la Argentina, en que poner a prueba las teorías decimonónicas que
tanto le gustan. En la Unión Soviética y China, el marxismo-keynesianismo o lo
que fuera fracasó de manera realmente espectacular, pero Axel sabe que en el
fondo los camaradas tenían razón. Al fin y al cabo, hasta el Papa coincide en
que el capitalismo liberal es un bodrio, de suerte que hay que reemplazarlo ya
por una alternativa más humana, más inclusiva y menos exigente.
Cristina y los muchachos –algunos ya canosos– de La Cámpora
aparte, pocos se sienten gratamente impresionados por las ideas de Axel. Antes
bien, las toman por arbitrariedades típicas de un profesor un tanto chiflado
cuyas teorías podrían sonar muy lindas cuando las expone en una aula llena de
estudiantes contestatarios pero que, por desgracia, no tienen mucho que ver con
lo que sucede fuera de los claustros académicos. Es lo que piensan virtualmente
todos los empresarios, incluyendo a muchos que se habían acostumbrado a
aplaudir como es debido los disparates presidenciales por entender que no les
convendría figurar en la cada vez más extensa lista negra del oficialismo.
Con unanimidad sorprendente, los hombres de negocios creen
que la resucitada Ley de Abastecimiento que tanto había contribuido a agravar
las dificultades de la recordada etapa isabelina, no sólo les haga la vida
imposible sino que provoque la muerte por estrangulación de la ya postrada
economía nacional. Encontraron aún más intimidante, si cabe, la amenaza –
producto de una “confusión”– de Cristina de tratar como terroristas a quienes
siembren miedo cayendo en bancarrota.
Es verdad que el primer blanco de la ira presidencial ha
sido una empresa de capitales yanquis, la imprenta Donnelley, pero no hay
garantía alguna de que no acuse a otras de tener entre sus accionistas a
personajes vinculados con los buitres. Sea como fuere, dadas las circunstancias
en que se halla el país, ensañarse así con una empresa extranjera no ayudará a
restaurar la confianza de los inversores. Por el contrario, al hacerlo Cristina
se las arregló para cometer los presuntos delitos que, en un discurso
enardecedor, atribuyó a la empresa gráfica de “atentar contra la economía” y
generar “temor”, pero tal vez resulte imposible aplicarle a la Presidenta la
ley antiterrorista.
El clima imperante en el país sería distinto si hubiera
motivos para suponer que Kicillof haya fraguado un plan magistral que,
instrumentado con eficacia por los funcionarios de la repartición que encabeza,
serviría para que la maltrecha economía nacional reanudara el crecimiento luego
de un intervalo recesivo ya bastante largo, pero, por desgracia, no hay
ninguno. Fuera de los reductos kirchneristas, el consenso es que Cristina no
entiende nada de economía salvo, quizás, las partes relacionadas con la
hotelería, de ahí la proliferación de feriados y puentes, mientras que el
superministro subordina los molestos datos concretos a las abstracciones que
tanto le gustan. Es natural, pues, que los empresarios, asalariados y
jubilados, es decir, casi todos, se sientan atrapados en un vehículo con las
puertas bien cerradas que, conducido por principiantes, está a punto de
precipitarse por un acantilado.
Antes de regresar los buitres al centro del escenario, parecía
que Cristina y Axel querían hacer los deberes para que la fase final de su
gestión transcurriera sin demasiados sobresaltos. Compraron la entrada a los
mercados de capitales repartiendo miles de millones de dólares entre Repsol,
los países del Club de París y las empresas que habían ganado juicios en el
Ciadi, el tribunal del Banco Mundial. Pero la epopeya de la normalidad concluyó
abruptamente no bien entró el país en un default “selectivo”. Al darse cuenta
Cristina de que los holdouts le brindaban una oportunidad para recuperar una
parte del capital político que había despilfarrado, optó por declarar la guerra
no sólo contra ellos sino también contra la Justicia norteamericana, tan
distinta ella de la argentina y, por las dudas, contra el gobierno de Barack
Obama que, hasta ahora, se ha limitado a manifestar su extrañeza ante la
actitud asumida por los amigos kirchneristas.
El pánico que algunos sienten puede entenderse. Aun cuando,
para asombro de muchos, los bonistas prefirieran cobrar en Buenos Aires a
esperar hasta las calendas griegas en Nueva York, la economía continuaría
desintegrándose. Para combatir la inflación, Cristina y Axel confían en la
maquinita. ¿La producción está bajando? Multarán a empresarios nada patrióticos
que se nieguen a operar a pérdida. ¿Los pobres –aún quedan algunos– podrían
participar de manifestaciones callejeras violentas? Para tranquilizarlos, el
gobierno popular aumentará el gasto público y repartirá más subsidios. En
cambio, no podrá hacer subir el precio de la soja; los granjeros
norteamericanos se han sumado a la conspiración anti Cristina produciendo lo
que, según algunos, será una “supercosecha”.
Desde el punto de vista de quienes sospechan que a veces los
tan despreciados economistas “ortodoxos” podrían tener razón, el voluntarismo
alocado del superministro está llevando el país hacia un desastre descomunal,
uno comparable con los que, para perplejidad del resto del planeta, aquí son
rutinarios, pero tal eventualidad no parece preocupar a quienes están al mando
del maravilloso “modelo” que los kirchneristas han patentado.
Si estuviéramos en vísperas de las próximas elecciones
presidenciales, el que el gobierno de Cristina haya decidido huir
frenéticamente hacia adelante con la esperanza de alejarse de la bomba de tiempo
que con tanta habilidad ha armado no resultaría tan extraño. Es lo que suelen
hacer los populistas al acercarse la hora de irse y el país está habituado a
que el modelo salvador de turno termine en llamas, razón por la que la moneda
de referencia nacional por antonomasia es el dólar estadounidense.
Pero sucede que, conforme con las reglas, tendrán que pasar
casi 500 días antes de producirse el cambio de gobierno que tantos anhelan. Mal
que nos pese, se trata de tiempo más que suficiente para que una presidenta
resuelta a desquitarse por vaya a saber cuántos agravios ponga de rodillas a la
clase media, de tal modo enseñándole a portarse mejor, y depaupere aún más a
los ya desesperadamente pobres para que recuerden con nostalgia los días en que
la economía crecía a tasas chinas y había planes para todos y todas.
Felizmente para el Imperio, la Argentina no está en
condiciones de ocasionarle muchos problemas. Los únicos países cuyos
gobernantes pueden sentirse perturbados por las excentricidades de Cristina,
Axel, el canciller Héctor Timerman y compañía son vecinos como Brasil, Paraguay
y Uruguay, aunque ellos también han procurado distanciarse económica y
anímicamente de lo que les parece un foco de infección peligroso. Lo mismo que
la mayoría de los argentinos mismos, entienden que, hasta nuevo aviso, el país
del modelo kirchnerista no será un socio confiable sino una fuente de problemas
insólitos.
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