viernes, 29 de agosto de 2014

Kirchnerismo radicalizado

El más entusiasmado por la extravagante aventura que Cristina 
ha emprendido es Axel Kicillof.

Por James Neilson
A juzgar por las encuestas de opinión, más del ochenta por ciento de la población quisiera que el país contara con un gobierno moderado encabezado por un centrista nato como Mauricio Macri, Sergio Massa, Daniel Scioli o Julio Cobos. Pero para Cristina tales detalles carecen de importancia. Es la jefa absoluta y le es dado hacer cuanto se le ocurra. Puesto que el orden político nacional es “verticalista”, a una presidenta peronista todo le está permitido. 

Aunque perdió el apoyo de la mayoría hace tiempo, cuenta con algo que, pensándolo bien, le es mucho más valioso que aquel 54 por ciento de los votos que obtuvo en octubre de 2011: el temor a que el país sufra una crisis institucional equiparable con la que, a fines de 2001, acompañó el colapso de la convertibilidad, cuando media docena de personajes se entretuvieron jugando sillas musicales con la presidencia de la República y millones de personas se vieron expulsadas de lo que para ellas había sido la normalidad.

La vieja consigna “yo o el caos” ha conservado su vigencia. Sin excepciones significantes, los líderes de las diversas agrupaciones políticas que se han improvisado últimamente quieren que Cristina termine su mandato a la hora prevista por el calendario institucional. Si bien a menudo se siente “un poco nerviosa”, la señora está más que dispuesta a aprovechar a pleno la libertad que le han concedido. Sin prestar atención a los gritos de alarma que están profiriendo empresarios asustados, sindicalistas desbordados por rivales que corean lemas izquierdistas y dirigentes no sólo opositores sino también, a su modo, los presuntamente leales, la presidentísima está librando una cruzada furiosa contra buena parte del resto del planeta.

¿Y por qué no? Además de caerle encima una y otra vez, el mundo, dominado como está por buitres inmundos, yanquis prepotentes, jueces foráneos que no le obedecen como corresponde y los nunca adecuadamente denostados neoliberales, la ha traicionado. En cuanto al país, desde hace mucho Cristina entiende que no está a la altura del relato heroico que le ha ofrecido.

El más entusiasmado por la extravagante aventura que Cristina ha emprendido es Axel Kicillof. Convencida de que el hombre que se niega a vestir corbata es “un genio”, Cristina le ha regalado un laboratorio espléndido, la Argentina, en que poner a prueba las teorías decimonónicas que tanto le gustan. En la Unión Soviética y China, el marxismo-keynesianismo o lo que fuera fracasó de manera realmente espectacular, pero Axel sabe que en el fondo los camaradas tenían razón. Al fin y al cabo, hasta el Papa coincide en que el capitalismo liberal es un bodrio, de suerte que hay que reemplazarlo ya por una alternativa más humana, más inclusiva y menos exigente.

Cristina y los muchachos –algunos ya canosos– de La Cámpora aparte, pocos se sienten gratamente impresionados por las ideas de Axel. Antes bien, las toman por arbitrariedades típicas de un profesor un tanto chiflado cuyas teorías podrían sonar muy lindas cuando las expone en una aula llena de estudiantes contestatarios pero que, por desgracia, no tienen mucho que ver con lo que sucede fuera de los claustros académicos. Es lo que piensan virtualmente todos los empresarios, incluyendo a muchos que se habían acostumbrado a aplaudir como es debido los disparates presidenciales por entender que no les convendría figurar en la cada vez más extensa lista negra del oficialismo.

Con unanimidad sorprendente, los hombres de negocios creen que la resucitada Ley de Abastecimiento que tanto había contribuido a agravar las dificultades de la recordada etapa isabelina, no sólo les haga la vida imposible sino que provoque la muerte por estrangulación de la ya postrada economía nacional. Encontraron aún más intimidante, si cabe, la amenaza – producto de una “confusión”– de Cristina de tratar como terroristas a quienes siembren miedo cayendo en bancarrota.

Es verdad que el primer blanco de la ira presidencial ha sido una empresa de capitales yanquis, la imprenta Donnelley, pero no hay garantía alguna de que no acuse a otras de tener entre sus accionistas a personajes vinculados con los buitres. Sea como fuere, dadas las circunstancias en que se halla el país, ensañarse así con una empresa extranjera no ayudará a restaurar la confianza de los inversores. Por el contrario, al hacerlo Cristina se las arregló para cometer los presuntos delitos que, en un discurso enardecedor, atribuyó a la empresa gráfica de “atentar contra la economía” y generar “temor”, pero tal vez resulte imposible aplicarle a la Presidenta la ley antiterrorista.

El clima imperante en el país sería distinto si hubiera motivos para suponer que Kicillof haya fraguado un plan magistral que, instrumentado con eficacia por los funcionarios de la repartición que encabeza, serviría para que la maltrecha economía nacional reanudara el crecimiento luego de un intervalo recesivo ya bastante largo, pero, por desgracia, no hay ninguno. Fuera de los reductos kirchneristas, el consenso es que Cristina no entiende nada de economía salvo, quizás, las partes relacionadas con la hotelería, de ahí la proliferación de feriados y puentes, mientras que el superministro subordina los molestos datos concretos a las abstracciones que tanto le gustan. Es natural, pues, que los empresarios, asalariados y jubilados, es decir, casi todos, se sientan atrapados en un vehículo con las puertas bien cerradas que, conducido por principiantes, está a punto de precipitarse por un acantilado.

Antes de regresar los buitres al centro del escenario, parecía que Cristina y Axel querían hacer los deberes para que la fase final de su gestión transcurriera sin demasiados sobresaltos. Compraron la entrada a los mercados de capitales repartiendo miles de millones de dólares entre Repsol, los países del Club de París y las empresas que habían ganado juicios en el Ciadi, el tribunal del Banco Mundial. Pero la epopeya de la normalidad concluyó abruptamente no bien entró el país en un default “selectivo”. Al darse cuenta Cristina de que los holdouts le brindaban una oportunidad para recuperar una parte del capital político que había despilfarrado, optó por declarar la guerra no sólo contra ellos sino también contra la Justicia norteamericana, tan distinta ella de la argentina y, por las dudas, contra el gobierno de Barack Obama que, hasta ahora, se ha limitado a manifestar su extrañeza ante la actitud asumida por los amigos kirchneristas.

El pánico que algunos sienten puede entenderse. Aun cuando, para asombro de muchos, los bonistas prefirieran cobrar en Buenos Aires a esperar hasta las calendas griegas en Nueva York, la economía continuaría desintegrándose. Para combatir la inflación, Cristina y Axel confían en la maquinita. ¿La producción está bajando? Multarán a empresarios nada patrióticos que se nieguen a operar a pérdida. ¿Los pobres –aún quedan algunos– podrían participar de manifestaciones callejeras violentas? Para tranquilizarlos, el gobierno popular aumentará el gasto público y repartirá más subsidios. En cambio, no podrá hacer subir el precio de la soja; los granjeros norteamericanos se han sumado a la conspiración anti Cristina produciendo lo que, según algunos, será una “supercosecha”.

Desde el punto de vista de quienes sospechan que a veces los tan despreciados economistas “ortodoxos” podrían tener razón, el voluntarismo alocado del superministro está llevando el país hacia un desastre descomunal, uno comparable con los que, para perplejidad del resto del planeta, aquí son rutinarios, pero tal eventualidad no parece preocupar a quienes están al mando del maravilloso “modelo” que los kirchneristas han patentado.

Si estuviéramos en vísperas de las próximas elecciones presidenciales, el que el gobierno de Cristina haya decidido huir frenéticamente hacia adelante con la esperanza de alejarse de la bomba de tiempo que con tanta habilidad ha armado no resultaría tan extraño. Es lo que suelen hacer los populistas al acercarse la hora de irse y el país está habituado a que el modelo salvador de turno termine en llamas, razón por la que la moneda de referencia nacional por antonomasia es el dólar estadounidense.

Pero sucede que, conforme con las reglas, tendrán que pasar casi 500 días antes de producirse el cambio de gobierno que tantos anhelan. Mal que nos pese, se trata de tiempo más que suficiente para que una presidenta resuelta a desquitarse por vaya a saber cuántos agravios ponga de rodillas a la clase media, de tal modo enseñándole a portarse mejor, y depaupere aún más a los ya desesperadamente pobres para que recuerden con nostalgia los días en que la economía crecía a tasas chinas y había planes para todos y todas.

Felizmente para el Imperio, la Argentina no está en condiciones de ocasionarle muchos problemas. Los únicos países cuyos gobernantes pueden sentirse perturbados por las excentricidades de Cristina, Axel, el canciller Héctor Timerman y compañía son vecinos como Brasil, Paraguay y Uruguay, aunque ellos también han procurado distanciarse económica y anímicamente de lo que les parece un foco de infección peligroso. Lo mismo que la mayoría de los argentinos mismos, entienden que, hasta nuevo aviso, el país del modelo kirchnerista no será un socio confiable sino una fuente de problemas insólitos.

© Noticias

0 comments :

Publicar un comentario