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viernes, 4 de julio de 2014

La tía Cristina da de comer a los buitres

La necesidad de encontrar algunos dólares para los acreedores hace todavía más complicada la situación.

Por James Neilson
Los freudianos que tanto abundan entre nosotros dirían que, si la Argentina es víctima de algo, es de lo que llaman la “pulsión tanática”, la voluntad de morir para entonces comenzar todo de nuevo. Con regularidad exasperante, surgen gobiernos que consiguen la adhesión del grueso de la ciudadanía afirmándose resueltos a refundar la República y, para más señas, apuestan a alguno que otro modelo innegablemente heterodoxo que, luego de anotarse un par de éxitos aparentes, fracasa de manera realmente espectacular.

El modelo de Cristina es solo el más reciente de una larga serie. Ya no cabe duda de que está destinado a terminar como los de Isabelita, los militares, Raúl Alfonsín y Carlos Menem. ¿Será el último? Puede que no, que Vaca Muerta brinde a los próximos gobiernos un pretexto irresistible para entregarse al voluntarismo delirante. Al fin y al cabo, la Argentina es rica, riquísima, de suerte que sería aberrante exigirle respetar límites apropiados para países menos afortunados.

Será por este motivo que los presidentes nacionales más populares se asemejan a kamikazes: sus modelos llevan el combustible que necesitan para alcanzar su objetivo inicial, pero no les queda bastante para mucho más. De haber obrado Cristina con mayor sensatez, la Argentina no correría riesgo de caer otra vez en default porque contaría con reservas de más, tal vez mucho más, de 100.000 millones de dólares estadounidenses. En tal caso, podría hacer lo que hizo Néstor con el Fondo Monetario Internacional: cerrarles la boca a los denostados como enemigos de la patria llenándola de billetes verdes. Pero la Presidenta nunca pensó en el mediano plazo. ¿Por qué preocuparse por algo tan remoto? Tampoco le interesaba lo que gente aburrida, de ideas foráneas y por lo tanto antiargentinas, calificaba de realidad. Después de todo, el resto del mundo se hundía en una crisis tremenda, Europa estaba “devastada”, Estados Unidos se desintegraba. ¿De qué realidad hablaban los escépticos?

Cristina no habrá cambiado de opinión acerca de las deficiencias ajenas, pero hace poco se dio cuenta de que acaso no le convendría desafiar al mundo que efectivamente existe. Sería suicida. Mal que le pese, dicho mundo tiene la cara adusta del juez neoyorquino Thomas Griesa, el que, con el aval de la Corte Suprema de Estados Unidos, una institución cuyos fallos inciden mucho en el pensamiento de otras afines, insiste en que la Argentina tiene que pagar lo que debe a los amablemente denominados fondos “buitre”.

Llamarlos así no es una particularidad criolla, ya que los indignados por la conducta de quienes se especializan en hostigar a países en apuros acuñaron el epíteto hace mucho tiempo, pero Cristina vive en un universo verbal, el del “relato” en que se resume lo mejor del pensamiento nacional. Convencida como está de que cubrir de insultos a un adversario servirá para aniquilarlo, se creyó capaz de mantener a raya hasta fines de 2015 a Griesa y los odiosos “buitres” bombardeándolos con palabras vehementes. Desgraciadamente para ella, lo que a veces funciona en el mundillo político argentino, donde ser etiquetado de “neoliberal” o “derechista” puede resultar fatal, no sirve para mucho en otras latitudes. Los jueces yanquis privilegiaron la ley por encima de la furibunda retórica kirchnerista y las presiones de personajes como el presidente Barack Obama y la jefa del FMI, Christine Lagarde, que les advirtieron que, de hacerse valer los derechos de los holdouts que lidian con la Argentina, podría hacer tambalear el crónicamente precario andamiaje financiero mundial.

Cristina jura que siempre entendió que la Corte Suprema del imperio apoyaría a Griesa, pero a juzgar por su reacción cuando le llegó la noticia había esperado que, con la colaboración coyuntural de Obama y Lagarde, lograría ganar tiempo esgrimiendo la amenaza tradicional “yo o el caos”, en esta oportunidad no solo nacional sino planetario. De otro modo, no se le hubiera ocurrido permitir que sus incondicionales se movilizaran, empapelando paredes con afiches invitándonos a elegir entre patria y buitres o grafiti según los cuales hay que escoger entre Cristina y Griesa.

Sea como fuere, cuando todo hacía prever que Cristina, muy pero muy enojada por lo que acababa de suceder, estaba por declarar la guerra contra los acreedores extorsionadores y la Justicia norteamericana, cuando no contra el capitalismo tal y como lo practican fronteras afuera, optó por dar un viraje abrupto. Sin parpadear, la señora se rindió, dejando descolocados a los miles de militantes enfervorizados que se preparaban para combatir el capital internacional con gritos, protestas callejeras y, tal vez, algunos saqueos aleccionadores.

Salvando las distancias que, por suerte, son enormes, se trataba de una reedición de aquel drama emblemático que fue protagonizado por Juan Domingo Perón poco antes de su muerte cuando rompió con la “juventud maravillosa” transformándola en una caterva de “imberbes y estúpidos” que “traidoramente son más peligrosos que los que trabajan desde afuera”. A diferencia de Perón, Cristina no amonestó explícitamente a sus seguidores, pero sí insinuó que lo que pedían, y lo que ella misma parecía haber estado dispuesta a darles, era un disparate que traería consecuencias funestas para el país.

En Francia, el que el presidente François Hollande se haya desviado de su propio “relato” progre ha convulsionado a la grey socialista, pero es de suponer que Cristina confía en que los muchachos de La Cámpora y sus aliados unidos, organizados y solidarios, serán más flexibles que los europeos dogmáticos. ¿Los ha conmovido la apostasía de su jefa que, al tratar con tanto desprecio a sus fieles, se granjeó el aplauso de los mercados que festejaron su metamorfosis saltando de júbilo? A Carta Abierta le corresponde darnos la respuesta.

Entre otras cosas, la reaparición, para muchos imprevista, de los “buitres”, hizo trizas de lo que el jefe de Gabinete Jorge Capitanich llama la “reestructuración más exitosa de la deuda soberana de la historia reciente de la humanidad”. De golpe, la Argentina se encontró al borde de un default que, si bien solo “técnico”, le resultaría terriblemente dañino. La euforia mercantil no obstante, el riesgo no se ha esfumado. Que este sea el caso no se debe a la terquedad de acreedores díscolos o la manía legalista de los jueces norteamericanos sino a la irresponsabilidad crasa de un gobierno que no ha sabido aprovechar una oportunidad realmente excepcional para asentar la economía nacional sobre bases un tanto más estables que las supuestas por fantasías cultivadas por contestatarios nostálgicos que sueñan con regresar a los desastrosos años setenta del siglo pasado.

Ya antes de aprender los kirchneristas que negarse a prestar atención a la deuda impaga, eliminándola de las estadísticas oficiales, no equivalía a solucionar el problema, la economía nacional se deslizaba hacia un precipicio. La recesión, reconocida hasta por los optimistas incurables del INDEC, propende a agravarse. A Cristina no le gusta para nada hablar de ajuste, pero no tiene más opción que permitir que Axel Kicillof y compañía se esfuercen por corregir las muchas distorsiones que se produjeron en el transcurso de la década ganada por los amigos del poder.

Huelga decir que la necesidad de encontrar algunos dólares para los acreedores hace todavía más complicada la situación en que el país se encuentra. La temporada de vacas gordas en que las ventas de soja ayudan a llenar las arcas gubernamentales está por terminar; la segunda mitad del año no será del todo fácil. ¿Y el que viene, el último de los ocho que el electorado confió a Cristina? Lo más probable será que el país se debata en un mar de Sargazos estanflacionario, con un sinnúmero de conflictos laborales truculentos, el desempleo en alza constante y muchas empresas que caigan en bancarrota. Todo sería peor si el país reentrara en default, claro está, pero saberlo no serviría de consuelo para quienes tengan que pagar los platos rotos de la módica fiesta consumista que organizó el Gobierno con fines electoralistas.

Aunque Cristina decidió que, dadas las circunstancias, desafiar a la Justicia norteamericana tendría consecuencias infelices tanto para sí misma como para el país, ello no quiere decir que haya ordenado a Kicillof manejar la economía según criterios pragmáticos o que haya reemplazado el relato alegre que tanto le encanta por otro menos voluntarista. Antes bien, es de prever que, al multiplicarse los disgustos económicos, los atribuya a la maldad infinita de los fondos carroñeros y de sus presuntos amigos en los tribunales de Estados Unidos, ubicando así las desgracias nacionales en el contexto de una lucha heroica de una banda de patriotas contra un mundo en manos de capitalistas desalmados que, por razones perversas, están castigando a la Argentina por el delito de leso neoliberalismo. La actitud autocompasiva así supuesta está tan difundida en el país que Cristina podrá usarla para minimizar los costos políticos de la debacle que ha provocado; a menos que sus sucesores logren resistirse a la tentación de asumir una postura parecida, los “modelos” que elijan compartirán el destino triste del kirchnerista.

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