Por Carlos Gabetta (*) |
El ex presidente francés Nicolas Sarkozy fue arrestado por
la policía, acusado de “corrupción activa”, tráfico de influencias y violación
del secreto de instrucción.
Como cualquier ciudadano, debió cumplir con el
reglamento: quitarse los cordones de los zapatos, entregar su cinturón,
someterse a un examen médico y degustar la pitanza de comisaría.
Es la primera vez que un ex presidente de Francia se
encuentra en semejante situación. El hecho muestra, por un lado, la
independencia y el buen funcionamiento de las instituciones de ese país; por
otro, que el problema de la corrupción ha llegado a las más altas esferas. O
sea que la trama –el abogado de Sarkozy y dos magistrados de la Corte de
Casación también fueron detenidos– preocupa ya lo suficiente como para que la
Justicia tome una medida de semejante implicancia política. Hace dos años y
medio, Christian Wulff, en ese momento presidente de Alemania, renunció al día
siguiente de que un fiscal de Baja Sajonia lo acusara de cohecho, poniéndose a
disposición de la Justicia. La reacción de Sarkozy y su entorno fue denunciar
el “linchamiento mediático” y el “encarnizamiento de la Justicia” antes de que
ésta se pronunciara. Wulff lo está haciendo ahora, luego de resultar absuelto.
En otros países, como España, Venezuela y Argentina, el
fenómeno de la corrupción lo ha invadido casi todo, últimamente también la
Justicia, dilatando o impidiendo su accionar. Los mecanismos constitucionales
de control son colonizados o ignorados. Con las excepciones y variantes del caso,
el conjunto de la clase dirigente apoya, tolera o subestima esta evolución.
En España, el rey Juan Carlos se vio obligado a abdicar por
las razones harto conocidas (en todas partes lo son), pero tanto el Partido
Popular como altos dirigentes del socialismo, con el ínclito Felipe González a
la cabeza, hacen lo posible por garantizarle una impunidad que incluye no
responder a viejas acusaciones de paternidad. No es el único: en España hay 10
mil personajes “aforados”, es decir, impunes (http://www.perfil.com/columnistas/La-España-de-charanga-y-pandereta-20140518-0018.html).
Lo de Venezuela se puede resumir en que se ha formado una
“boliburguesía” (nuevos millonarios “bolivarianos”), parte activa de la
gravísima crisis económica, política y social. Idem en Argentina, donde, entre
otras muchas escandalosas transgresiones, el juicio al fiscal Campagnoli
constituye la muestra de que la independencia y el buen funcionamiento de las
instituciones, el respeto por la letra y la ética constitucional están ausentes
(http://www.perfil.com/columnistas/Ante-el-espejo-20140316-0045.html).
La novedosa excepción es el procesamiento del
vicepresidente, Amado Boudou, ante la acumulación de antiguas evidencias en su
contra. En un momento de mayor fortaleza del Gobierno, Boudou logró apartar a
un juez de su causa y denunciar al procurador general de la Nación, obteniendo
su renuncia. Ahora está procesado y parece aislado, pero su agresividad ante la
Justicia indica que sabe que allí está perdido y que su única esperanza es el apoyo
de la política, algo que el ex rey de España parece haber conseguido. El
mensaje mafioso: protéjanme o abro la boca.
Es lo que el peronismo en versión kirchnerista intentó esta
semana a las apuradas en la Cámara de Diputados, permitiendo que el pedido de
juicio político a Boudou pasara a una comisión donde cuenta con mayoría.
Simultáneamente, y para proteger la trama delictiva actualmente en el poder,
votó en el Senado una ley, de muy dudosa constitucionalidad, que exime a los
funcionarios del Estado de ser investigados por la Justicia. La crisis estructural del sistema, que se
agudiza, se refleja en la política en forma de comportamientos propios de la
mafia. No es casual que el Papa, que tiene dentro a sus propios mafiosos, lo
haya denunciado urbi et orbi. Un fenómeno que se va manifestando poco a poco en
todos los países, pero que en algunos, como el nuestro, alcanza ya cotas
insoportables.
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